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Estados Unidos
El estado fallido de la libertad
¿Por qué no se puede hacer nada con el control de armas en EE UU por más que se den tragedias como las de Texas una detrás de otra? Esa es posiblemente la misma pregunta que millones de estadounidenses se hacen ahora mismo, con la diferencia de que, viviendo donde viven, la realidad les golpea con la cotidianeidad de no saber quién va a ser el siguiente de los 36.000 individuos que mueren al año por armas de fuego.
La masacre de Uvalde vuelve a poner sobre la mesa el manidísimo debate sobre las armas, pero la posibilidad de que se vaya a hacer algo con respecto a su regulación es prácticamente imposible, y lo es por varios motivos, el social-cultural, el político-económico, y el ideológico.
En primer lugar y el más evidente, la interiorizada tradición cultural y sociológica de las armas en el país como herencia de la segunda enmienda de la constitución estadounidense. EE UU tiene el mérito de ser la primera república representativa liberal de la historia, tras su independencia del imperio británico en 1776. Esa independencia, fruto de un furibundo sentimiento de estar siendo sometidos por el Estado británico, se llevó a cabo gracias a una implicación considerable de la ciudadanía estadounidense, que, organizándose en numerosas milicias independientes apoyaron a un más bien escueto ejército de las colonias reveladas.
La segunda enmienda reconoce el derecho a la autodefensa, no reconoce explícitamente el derecho de la ciudadanía a portar armas como un bien de consumo más
Tras finalizar la guerra, el pueblo, el mismo que había defendido y creado la república, sentía que debía tener posibilidades de autodefensa frente al propio Estado debido a que los ejércitos regulares, que en aquella época tenían carácter privado (luchaban al servicio de los jefes de Estado, que eran monarcas absolutistas, por lo que el ejército nacional era propiedad, de facto, del rey que les pagaba) y se les veía como herramienta represora. Así, surgió un movimiento de autoorganización colectiva de la ciudadanía, pensado como medida de defensa externa (invasores) e interna (Estado), que vio su uso de las armas ratificado en la declaración de derechos de 1791, concretamente en la famosa segunda enmienda.
A partir de ahí, en los casi 250 años de existencia estadounidense, esa idea de autodefensa colectiva se ha enraizado profundamente en la sociedad. Este sentimiento se ve reforzado, entre otros por los lobbies armamentísticos, que buscan suplir al estadounidense medio de su derecho a portar sus dos fusiles de asalto y su Desert Eagle con baño dorado en caso de que el imperio británico vuelva a atacarles. Su gran logro ha sido ensalzar los valores de la segunda enmienda por ser la que asegura la posibilidad de vender su producto; las armas que han de defender al ciudadano.
Conviene señalar en cambio, que el razonamiento que la segunda enmienda hace, es la de la legitimidad de la autodefensa de los ciudadanos frente a la tiranía, para la cual se entiende necesario el uso de armas y la auto organización. Es decir, la segunda enmienda reconoce el derecho a la autodefensa, no reconoce explícitamente el derecho de la ciudadanía a portar armas como un bien de consumo más.
Dentro del propio partido demócrata hay en su ala derecha defensores de la libre adquisición de armas, lo que implica que desde las instituciones se convierte en un objetivo imposible cambiar la legislación
Y es que el lobby más famoso en la defensa de portar armas es la Asociación Nacional del Rifle (NRA por sus siglas en inglés), fundada en 1871 y que cuenta con más de 5 millones de socios, aunque 19 millones más dicen estar plenamente a favor de dicha organización y sus tesis. Esta asociación, de una influencia tan grande que su calificativo debería ser el de preocupante, obtiene anualmente 250 millones de dólares de presupuesto (estatal, de los socios y de las empresas armamentísticas), que usan entre otras para campañas de legitimación de las armas, financiación de los políticos que se posicionen en sus tesis y la demonización de aquellos que busquen regular de alguna manera este derecho. La propia portavoz de la Casa Blanca, Karine Jean-Pierre, ha señalado a esta organización como la punta de lanza de las empresas armamentísticas, que expanden su negocio disociando su industria bélica haciéndola pasar casi por productos domésticos
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El problema institucional, por su parte, es simple: los republicanos se niegan prácticamente en bloque a regular las armas, no solo por las inyecciones que el partido recibe por su negativa, sino porque después pasan a formar parte de esas mismas empresas armamentísticas como asesores, consejeros, directores etc.
