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Opinión
Tinder, el amor y el ocaso capitalista
A finales del año pasado se produjo una ruptura importante en mi vida: el fin (formal, efectivo) de una convivencia que había durado diez años, había alumbrado dos hijos y había dejado múltiples mutilaciones afectivas.
Después de algunos meses, empujado en parte por la presión ambiental y en parte por mis acumuladas necesidades de afecto y contacto físico, descargué Tinder en mi móvil y empecé a experimentar sus mecánicas. Al horror inicial que me llevó a desinstalarla en unas horas, siguió una segunda instalación donde pude observarla desde otra perspectiva. Lo que sigue son reflexiones que he podido extraer de esta experiencia.
Tinder y las condiciones materiales
Es conocida la frase marxista que afirma que “la ideología dominante es la ideología de la clase dominante”. Marx la desarrolla en profundidad en La ideología alemana:
“Las ideas dominantes no son otra cosa que la expresión ideal de las relaciones materiales dominantes, las mismas relaciones dominantes concebidas como ideas.”
No solo esto. La ideología, nuestra percepción del mundo, es también un factor histórico, social y económico (cito misma obra):
“… las distintas generaciones de individuos tienen entre sí una conexión; que los que vienen después se hallan condicionados en su existencia física por quienes les han precedido, ya que recogen las fuerzas de producción y las formas de intercambio por ellos acumuladas, determinándose de ese modo en sus propias relaciones mutuas”.
Asumiendo estas tesis como ciertas, considerando las aplicaciones de contactos como un fenómeno histórico, económico y social, ¿cuál es la relación entre estas y la realidad material de la época?.
En Tinder hay dos elementos que entran en clara contradicción. Por una parte, concepciones del amor consolidadas en la época fordista. Un amor funcional al capitalismo industrial basado en la unidad familiar (madre-padre-hijos) como unidad productiva básica, estable, capaz de producir en los centros de trabajo y reproducirse a la vez a sí misma. Claro que coexisten múltiples maneras de relacionarse con la aplicación, pero creo que predomina, al menos en mi franja generacional, la aspiración a reproducir o recuperar modelos tradicionales de familia.
Por la otra parte, esas aspiraciones chocan con la realidad socio-económica de un sistema que agoniza asfixiado por sus propias contradicciones: la sustracción a amplios sectores de la clase trabajadora, por su expulsión del mercado, de las posibilidades de obtener medios de subsistencia. La precariedad creciente, la inseguridad, la cada vez mayor explotación a base de alargar jornadas, conducen en muchos casos a la imposibilidad práctica de realizar ese ideal de unidad productivo-reproductiva capitalista.
Estas condiciones marcadas por la penuria económica, por la ausencia de un espacio y de un tiempo que compartir con la otredad, se expresan en formas de interacción social igualmente precarias e inestables; no pueden, para cada vez mayor cantidad de gente, darse de otra manera.
“Es difícil encontrar pareja en el supermercado” es una frase muy autoexplicativa que viaja de boca en boca, a veces a modo de excusa, entre los usuarios y usuarias de Tinder
Tinder y la subjetividad de la época
En los años 70 se fraguó la doctrina dominante en nuestra época, el “There’s no society” que hiciera famoso Margaret Thatcher, estandarte de la ideología neoliberal. En efecto, en las sucesivas décadas se fue dando una ruptura histórica de vínculos y dinámicas sociales propias de la clase trabajadora, su tendencia a lo comunitario, que fueron sustituidas por un individualismo rampante al servicio de la exclusiva dedicación productiva. Hoy, la mayoría vivimos vidas profundamente desconectadas de la sociedad. “Es difícil encontrar pareja en el supermercado” es una frase muy autoexplicativa que viaja de boca en boca, a veces a modo de excusa, entre los usuarios y usuarias de Tinder.
Hay otras condiciones sobre las que se apoya el éxito de estas plataformas, que vienen en esencia, también, de las anteriormente comentadas condiciones objetivas. Se trata del sustrato ideológico ya existente en los esquemas capitalistas basados en la necesaria aceleración constante de la circulación de capital. Esto es, de la producción y el consumo.
Hasta el siglo pasado, la expansión capitalista se había dado fundamentalmente a través de la expansión geográfica. Lenin lo describe en su obra Imperialismo, fase superior del capitalismo que tiene hoy una enorme vigencia. Las potencias capitalistas, sus clases dominantes nacionales, competían entre sí abriendo nuevos mercados a base de sangre y fuego. Esta forma de conquista de mercados ha ido encontrando progresivamente sus límites, con algunas recuperaciones puntuales como la caída del bloque soviético , que abrió al capital monopolista enormes mercados y ejércitos de reserva a quienes someter a tasas de explotación altísimas. Pero la tendencia en este sentido, en todo caso, es notablemente descendente.
