Medios de comunicación
Pintar sin alma

Arimaren Margolariak es el título de un concurso que ETB emitió en el último trimestre de 2019. En él se reproducen una serie de clichés que reducen la práctica artística a la caricatura, en un panorama de precariedad y escasez de oportunidades.

EITB Televisión
Etb1 y Etb.eus estrenaron en octubre el talent show 'Arimaren Margolariak' Ione Arzoz

@ikerfidalgo

25 ene 2020 05:00

El pasado octubre, Etb1 y Etb.eus estrenaron Arimaren Margolariak (Pintores del alma) un talent show cuyo objetivo es la búsqueda del “mejor pintor amateur de Euskal Herria”. Bajo esta premisa se reúne a un grupo de ocho participantes con edades comprendidas entre los 22 y los 76 años que, semana tras semana, deben ir superando las pruebas que les son encomendadas El equipo de presentadores del programa es a la vez juez de cada reto y orientador del elenco participante, y está conformado por tres artistas con cierto bagaje en el mundo del arte. Los capítulos están organizados temáticamente y abarcan un amplio espectro que comprende desde el deporte tradicional vasco al Guernica de Picasso, pasando por las cuevas de Zugarramurdi, la Revolución Industrial o el vino de Rioja Alavesa. Esta condición hace que cada semana las localizaciones actúen como marco para el desarrollo del concurso, influyendo en la composición de las obras finales.

La sesión semanal se divide entre una primera prueba de inmunidad en la que un jurado popular conformado por agentes del entorno en el que discurre el programa valora las piezas producidas para elegir quién se libra de la posibilidad de la eliminación. En la segunda fase, una prueba definitiva valorada por el trío encargado de la presentación, se decide quién es eliminado del equipo de Arimaren Margolariak. En el momento de publicación de este artículo, la gran final del programa ya habrá sucedido, dando por finalizada la primera temporada de esta fórmula televisiva que tanto se ha repetido recientemente con profesiones como la cocina y la restauración.

Los precedentes

No es la primera vez que la televisión realiza programas en torno a la creación artística. El artículo “Ondo kopiatzearen artea” que Haizea Barcenilla firmaba en Berria el pasado octubre proponía una interesante reflexión en torno a los modelos de programas que abordan el arte contemporáneo, dando una serie de pistas en cuanto a precedentes que han podido servir de inspiración para el caso que nos ocupa. Sin ir más lejos, hace algunos años, concretamente en 2009, el empresario Charles Saatchi, dueño de la Saatchi Gallery, que trabajó con figuras como Damien Hirst o Tracey Emin, protagonizó un concurso para la BBC cuyo premio era realizar una exposición en el Museo del Hermitage en San Petersburgo (Rusia), proponiendo una carrera hacia el éxito asegurado de la mano de uno de los galeristas más prestigiosos del mundo.

Salvando las distancias de ambos ejemplos, nos encontramos ante una sintomatología similar. Un camino en el que la profesionalidad es intermitente, pues en contadas ocasiones permite conjugar dignas y estables condiciones laborales, y un programa de televisión que, a través de diferentes pruebas, permite mejorar y ganar a un grupo de adversarios hasta convertirse en el mejor perfil de todos.

Subyace en todo esto una lógica tremendamente cruel en la que la cadena en cuestión ofrece a una serie de personas la oportunidad de formarse a golpe de pruebas y eliminaciones en diversos estilos, técnicas y formatos. A cambio, las personas concursantes, quienes a priori no reciben remuneración por la participación en el programa, dotan de contenido a un canal público que espectaculariza de esta manera una profesión (artista) en un contexto (el cultural) que siempre parece estar sostenido sobre un firme a punto de resquebrajarse.

Un planteamiento inserto en estructuras tan arraigadas al lenguaje del sistema capitalista que abandona cualquier posibilidad de que el arte en particular, y la cultura en general, sirvan para encontrar otras maneras de habitar el mundo.

Cuestiones como el talento innato o la inspiración sobrevuelan cada sesión, alimentando el mito del artista-genio que aún hoy salpica gran parte de los tópicos en torno al arte. A modo de aglutinante, la competición como forma de superación y camino de éxito. Un planteamiento inserto en estructuras tan arraigadas al lenguaje del sistema capitalista que abandona cualquier posibilidad de que el arte en particular, y la cultura en general, sirvan para encontrar otras maneras de habitar el mundo.

Mientras esto sucede, conviene tener en cuenta cuáles son los caminos reales por los que las y los artistas emergentes transitan en su batalla por encontrar en su vocación su modo de vida.

Incierto camino

Partimos de una formación artística que pasa por el camino de una universidad marcada por los últimos cambios del sistema educativo que, entre programas de máster y doctorado, engrasa una maquinaria que no hace sino crear más perfiles académicos de los que el propio sistema puede asumir. El siguiente paso para cualquier artista joven es, en el mejor de los casos, entrar en el circuito de becas de investigación —que proporcionen al menos cuatro años remunerados de dedicación universitaria— o, en el peor, construir un proyecto de investigación en base a una beca que nunca llega para finalmente abandonar cualquier posibilidad de comenzar a impartir ciertas materias en la universidad que tampoco habrían asegurado un salario suficiente.