Ted Cruz nos deleitaba tras el tiroteo en una comparecencia, cuando, al ser preguntado por las armas y su posible necesidad regulativa, respondía el absurdo y eterno argumento de que “las armas no matan, matan las personas” o “que ninguna regulación hubiera detenido el asalto”. Así, sin más, pretendía hacer creer al periodista, y a aquellas personas que le escuchasen, que el hecho de que EE UU tenga un libre mercado de armas no tiene absolutamente nada que ver con las muertes que esas mismas armas provocan anualmente.
Pero la cuestión es que dentro del propio partido demócrata hay en su ala derecha defensores de la libre adquisición de armas, lo que implica que desde las instituciones se convierte en un objetivo imposible cambiar la legislación. Y lo más triste es que no parece que el sentir popular de quienes quieren la regulación sea tan extenso como para forzar el brazo mediante la movilización. “No es el momento de rezar, es el momento de legislar”, respondía el periodista James Moore a la hipócrita clase política que decía tener en sus oraciones a esas mismas víctimas cuyas muertes se deben en buena parte a su oposición a la regulación de armas.
La negativa de los políticos no es solo económica, es también táctica. Como decía Peter Mair, en un mundo postIdeológico, los partidos dejan de buscar un proyecto político basado en los marcos tradicionales de objetivos de sociedad, para pasar a ofrecer un producto electoral, que viene a ser ofrecer lo que saben que gustará de forma mayoritaria, lo cual anula cualquier iniciativa de cambio regulador. Aunque Biden tuviera en su mano la posibilidad real de cambiar la actual regulación de las armas por una más estricta, no lo haría por el simple hecho de que el coste electoral sería tan grande que podría costar al partido la siguiente (incluso las siguientes) legislatura.
El asunto armamentístico en EE UU es tan fuerte que de momento ni siquiera se puede pensar seriamente en que sentir social oscile hacia la derogación
Hace no tanto, en España vivimos un fugaz aunque interesante debate de lo que era el significado de los conceptos como democracia y libertad (los cuales, por cierto, se presentaban como disociados entre sí), a raíz del uso político que se les daba en las elecciones del 4 de Mayo en Madrid. EE UU tiene un verdadero problema a la hora de desbrozar conceptos como egoísmo del de libertad e igualmente para unir adecuadamente igualdad con democracia.
El tercer motivo es el ideológico, pero no el de la visión social de entender el arma como autodefensa civil frente al poder. El tercer motivo es el supremacismo blanco. Y es que hay una unión inseparable entre la visión de la NRA y las asociaciones supremacistas, nacionalistas y ultraderechistas en general, entre cuyas visiones se halla el libertarismo. Esta visión, típicamente de tradición liberal, es una ideología adoptada por los anarcocapitalistas, pero con un gran número de adeptos de extrema derecha por su visión anti Estado por esa tradición de desconfianza inherente al mismo.
Esa visión rayana en la paranoia de un Estado a punto de atentar contra la población y la necesidad perpetua de atrincherarse y proveerse de armas para detenerlo es exactamente la clase de mentalidad que busca promover el representante oficial de las empresas armamentísticas, la NRA. De esta forma, el conglomerado empresarial y sus compradores ultras, se convierten en dos organismos simbióticos en el ecosistema socioeconómico estadounidense. De ahí que siempre que vemos en los medios a grupos armados autodenominados “de patrulla, de defensa, milicianos”, etcétera, sean siempre hombres blancos. Aquí entran los mismos grupos paramilitares que marcharon armados para asaltar el congreso en 2021 ante la paranoia de que Biden iba a robar su democracia. Y ni con el atentado armado a una institución central de la democracia por parte de asaltantes ultraderechistas se dio el mínimo paso en la necesidad de la regulación. De hecho, los atentados de tinte ideológico están perpetrados principalmente por terroristas supremacistas, no es baladí que esta sea la principal amenaza actualmente en EE UU. Los mismos sujetos que defienden a la NRA compran las armas con las que después llevar a cabo atentados masivos.