Para compensar estas dificultades en la expansión geográfica, el capitalismo ha ido desarrollando otras formas de extracción de capitales y rentas. Desde la depredación ecológica hasta la parasitación del futuro a través de la deuda. Pero uno de los fenómenos más notables es la subyugación de todos y cualesquiera de los aspectos de la vida al servicio del sistema productivo: la transformación de todo en mercancía.
Tinder es una expresión de estos fenómenos de mercantilización masiva. Se mercantiliza el amor, las expectativas. Se mercantilizan las personas a sí mismas y se entregan a un “marketplace” en el que unas y otras se muestran (venden) y eligen (compran). La compañía oferta superlikes y distintas ventajas competitivas. La tecnología permite así una subasta del amor que termina por convertirnos en objetos descritos en una serie de características: aficiones, rasgos físicos, gustos, experiencias, todo a la carta. Convertidos en objetos, sumergidos en el líquido capitalista, es natural que nos relacionemos desde una perspectiva consumista. Adquirido el producto se busca que cumpla con las expectativas y, si no es así, basta con regresar al mercado, devolver la pieza defectuosa y probar con otra.
La tecnología permite una subasta del amor que termina por convertirnos en objetos descritos en una serie de características: aficiones, rasgos físicos, experiencias
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Tinder y el juego de casino
Es evidente que, para los intereses de Tinder, lo ideal es que nos mantengamos en el mercado el mayor tiempo posible. Si cada persona que acude a Tinder encontrase relaciones duraderas, el negocio sería seguramente poco rentable. Y efectivamente, como sabemos quienes hemos estado allí, vamos y volvemos de forma recurrente, aún a veces con desesperanza y hastío. Pero, ¿cómo consigue Tinder retenernos?.
La respuesta más obvia es la escasez de alternativas y la comodidad de la búsqueda desde el sofá, en pijama, pero hay otras dinámicas más sutiles y perversas. Hay algo de adictivo en el carrusel de hombres y mujeres que transitan por la pantalla a golpe de pulgar.
Es evidente que, para los intereses de Tinder, lo ideal es que nos mantengamos en el mercado el mayor tiempo posible
Podemos concebir Tinder como una gran ruleta donde hacer pequeñas apuestas. Cada vez que damos el like estamos poniendo fichas en un tablero mientras la bola rueda por la pendiente. Al cabo de horas, o días, es posible que obtengamos el match como recompensa. Este mecanismo de apuesta y recompensa es tremendamente estimulante, engancha, origina la segregación en nuestro cuerpo de sustancias con efectos placenteros como en un juego de azar. Tanto es así que es común encontrar personas que simplemente apuestan, sin ningún otro interés real: realizado el match, ni siquiera se molestan en hablar.
Tinder y el género
Hasta ahora todo el artículo se ha detenido en examinar características que, para la mayoría, supongo negativas. En cuanto al género, las aplicaciones de contactos ofrecen algunas ventajas a las mujeres, elementos emancipatorios. Hablaré en concreto de los contactos heterosexuales, los que conozco y donde seguramente se expresan de manera más clara los roles de género.
En Tinder y en el resto de plataformas hay una clara diferenciación, a nivel estadístico, entre los comportamientos de la población masculina y femenina. Hay múltiples artículos en inglés que han tratado sobre ellos, pero también en castellano. En esencia, el hombre suele tener un comportamiento promiscuo, casi indiscriminado, una altísima probabilidad de dar “like” cada vez que se le presenta un perfil nuevo. La mujer tiene, por lo general, una conducta más selecta y comedida. No solo goza de la ventaja demográfica (menos mujeres que hombres), sino que además selecciona mucho más pormenorizadamente entre la multitud que se le oferta.
De manera que, por lo general, puede afirmarse que la decisión de ella es mucho más relevante. Y, además, el espacio virtual proporciona un entorno seguro para tomarla. La ausencia de contacto físico, la imposibilidad por parte de los hombres de utilizar la intimidación o la fuerza, funciona como un perímetro de seguridad inicial para las mujeres y facilita un mejor escrutinio antes del contacto en el espacio físico. Esto no es ninguna garantía pero ofrece, sin duda, beneficios para las mujeres de los que pueden extraerse conclusiones favorables a estas tecnologías capitalistas.
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Conclusiones
Estos son, a grandes rasgos, los aprendizajes que he podido obtener en el uso de Tinder, en mi tránsito voluntario y metamorfosis en mercancía sexo-afectiva. No he pretendido hacer un juicio moral sino una mera caracterización de la aplicación, una explicación de por qué existe y su relación con el sistema capitalista.
Tinder es una realidad que se explica por el sistema productivo y no puede juzgarse desde la moral. Hemos visto que tiene, además, algunas características que, con todos sus componentes deshumanizantes, lo hacen deseable para las mujeres en un mundo machista, hostil y amenazante.
Y no debemos olvidar que bajo esa mercancía que se compra y se vende, que se aliena de sí misma, agazapada, habita también el alma humana y, por lo tanto, la posibilidad real del amor.