En el actual sistema del arte, el mercado es una burbuja prácticamente inalcanzable y plagada de terrenos embarrados que no garantizan una presencia continuada ni, mucho menos, ningún tipo de planteamiento a largo plazo. Existe el camino basado en la búsqueda de espacios profesionales que se constituyen a través de las becas de producción que instituciones y fundaciones programan anualmente, marcando en rojo una fecha para el calendario de una comunidad que deposita sus esperanzas en que la siguiente edición será la que al fin premiará su dedicación. Existe, también, la alternativa de ser representado por una galería, pero tampoco esta opción garantizará el éxito ni la consecución de un sustento estable, y los concursos de adquisición de obra solo posibilitan, en el mejor de los casos, el pago de unos meses de alquiler. Capítulo aparte merecerían aquellos perfiles que optan por la docencia en formato de talleres, la creación de proyectos educativos o, incluso, la mediación artística. Recientemente, hemos sido testigos de conflictos en las instituciones locales y autonómicas que han dejado claras las trabas y los límites a los que se enfrenta el desempeño profesional. Por último, el pasado julio Glòria Guso publicaba un artículo titulado “En el Exit reside el éxito”, en el que se refería a la necesidad imperante de una búsqueda de otros escenarios profesionales en el extranjero, propiciado por las becas y por la fortaleza de los circuitos, así como por los regímenes fiscales que garantizan una serie de mínimos para que pueda darse la búsqueda de nuevas oportunidades.

La profesionalidad en el arte es prácticamente inexistente. Se compone, en todo caso, de periodos intermitentes en los que cada nueva oportunidad se convierte en una suerte de casilla de salida desde la que volver a empezar.

A modo de conclusión, podríamos asegurar que la profesionalidad en el arte es —salvo contadas excepciones— prácticamente inexistente y que, en todo caso, se compone de periodos intermitentes en los que cada nueva oportunidad se convierte en una suerte de casilla de salida desde la que volver a empezar.

El entusiasmo

En 2017, la escritora e investigadora Remedios Zafra escribió El entusiasmo. Precariedad y trabajo creativo en la era digital, ensayo que se hizo con el premio Anagrama y que se ha convertido en una de las publicaciones más exitosas dentro del contexto del arte contemporáneo. La obra ha sido referenciada y citada en numerosas conferencias, intervenciones y artículos, y, visto el panorama actual, parece que lo seguirá siendo por mucho tiempo. Si bien no es objetivo de estas líneas aportar otro análisis de ese texto, sí conviene detenerse en el concepto que da título al libro, clave para entender gran parte de la problemática a la que nos enfrentamos. La dedicación profesional al arte está siempre envuelta en un halo de voluntarismo que parece asumir que cualquier ganancia en contraprestación por una actividad fuertemente anclada en una motivación vocacional es siempre suficiente o incluso excesiva o innecesaria. El entusiasmo que provoca poder crear algo que sea expuesto, proyectado o leído hace las veces de un combustible que, a la larga, acabará por quemar el motor que hizo que todo se pusiera en marcha. A su vez, gran parte del sistema del arte, en su sentido más amplio, se sostiene con puestos precarios que jamás llegarán a ver cumplidas las expectativas que los alimentan. El desarrollo de la autora va mucho más allá, pero aun y todo, parece evidente que su planteamiento ha sido compartido por gran parte de la comunidad artística, que se ha sentido interpelada y, lo que es más significativo, fuertemente identificada.

El surgimiento de plataformas como Prekari-art, un grupo de investigación compuesto por miembros de la Universidad del País Vasco, la Universidad de Deusto, la Universidad de Salamanca y la UNED, junto con artistas independientes, es una señal de que esta situación se ha convertido en un mal endémico que pone en cuestión, incluso, estructuras como la universitaria, en el sentido de seguir propiciando una formación profesional cada vez más abocada al fracaso. Hitos como un primer congreso en torno a “cultura y precariedad”, celebrado el pasado 2018 en la sala Bizkaika Aretoa, son algunos de los resultados significativos que ha producido, así como un seminario titulado ¿Es el arte un trabajo? que tuvo lugar en la facultad de Bellas Artes del campus de Leioa, antes del verano de este 2019.

