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Opinión
Contra la tolerancia
—Es que no tengo demasiada energía, y menos para conocer gente nueva. No sé si iré.
—¡Claro que sí, venga! ¡Si mis amigas son muy tolerantes!
Son muy tolerantes. Esta frase me la dijo un amigo hace un tiempo con la mejor intención, pero solo consiguió reafirmarme en no ir al plan que me proponía. ¿Por qué? ¿Qué hay de malo en la tolerancia? ¿No es acaso lo que nos hace una mejor sociedad?
Voy a responder a esto contando cómo me sentí cuando mi amigo me dijo que sus amigas eran muy tolerantes. Él se olía que parte del cansancio que me supone conocer gente nueva fuera de espacios que ya siento seguros viene de mi condición de mujer trans y de que nunca sé cómo van a reaccionar las personas nuevas.
Lo primero, cómo que tolerante. ¿Qué se supone que tienes que tolerar? Yo no digo que tolero el amanecer. El sol sale. Punto. Sale te guste o no. Lo mismo nos pasa a las personas LGBTIQ+: existimos. Y punto. Sin debates, y sin que tú te puedas colgar una medalla por “tolerarnos”.
Este paternalismo me puede fastidiar más o menos, pero el principal problema que encuentro con la tolerancia es que se trata de una actitud pasiva y tiene un límite
Connotaciones paternalistas
La idea de la tolerancia tiene connotaciones paternalistas. La tolerancia se da por una persona superior a otra inferior, a quien se le hace el favor de tolerársele. No es una relación entre iguales. Además, como quien tenía el privilegio se ha “rebajado”, se ha puesto al nivel de la oprimida, tiene cierta superioridad moral.
Un ejemplo fácil: “Yo ayudo en casa”, puede decir un hombre. Y la pregunta es ¿cómo que ayudas en casa? Haces tu parte de las tareas, y ya. Pero no, al decir que ayudas, te estás llevando aplausos por hacer algo que crees que no estás obligado a hacer. Qué buen marido es, que ayuda a su esposa.
Este paternalismo me puede fastidiar más o menos, pero el principal problema que encuentro con la tolerancia es que se trata de una actitud pasiva y tiene un límite. Veamos esto con un ejemplo: “Yo tolero a los gays, pero que vayan con su desfile a la Casa de Campo”.
Aquí, hay una persona que tolera la existencia de quienes se sienten atraídas por su mismo espectro de género siempre y cuando no muestren su orientación en público. Está marcando una línea entre lo que soporta —la existencia de personas homosexuales siempre y cuando pueda ignorar ese hecho— y lo que no —la ruptura de la cisheteronorma en la vida pública, exponerse a esa diversidad—. Y esa línea no la va a cruzar, porque ya está siendo “suficientemente tolerante”.
Esa línea no se replantea de forma activa y, lo que es peor, no suele admitir críticas: “¿Cómo que he dicho algo misógino? Si soy súperaliado feminista”, dicen algunos hombres. Y, claro, como son aliados, como son tolerantes, no les puedes decir nada ya. Parece que llegan hasta ese punto, y ya no se les puede pedir más. Casi parece que hay que dar las gracias a algunas personas porque no te apedreen.
Esto me repatea en lo personal, por ejemplo, porque unas personas pueden asumir que, como soy trans, estoy “en el cuerpo equivocado”. Y claro, mi cuerpo no tiene nada malo. Es la sociedad la que impuso un género a un amasijo de carne, huesos y músculos que desde luego no venía con esta definición de fábrica.
Con esta narrativa, lo que consigo es pena y paternalismo, en el mejor de los casos; en el peor, se me patologiza
Con esta narrativa, lo que consigo es pena y paternalismo, en el mejor de los casos. En el peor, se me patologiza. Y no puedo corregir a esas personas, porque ya son “tolerantes”, y no puedo pedirles que cojan los límites de su tolerancia y los muevan más adelante.
Me arriesgo, incluso, a conseguir el resultado contrario si intento que abandonen esas posturas paternalistas. Si el problema deja de ser mío —estar “en el cuerpo equivocado”— a ser de todas —los estándares sociales y la cisnorma—, se pueden sentir atacados y aumentar su hostilidad.
Frente a la pasividad de la tolerancia, la solución pasa por la deconstrucción, de que cuando te digan “me estás pisando”, seas capaz de ver que así es y de levantar el pie
Frente a la pasividad de la tolerancia, la solución pasa por la deconstrucción. La deconstrucción no es un estado, sino un camino, una posición activa ante nuestras creencias. Partimos de que, por haber sido criadas de una forma y en una sociedad determinada, somos machistas, racistas, lgbtifobas, capacitistas, etc. Yo misma soy la primera en admitir todas estas taras, y en especial una transmisoginia interiorizada que no me hace ningún bien.
Y no se trata de flagelarse por no ser perfectas. Nuestro punto de partida es el que es. Ahora que sabemos que tenemos estos frentes que mejorar, podemos cuestionar nuestros prejuicios, aprender, deconstruir nuestras actitudes anteriores.
Y la deconstrucción no es un proceso solitario, rodeada de libros y de teorías. También es aceptar las críticas, que cuando te dicen ,“oye, que lo que acabas de decir es un poco racista”, es para mejorar.
Porque esto es como si le pisaras el pie a alguien. De hecho, has nacido con tu pie encima del suyo. Y no pasa nada por eso; no tienes la culpa de haber nacido con ese privilegio. Pero sí tienes el deber de abordarlo. De que cuando te digan “me estás pisando”, seas capaz de ver que así es y de levantar el pie.