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Charles Eisenstein es un escritor y conferenciante que se describe a sí mismo como "narrador de historias". Además de dar conferencias públicas en cumbres de economía alternativa, decrecimiento o incluso en festivales de música, es ensayista y contribuye artículos con regularidad a publicaciones como Reality Sandwich, The Guardian o Shareable.Ver bio completa
Esta es la segunda parte del relato “La coronación”, de Charles Eisenstein. La primera parte habla de la crisis de la COVID-19 y los primeros cambios que supuso en nuestras vidas.
Cabe destacar que este ensayo fue escrito durante los primeros meses de 2020, por lo que ciertos datos pueden estar desactualizados.
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A finales de abril, las estadísticas oficiales indican que cerca de 150000 personas han muerto por la COVID-19. Para cuando llegue el fin de la pandemia, el número de fallecidos podría ser diez o cien veces mayor. Cada una de estas personas tiene seres queridos, familiares y amigos. La compasión y la conciencia nos llaman a hacer lo que podamos para evitar una tragedia innecesaria. Esto es algo personal para mí: mi queridísima pero frágil madre se encuentra entre las personas más vulnerables a esta enfermedad, que mata sobre todo a los ancianos y a las personas con una salud frágil.
¿Cuáles serán las cifras finales? Es imposible de responder a esta pregunta en el momento en que escribo estas líneas (principios de mayo). Los informes iniciales fueron alarmantes: el número oficial de Wuhan que circuló sin cesar durante semanas en los medios de comunicación fue 3,4 %, una cifra impactante que, unida a la naturaleza extremadamente contagiosa del virus, apuntaba a decenas de millones de muertes en todo el mundo, o incluso hasta cien millones. Las estimaciones han descendido recientemente, ya que se ha observado que la mayoría de los casos son leves o asintomáticos. Dado que la realización de pruebas se ha orientado hacia a los enfermos graves, la tasa de mortalidad se ha sobredimensionado artificialmente. Un artículo publicado en la revista Science sostiene que el 86 % de las infecciones no han sido documentadas, lo que apunta a una tasa de mortalidad mucho más baja de lo que indicaría la tasa actual. Un artículo posterior va aún más lejos y estima que el total de contagios en Estados Unidos se sitúa en cien veces los casos confirmados actualmente (lo que se traduciría en una tasa de mortalidad inferior al 0,1 %). Estos trabajos implican muchas conjeturas epidemiológicas extravagantes, pero un estudio que utiliza una prueba de anticuerpos ha revelado que los casos en Santa Clara, California, son inferiores en un 50-85 %.
La historia del crucero Diamond Princess refuerza este enfoque. De las 3711 personas que había a bordo, cerca del 20 % han dado positivo en el test del virus, menos de la mitad de ellos tenían síntomas y ocho han muerto. Un crucero es un escenario perfecto para el contagio y hubo tiempo de sobra como para que el virus se propagara a bordo antes de que alguien hiciera algo al respecto, y aun así solo se contagió una quinta parte de la tripulación. Es más, la edad predominante de la población del crucero era muy elevada, como la de casi todos los cruceros: casi un tercio de los pasajeros tenían más de 70 años y más de la mitad tenían más de 60. A partir del gran número de casos asintomáticos, un equipo de investigación concluyó que la verdadera tasa de mortalidad en China se sitúa en torno al 0,5 %, aunque los datos más recientes (véase arriba) indican una cifra cercana al 0,2 %. Aún así, sigue siendo de dos a cinco veces más letal que la gripe estacional. Con base en todo esto (y ajustando los datos a unas poblaciones mucho más jóvenes en África, el sur y el sudeste de Asia), mi estimación es que habrá unas 200 000 muertes en Estados Unidos y 2 millones a nivel global. Estas cifras son muy preocupantes, comparables a las de la pandemia de gripe de Hong Kong de 1968/9.
Los medios de comunicación informan diariamente del número total de casos de COVID-19, pero nadie sabe el número real porque solo se han realizado pruebas a una ínfima parte de la población. No hay forma de saber si hay decenas de millones de personas que tienen el virus de forma asintomática. Para complicar aún más el asunto, es posible que se haya informado de un mayor número de muertes por COVID-19 del que existe realmente (en muchos hospitales, si alguien muere con coronavirus se registra como una muerte por coronavirus) o menor (algunos quizás hayan muerto en casa). Repito: nadie sabe lo que está ocurriendo realmente, ni siquiera yo. Seamos conscientes de dos tendencias contradictorias en asuntos humanos: la primera es la tendencia de la histeria a retroalimentarse, a excluir información que no añade más miedo y a crear un mundo a su imagen y semejanza; la segunda es la negación, el rechazo irracional de la información que podría perturbar la normalidad y la comodidad. Tal y como pregunta Daniel Schmactenberger: “¿cómo sabes que lo que crees es verdad?”.