Por otro lado, nuestro contexto inmediato está compuesto de una nutrida red de proyectos que han conseguido hacer de su apuesta específica un modo de vida. Se trata de productoras culturales, asambleas de artistas, o espacios expositivos que han mantenido un sello propio, y que han sobrevivido a lo largo del tiempo gracias a programas de ayudas públicas que han financiado la mayor parte de dicho tejido. Sin embargo, este sistema tiene caras ocultas. Deja al descubierto una serie de campos a los que la administración pública no es capaz de llegar, y cuyas carencias complementa apoyando solo determinadas líneas. Por contra, además, crean una dependencia que adquiere forma de control social, dada la permanente vulnerabilidad de estos proyectos ante la posibilidad de que su programa deje de ser apoyado institucionalmente y no quede más opción que cerrar la persiana de una iniciativa cultural que era, a su vez, sustento vital de quienes la sacaban adelante. La cada vez mayor desconfianza en este tipo de fórmulas está haciendo que distintos agentes de nuestro territorio estén emprendiendo otras vías, buscando en otros lugares y volviendo a reinventarse una vez más y a empezar de cero.

Búsqueda de la solución

Si bien no es intención de este artículo lanzar una queja airada sobre una situación plagada de agujeros negros que la absorben para no dejarla sobrevivir, sí que es conveniente entender al menos, de un modo general, una serie de circunstancias que se suceden de manera continua en el desarrollo profesional del arte. Llegando a este punto una pregunta cae por su propio peso: ¿Qué hacen al respecto las y los artistas y/o agentes culturales? Hay unos cuantos ejemplos de dinámicas colectivas que han surgido en defensa de los derechos laborales del gremio. Desde asociaciones de artistas visuales o de críticos de arte, a mesas sectoriales de la cultura, pasando por asambleas y grupos puntuales que surgen de manera espontánea alrededor de una causa concreta. Todos y cada uno de ellos deben ser tenidos en cuenta para valorar a ciencia cierta el músculo del sector.

Sin embargo, en el reciente artículo “Saltando del amateurismo a la profesionalización y de vuelta al Sindios”, Pablo España aseguraba que, a pesar de tantos esfuerzos, la dicotomía amateur-profesional nunca ha sido resuelta y que la situación actual es, si cabe, peor que la de hace diez años. Sin lugar a dudas, la crisis económica y las gestiones posteriores tienen mucho que ver con su hipótesis, así como los modelos de gestión que repiten los esquemas más precarios para el funcionamiento de los programas (y, a todo lo anterior, debemos añadir una brecha de género que sigue sin cerrarse). Según el autor, a pesar de la indudable vigencia de este tipo de asociacionismo, el trabajo del arte sigue atado a un individualismo ensimismado que debilita cualquier posición de fuerza, transigiendo con condiciones inaceptables, y anteponiendo intereses personales a decisiones colectivas, cosa humanamente comprensible teniendo en cuenta la escasez de oportunidades. A estas alturas, el éxito en el arte es ya una palabra convertida en cenizas. Un concepto que, por muy perseguido que sea —e incluso alcanzado—, no podrá ser conservado y mucho menos estirado durante una carrera que bastante tiene con pelear para abandonar su estatus de amateur.

El poder de la televisión

La pantalla sigue siendo una herramienta tremendamente potente para influir en la opinión pública. Por mucho que cambien las maneras de verla o de interactuar con sus contenidos, un estrato de la población sigue realizando el ritual de acabar las últimas horas de su jornada delante del televisor, consumiendo un contenido que, disfrazado de entretenimiento, es capaz de abrir las compuertas de nuestra percepción e influir en nuestra manera de ver las cosas. Es por eso que Arimaren Margolariak, en cuanto que programa dependiente de una televisión pública es, como mínimo, una irresponsabilidad para con el colectivo cultural y artístico. Si el mundo del arte arrastra tras de sí una invisible pero pesada carga que lo acusa de encriptado o elitista, un acercamiento al mismo con los códigos que plantea el programa no hace sino consolidar los tópicos (por la vía de reiterarlos).

Por último y quizás mucho más importante, ese modelo reproduce una lógica de funcionamiento que se basa en una competición individualista, regida a golpe de juicio rápido que fulmina cualquier tipo de disidencia y que siembra como válidos e inapelables una serie de criterios que se basan, la mayoría de las veces, en cuestiones meramente formales, técnicas o compositivas y de carácter subjetivo. Con esto, el arte aparece desprovisto de sentido, de trasfondo o de relevancia y, parafraseando el título del programa, de “verdadera” alma. Porque hace tiempo que el papel del arte contemporáneo superó la mera contemplación estética y entró en otras capas de lectura que aúnan múltiples maneras de sentir y de ser interpelado. Por eso, esta reducción superficial que propone EITB lo convierte en un simulacro hecho de una capa de piel muerta que no llega a posarse sobre ninguna estructura.

En el fondo, a estas alturas parece ingenuo e inútil dedicar más de dos líneas a deconstruir un programa de televisión que sobre todo persigue fórmulas para ganar audiencia y, en consecuencia, anunciantes. Sin embargo, quizá sea necesario asistir a una caricaturización como esta. Por un lado, para despertar nuestro papel como audiencia crítica capaz de exigir una programación de calidad. Por otro, para que quienes formamos parte de una u otra capa del contexto del arte, entendamos que nadie ajeno a nosotros y nosotras va a venir a solucionarnos nada. Tan solo nos queda el trabajo colectivo, la solidaridad y reivindicar lo que es nuestro. 

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