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Filosofía
Por una refundación de las Humanidades en clave política
El actual desarrollo tecnológico ha puesto en crisis la eficacia política de las Humanidades como garantes de la autoridad sociosimbólica. En lugar de optar por una opción reaccionaria y defensiva, la única salida consiste en una refundación materialista de las mismas desde el conocimiento técnico.
Según el poeta fascista Ezra Pound “después de la época de Leibniz, el filósofo profesional fue tan sólo un tipo demasiado perezoso para trabajar en un laboratorio”. Opinión desconcertante sabiendo que fue dicha por un poeta que dedicó toda su vida a cantar en su magna obra The Cantos (1915-1962) las hazañas culturales de la historia de la Humanidad desde los orígenes de la civilización China hasta el Renacimiento italiano, la Ilustración Francesa y la Revolución norteamericana. Para este apasionado seguidor de Mussolini, la Cultura y las Humanidades siempre fueron concebidas como el fin último y más digno del ser humano, único capaz de dar razón de ser a la civilización y la política –siempre imperialista- de los Estados.
En nuestro caso, al igual que autores como Debord o el primer Barthes, creemos que históricamente la Cultura y las Humanidades siempre han formado parte de un dispositivo conservador e ideológico del poder. Una vez que los movimientos contraculturales de los años setenta y ochenta han mostrado su más que estrepitoso fracaso tras su fagocitación por el mismo sistema socioeconómico al que pretendían oponerse, y el arte y la cultura han vuelto a ser reducidas al museo, el academicismo y/o el simple entretenimiento, hemos de plantearnos una vez más la pregunta por la función y el lugar que ocupan las Humanidades en la sociedad actual.
LAS HUMANIDADES EN LA HISTORIA
Guste o no escucharlo, la actual concepción de las Humanidades sigue presa de un profundo idealismo espiritualista acorde con las raíces cristiano-platónicas de las que proceden. No en vano el mismo término “culto” hace referencia tanto a una persona “cultivada” como a un rito religioso. Desde el comienzo de la Edad Media, la mayor parte de las actividades que hoy englobamos bajo el término Cultura fueron ubicadas en la esfera de “lo espiritual” como opuestas a una concepción despectiva de lo material. Los primeros humanistas del Renacimiento como Marsilio Ficino o Pico della Mirandola fueron grandes neoplatónicos para los cuales incluso las artes plásticas más técnicas de todas como la arquitectura podían ser reducidas a simples relaciones geométricas ideales completamente independientes de su realidad material como hecho construido. Con el avance de la sociedad moderna, Cultura y Humanidades fueron constituyéndose como un heterogéneo conglomerado de saberes “inútiles” desde un punto de vista técnico-material, pero que precisamente por ello servían para que las clases “cultas” pudieran distinguirse de las clases trabajadoras, ya que únicamente ellas podían dedicar su tiempo a más altos fines.
Históricamente, la principal función política de la Cultura ha consistido en servir como elemento de distinción de la clase en el poder, o como elemento de unificación y movilización de la fuerza de trabajo.
Por su parte, el inicio de la concepción no elitista de las Humanidades se produjo durante la Ilustración, cuando más allá de la simple recopilación de tratados técnicos y científicos, se ideó una educación nacional de masas bajo el primado de los saberes propiamente humanistas: Filosofía, Historia y Geografía lideraron el plan educativo propuesto por el barón D’Holbach en Francia, mientras que Fichte repitió dicho esquema en sus tristemente famosos Discursos a la nación alemana con la explícita intención de fomentar una conciencia nacional a partir de la cual unificar todos los länders germano-parlantes en un único Estado. Unificación que sería realizada finalmente por Bismarck bajo el sintomático leitmotiv del Kulturkampf, esto es, de la lucha por la Cultura. Desde este punto de vista, la cultura –al igual que la religión- pasó a funcionar como un sistema “socio-inmunológico” de ideas, prácticas y creencias comunes a un determinado conjunto de personas frente a otras.
El problema sobreviene cuando debido al impacto de las tecnologías del transporte, la información y la comunicación esos grandes espacios inmunológicos comienzan a dejar de ser tan homogéneos como en un principio, y la uniformidad cultural a la que aspiraban los Estados-nación quedó completamente desintegrada por las nuevas sociedades multiculturalistas. De este modo, dado que en una sociedad tecnológica como la nuestra las Humanidades ya no son el medio con el que construir sociedades homogéneas dirigibles desde un único centro jerárquico de poder y el intento de convertirlas en contracultura ha mostrado claramente su ineficacia ¿cómo podemos hacer para que sean políticamente eficientes en la actualidad?
LAS HUMANIDADES EN EL SIGLO XXI
Como ya hemos insistido en anteriores ocasiones, en nuestra sociedad existen dos grandes palancas de producción de plusvalor, y por tanto de(l) poder: la tecnología y la co-operación social. Desde este punto de vista, la función política de las Humanidades hasta finales del siglo XX puede reducirse prácticamente a dos: como elemento de distinción de la clase en el poder –esto es, de la clase con acceso privilegiado al control y dirección de la tecnología acaparada por el Estado-, o como elemento de unificación y movilización de la fuerza de trabajo cuando el control y la organización masiva de los recursos humanos es capaz de producir un plusvalor mayor que el empleo de una tecnología de vanguardia por parte de unos pocos privilegiados. En nuestra actual situación, después de un par de siglos en los que predominó la segunda opción, los grandes desarrollos en tecnología han vuelto a poner de actualidad la primera, con la única diferencia de que por primera vez en la historia moderna la nueva clase capaz de controlar y desarrollar la tecnología de vanguardia es una clase puramente técnica que no necesita -ni le interesa siquiera- distinguirse socio-simbólicamente de la masa, lo cual ha llevado a una ruptura sin parangón entre técnica (poder-acción) y cultura (autoridad-legitimación).