Los sesgos cognitivos como estos son especialmente virulentos en una atmósfera de polarización política. Por ejemplo, los progresistas tenderán a rechazar cualquier información que pueda estar incluida en una narrativa a favor de Trump, mientras que los conservadores tenderán a aceptarla.
Los sesgos cognitivos como estos son especialmente virulentos en una atmósfera de polarización política.
Ante la incertidumbre, me gustaría hacer una predicción: la crisis se desarrollará de forma que nunca lo sabremos. Si el recuento final de muertes —que en sí mismo será objeto de gran controversia— es menor de lo que se temía, algunos dirán que se debe a que los controles funcionaron. Otros dirán que la enfermedad resultó ser menos peligrosa de lo que nos contaron en un principio.
Lo más desconcertante para mí es por qué mientras escribo estas líneas parece que no hay casos nuevos en China. El gobierno no dio inicio al confinamiento hasta mucho después de que el virus se estableciera. Debería haberse expandido ampliamente durante las celebraciones del año nuevo chino cuando, a pesar de algunas restricciones de movilidad, casi todos los aviones, trenes y autobuses recorrieron todo el país, repletos de personas. ¿Qué está pasando aquí? Como he dicho antes, yo no lo sé y tú tampoco.
Independientemente de cuál sea el número final de víctimas, echemos un vistazo a otras cifras para tomar cierta perspectiva. Lo que quiero decir NO es que el coronavirus no sea para tanto y que no debamos hacer nada. Ten paciencia. En el año 2013 la FAO publicó que cinco millones de niños mueren cada año de hambre en todo el mundo. En el 2018, 519 millones de niños sufrían un retraso en el crecimiento y 50 millones presentaban emaciación (el hambre estaba disminuyendo hasta hace poco, pero ha comenzado a aumentar de nuevo en los últimos tres años). Cinco millones es una cifra 200 veces mayor que la de las personas que han muerto por la COVID-19 hasta la fecha, y, sin embargo, ningún gobierno ha declarado el estado de emergencia ni ha pedido que cambiemos de forma radical nuestro estilo de vida para salvarlos. Tampoco vemos un nivel de alarma y acción comparable en torno al suicidio (la punta del iceberg de la desesperación y la depresión), que mata a más de un millón de personas al año en todo el mundo y 50 000 en Estados Unidos. O la sobredosis de drogas (70 000 muertes en EE. UU.), la epidemia de autoinmunidad (que afecta a 23,5 millones según el Instituto Nacional de Salud estadounidense o NIH y a 50 millones según la Asociación Americana de Enfermedades Autoinmunes o AARDA), o la obesidad (que afecta a más de 100 millones). En ese sentido, ¿por qué no estamos frenéticos por evitar el apocalipsis nuclear o el colapso ecológico, sino que, por el contrario, tomamos decisiones que magnifican esos mismos peligros?
No estoy diciendo que como no hemos cambiado nuestros hábitos para evitar que los niños se mueran de hambre, tampoco deberíamos cambiarlos por el coronavirus. ¡Faltaría más! Todo lo contrario: si podemos cambiar de forma tan radical por la COVID-19, también podemos hacerlo para todas esas cuestiones. Preguntémonos por qué somos capaces de unificar nuestra voluntad colectiva para detener este virus, pero no para abordar otras graves amenazas que afronta la humanidad. ¿Por qué la sociedad ha estado tan congelada en su trayectoria actual hasta ahora?
La respuesta es reveladora: es tan sencillo como reconocer que frente al hambre en el mundo, la adicción, la autoinmunidad, el suicidio o el colapso ecológico nosotros, como sociedad, no sabemos qué hacer. Y eso se debe a que no hay nada externo contra lo que podamos luchar. Nuestras respuestas a las crisis (y todas suponen algún tipo de control) no son muy eficaces a la hora de abordar estas condiciones. Ahora se nos presenta una epidemia contagiosa y por fin podemos entrar en acción. Es una crisis en la que el control funciona: cuarentenas, bloqueos, aislamiento, lavado de manos, control de movimientos, control de información, control de nuestros cuerpos. Todo ello convierte al coronavirus en un recipiente adecuado para acoger nuestros miedos incipientes, un lugar por el cual canalizar nuestra creciente sensación de impotencia ante los cambios que están sobrepasando al mundo. La COVID-19 es una amenaza que sabemos cómo enfrentar. A diferencia de muchos de nuestros otros temores, la COVID-19 ofrece un plan.