Pero el inmovilismo que actualmente parece inmanente en EE UU responde, como digo, a criterios ideológicos. Y es cuando esas mismas instituciones se ven atribuladas, cuando sí legislan la cuestión, siempre y cuando sea en favor de la casa, que es la que siempre está destinada a ganar.
EE UU tiene por delante luchas sociales de victorias posibles (aborto, derechos sociales para minorías) pero al menos de momento, no parece que el horror vaya a desaparecer en un horizonte cercano, ni lejano
En plena lucha por los derechos civiles (y humanos) de la población negra que se libraban en las décadas de los años 60-70, las armas eran un derecho tan vigente como lo son a día de hoy, si bien es cierto que su regulación era más estricta. Es en 1966 cuando surge un movimiento de autodefensa pensado para organizarse colectivamente contra un gobierno que no solo los oprimía, sino que les negaba derechos humanos básicos y que hasta entonces les había negado la representación política (la población negra no venció en su derecho a voto hasta 1965 nada menos). Surgía el Partido de Autodefensa de los Panteras Negras (Black Panther Party) para realizar patrullas en los barrios negros a fin de ahuyentar a los miembros del Ku Klux Klan que salían de caza, así como para evitar el maltrato de la policía sobre los miembros de su comunidad. En ningún momento dieron un solo tiro. En caso de presenciar una detención ilegal o una paliza, se bajaban de sus autos y sorprendían a la policía, que al sospechar si los fusiles estaban cargados, detenían las golpizas, mientras que las panteras le leían los derechos constitucionales a su compatriota. Nadie podía acusarlos de estar cometiendo alguna acción ilegal. Portar armas era legal.
Esta descripción, que tan bien se ajustaría a las características bajo las que los colonos se rebelaron contra el imperio británico, fue en cambio la razón misma de que tan solo un año después el gobierno comenzara a plantearse un proyecto de ley que abordara la restricción en el uso de armas a la ciudadanía. Con el posterior envite de la CIA en la desarticulación de esta organización, los ánimos se calmaron y la iniciativa se detuvo, pero la intención de eliminar el derecho a portar armas por la calle, a exclusivo fin de evitar que los negros usaran ese derecho estuvo a punto de ser una realidad.
Por tanto, vemos que la regulación de las armas tiene varios ángulos de su clara premisa política. Si bien está pensada teóricamente para que el pueblo pueda defenderse, la ley no escrita pero articulada como un secreto a voces es que solo los blancos tienen la prerrogativa de organizarse en instituciones armadas sin sufrir el repentino cambio de sensibilidad libertaria del legislativo.
Así, nos encontramos con una idiosincrasia social, política, económica e ideológica que hunde sus raíces en el mismo mito fundacional de la nación, y, a diferencia de otras cuestiones sociales como el derecho al aborto, el debate de la sanidad pública, tiene un grupo más diluido y menos homogéneo dispuesto a presionar por su regulación. De hecho, el asunto armamentístico en EE UU es tan fuerte que de momento ni siquiera se puede pensar seriamente en que sentir social oscile hacia la derogación. Y no se prevé cambio porque una parte importante de la población, para colmo la más activa y movilizada, que es el de la no regulación, considera que los tiroteos masivos y las muertes de civiles es un precio necesario a pagar por preservar lo que consideran una herramienta antiautoritaria.
No siempre hay una luz al final del túnel y, en este caso, los sucesos de Texas parecen destinados a convertirse en estadística que engrosará los nuevos tiroteos que están por venir. EE UU tiene por delante luchas sociales de victorias posibles (aborto, derechos sociales para minorías) pero al menos de momento, no parece que el horror vaya a desaparecer en un horizonte cercano, ni lejano.
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