Mientras que en el pasado era la cultura la que legitimaba apriorísticamente a un determinado sector de la sociedad para dirigir y controlar la técnica disponible en ese momento a través de las instituciones políticas, en la actualidad existe una vanguardia técnica autolegitimada por la ideología de I+D+i para seguir desarrollando la tecnología a cualquier precio, sin que dicho desarrollo pueda ser interrumpido por cuestiones ético-morales como las referentes a la distribución social del plusvalor producido por dicho desarrollo.
El problema no es hacer que los técnicos sean más cultos. El problema es producir humanistas interesados en investigar el modo concreto en que los avances técnicos influyen sobre las organizaciones socio-simbólicas.
En un escenario como este en el que se ha revelado a todas luces la primacía de la producción (técnica) sobre la circulación (sociosimbólica), las Humanidades no pueden continuar insistiendo en el tradicional papel idealista-espiritualista que han tenido hasta ahora, pues dicho papel ha quedado reducido a lo puramente sociosimbólico, perdiendo de este modo su antigua conexión con el ámbito técnico-productivo. La batalla entre la Técnica y las Humanidades -entre el valor de uso de lo material y el valor de cambio de lo sociosimbólico- terminó hace ya décadas a favor de la primera. Si antes de dicha batalla las grandes filosofías políticas de Occidente fueron realizadas por humanistas del tipo filósofo-jurista, ello se debió a que el plusvalor que era capaz de producir el empleo de la tecnología por parte de unos pocos privilegiados en esa época todavía era menor que el potencial que albergaba la organización social de los recursos humanos que se pretendía activar a través del Derecho.
En la actualidad la situación se ha invertido completamente: tal y como tuvo que reconocer el jurista Ernst Forsthoff en la década de los sesenta, el Derecho –y con él las Humanidades- ya no tienen ninguna capacidad de control sobre la Técnica, y lo que es todavía más preocupante: la Administración Pública tampoco. La razón de ello estriba en que a diferencia de los grandes Estados-nación de los siglos XIX y XX, en la actualidad los grandes desarrolladores tecnológicos son empresas privadas. En una situación así, ¿cuál debería ser el papel de la Filosofía y las Humanidades si aún queremos que sigan teniendo algún tipo de eficacia política más allá de una simple ideología condenada al ostracismo académico o a las conversaciones de bar?
Desde nuestro punto de vista, la inmensa tarea de las Humanidades hasta ahora completamente desatendida consiste en trazar los puentes que permitan conocer el modo concreto en que los avances técnicos influyen sobre las organizaciones socio-simbólicas, pues si algo está claro es que ningún técnico va a ponerse a hacerlo por nosotros. Oponerse a la dependencia de la Técnica y defender la autonomía de “las Humanidades”, “lo Político”, “la Economía o “el Derecho” en función de un ideal heredado de épocas de la historia ya concluidas es una opción que, en última instancia, no hace más que dificultar la posibilidad de una emancipación social realmente efectiva. En una sociedad técnica como la nuestra, la lucha de clases a seguir no puede ser reducida a la defensa de una ingenua “dignidad” del ser humano basada en ideas jurídicas trasnochadas, sino la lucha por el control de la técnica y su aplicación directa en pro de lo común.
Responder que el problema es que los técnicos son unos incultos y que la solución estriba en algún nuevo tipo de retorno a planteamientos ilustrados es no haber comprendido el problema, pues como bien afirma Peter Sloterdijk, “quien vive en la solución nunca comprende el problema”. El problema es encontrar el nuevo tipo de (plus)valor propio de las Humanidades que las haga políticamente eficientes en una sociedad tecnológica. De otro modo nos veremos obligados a repetir, a propósito de los actuales defensores de la autonomía de las Humanidades, la conocida sentencia que Karl Marx dedicó al intelectual idealista de su época, Karl Grün, cuando afirmó: “es más que tonto, es erudito".
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Flaca aportación al tema. Texto farragoso cargado de palabras en alemán de quien evidentemente no tiene ni el vocabulario básico. Roba a la ortografía del alemán la mayúscula inicial de los sustantivos --"länders (sic) germano-parlantes", "leitmotiv"-- para sobrecargar la española con mayúsculas arbitrarias. De historia de las humanidades, poco, poquito. Pista: hubo una ilustración en Grecia antes de Platón. Pista: la creación de la filología en Alejandría. Pista: la "humanitas" en Cicerón.
Está usted a la defensiva, señora lectora. No entra en el problema planteado por el artículo sino que solamente insiste en una visión de las Humanidades como algo que únicamente debe ser analizado desde el punto de vista de "las Letras", que es precisamente lo que el artículo afirma implícitamente que ya no deberíamos hacer.