Las instituciones establecidas de nuestra civilización son cada vez menos capaces de responder a los desafíos de nuestra época. Y ahora reciben con los brazos abiertos un desafío que finalmente sí pueden abordar, ansiosas por aprovecharlo como una crisis crucial. Sus sistemas de gestión de la información seleccionan de forma muy natural las narraciones más alarmantes de la crisis y el público se une a la oleada de pánico fácilmente, aceptando una amenaza que las autoridades pueden manejar como si fuera la representante de las múltiples amenazas indescriptibles que no son capaces de gestionar.
La mayoría de los desafíos a los que nos enfrentamos hoy día ya no ceden ante la fuerza. Nuestros antibióticos y cirugías no logran hacer frente a las emergentes crisis sanitarias de autoinmunidad, adicción y obesidad. Nuestras armas y bombas, fabricadas para conquistar ejércitos, son inútiles a la hora de erradicar el odio en el extranjero o mantener la violencia doméstica fuera de nuestros hogares. Nuestros cuerpos de policía y prisiones no pueden curar las condiciones que propician la delincuencia. Nuestros pesticidas no pueden restaurar el suelo arruinado. La COVID-19 recuerda los buenos tiempos en que los desafíos de las enfermedades infecciosas sucumbían ante la higiene y medicina modernas, al mismo tiempo que los nazis sucumbían a la maquinaria de guerra y la propia naturaleza sucumbía (o eso parecía) ante la conquista y mejoras tecnológicas. Recuerda a aquellos días en los que nuestras armas funcionaban y el mundo parecía estar mejorando con cada técnica de control.
¿Qué tipo de problema sucumbe a la dominación y al control? El problema causado por algo del exterior, por algún Otro. Cuando la causa del problema es algo relacionado personalmente con nosotros mismos (como la desigualdad, la falta de vivienda, la adicción o la obesidad), no hay nada contra lo que luchar. Podemos intentar de fijarnos un enemigo, culpando por ejemplo a los multimillonarios, a Vladimir Putin o al mismísimo diablo, pero entonces nos perderíamos información clave, como las condiciones básicas que permiten a los multimillonarios (o a los virus) replicarse.
Si hay algo que se le da bien a nuestra civilización, es luchar contra un enemigo. Celebramos las oportunidades de realizar aquello que se nos da bien, que demuestran la validez de nuestras tecnologías, sistemas y visión del mundo. Por eso creamos enemigos, concebimos problemas como los delitos, el terrorismo y las enfermedades en términos de “nosotros contra ellos” y movilizamos nuestras energías colectivas en torno a aquellas tareas que pueden reflejarse con ese patrón. De esta forma, señalamos la COVID-19 como un llamado a las armas, reorganizando la sociedad como si de un esfuerzo bélico se tratara, mientras que normalizamos la posibilidad de enfrentarnos al apocalipsis nuclear, al colapso climático y a cinco millones de niños muriéndose de hambre.
- Producido por Guerrilla Translation bajo una Licencia de Producción de Pares
- Texto traducido por Lara San Mamés, editado por Silvia López
- Artículo original publicado en la página web de Charles Eisenstein
- Imagen de portada de Terence Faircloth
- Imagen de artículo de Free for commercial use
Guerrilla Media Collective es una cooperativa de traducción feminista y orientada al procomún. Somos un grupo internacional de profesionales empeñadas en preservar el arte de la traducción y concebimos la cooperativa como una herramienta de trabajo sostenible, digno y ético para las trabajadoras del sector del conocimiento. Traducimos, corregimos, editamos y diseñamos campañas de comunicación. Nuestro objetivo es ofrecer un resultado final impecable cuidando de las personas que lo hacen posible. Por eso abogamos por el cooperativismo como una alternativa justa y solidaria en un sector cada vez más precarizado.
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Si pudiera abrirse a la muy plausible y demostrada, o mejor dicho no demostrada existencia de tal virus como nos lo han contado, porque necesita de mucho estudio e investigación en el campo de la biologia y medicina, y de los paradigmas que no se quieren cambiar, este tipo, llegaría mas lejos con su analisis.
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