Opinión
Capitalismo científico: Premio Nobel y ‘startups’

Los departamentos de ciencias exhortan incansablemente a sus profesorados a que se familiaricen con el arcano negocio de la obtención de fondos y a que dediquen sus esfuerzos en áreas de investigación potencialmente atractivas para el capital riesgo.
21 oct 2022 06:00

De los seis científicos galardonados con el Premio Nobel este año, tres en el campo de la Física y otros tres en el de la Química, cuatro ya habían fundado sus propias empresas cuando fueron galardonados. Aquí, en todo su esplendor, observamos la figura contemporánea del “científico/a-empresario/a” o “investigador/a-empresari/a”, donde el sustantivo recae en el “empresario/a” y “científico/a” tiene una función adjetival meramente descriptiva.

Esta figura, que no es nueva en sí misma, pero sí reciente en su codificación, está siendo promovida desde hace tiempo por las universidades de todo el mundo. Constituye la síntesis de los dos paradigmas de nuestro tiempo: el neoliberalismo, en el que los seres humanos se definen como empresarios, en ultima instancia de sí mismos si no es posible o no pueden serlo de otro modo; y el neofeudalismo de una aristocracia cognitiva en virtud del cual la supuesta superioridad de conocimientos o de las competencias otorga el derecho a unos pocos elegidos a gobernar sobre las masas ignorantes e incompetentes. Hoy en día, los departamentos de ciencias exhortan incansablemente a sus profesorados a que se familiaricen con el arcano negocio de la obtención de fondos y a que dediquen sus esfuerzos en áreas de investigación potencialmente atractivas para el capital riesgo. Más que un científico/a-empresario/a, el investigador/a se está convirtiendo hoy en un empresario/a científico/a, del mismo modo que uno podría ser un empresario inmobiliario o un empresario textil.

Ahora parece, sin embargo, que este ideal goza de la predilección de los jurados de la Academia Sueca. El Premio Nobel de Física de este año ha recompensado la investigación de una oscura y esotérica propiedad cuántica que desconcertó incluso a Einstein (que la llamó célebremente “acción espeluznante a distancia”). Oscura, sí, pero con aplicaciones potencialmente revolucionarias en el campo de la informática cuántica y, por lo tanto, muy atractiva para los inversores. No es de extrañar, pues, que dos de los tres galardonados sean empresarios: John Clauser (1942), fundador de J. F. Clauser & Associates, y Alain Aspect (1947), cofundador en 2019 de PASQAL. Mientras tanto, los tres galardonados con el Premio Nobel de Química fueron reconocidos por su “desarrollo de un nuevo método para ensamblar nuevas moléculas”. La técnica, denominada “química del clic”, hace que la unión de moléculas sea simple y eficiente. También en este caso, dos de ellos eran empresarios. Morten Meldal (1954) cofundó Betamab Therapeutics en 2019, siendo quizá seguramente el caso más emblemático el de Carolyn Bertozzi (1966), quien, tras haber formado parte durante algún tiempo de los comités científicos de gigantes farmacéuticos como GlaxoSmithKline y Eli Lilly, fundó un sinfín de startups que, a título indicativo, merece la pena enumerar en su totalidad: Thios Pharmaceuticals (2001); Redwood Bioscience (2008), que posteriormente fue comprada por Catalent Pharma Solutions (2014) aunque Bertozzi sigue formando parte de su comité científico; Enable Biosciences (2014); Palleon Pharma (2015); InterVenn Biosciences (2017) y finalmente OilLux Biosciences y Lycia Therapeutics (2019).

En los últimos cuarenta años, la biología es el campo científico que más ha abrazado el espíritu empresarial, precisamente porque está directamente relacionada con la ingeniería genética

No resulta casual que Bertozzi sea la más emprendedora de los premiados este año: su aportación ha sido precisamente haber encontrado la forma de aplicar la “química del clic” a las moléculas biológicas. En los últimos cuarenta años, la biología es el campo científico que más ha abrazado el espíritu empresarial, precisamente porque está directamente relacionada con la ingeniería genética (nótese el término industrial-tecnológico “ingeniería”). En su libro Editing Humanity (2020), el editor y fundador de la revista Nature Genetics Kevin Davies describe el descubrimiento, la patente y la posterior explotación de una nueva técnica para cortar y coser –editar, esencialmente­– el ADN de los organismos vivos. La técnica se conoce como edición de genes CRISPR, acrónimo poco manejable de Clustered Regularlly Interspaced Short Palindromic Repeats. Sus pioneros, el microbiólogo Emanuelle Charpentier y la bioquímica Jennifer Doudna, desarrollaron la técnica en 2012 (y recibieron el Premio Nobel de Química por ello en 2020). Poco después, otros científicos mejoraron el procedimiento, lo que desató una vasta y feroz batalla legal por las patentes que aún perdura una década después.

En 2013 Charpentier fundó su primera empresa de biotecnología y en 2014 la segunda, ERS Genomics. Doudna fue aún más emprendedora: antes incluso de hacer pública la nueva técnica fundó Caribou Biosciences (2011); después abandonó el barco para fundar Editas Medicine (2013), la primera empresa de CRISPR que cotiza en bolsa y que está financiada, entre otros, por Bill Gates. Se marchó cuando los rivales consiguieron apropiarse de una parte sustancial de la patente, fundando en respuesta Intellia Technologies (2014) y luego Mammoth Biosciences (2017). En su libro, Kevin Davies esboza no menos de cuarenta startups relacionadas de una u otra manera con el procedimiento CRISPR.

Evidentemente, el Premio Nobel actúa como un sello de calidad para el capital riesgo, que luego anima al galardonado/a a comercializar su innovación. Por ejemplo, Eric Betzig ganó el Premio Nobel de Química en 2014 por su trabajo pionero en el microscopio de superresolución y recientemente cofundó Eikon Therapeutics (2021), que pretende aplicar los resultados de su investigación. Pero como hemos visto en el caso de Doudna y el resto de los ganadores de este año, no todos los investigadores esperan el Nobel para lanzar su propia empresa. Por ejemplo, el físico alemán Theodor Hänsch, que recibió el Premio Nobel en 2005 por su trabajo sobre la técnica del peine de frecuencias ópticas en espectroscopia, había cofundado tres años antes la empresa Menlo Systems, que utilizaba este método para fabricar productos destinados al mercado. Es decir, si se estima la rentabilidad futura de un descubrimiento, es simplemente una cuestión de previsión financiera lanzar la propia empresa mientras se espera el sello de aprobación del Nobel.

Un investigador/a puntero/a en un campo determinado, que se lanza a la fundación de empresas comerciales y opta eventualmente porque estas coticen en bolsa, desencadena efectos en cascada, que animan a sus discípulos, ayudantes y estudiantes a hacer lo mismo. Se genera así un ciclo que favorece a los estudiosos/as que saben cómo atraer financiación y que, por lo tanto, incluso antes de convertirse en empresarios de pleno derecho ya son eficaces gestores empresariales, fomentando aquellos protegidos y proyectos que tienden a la comercialización. Ya en 2006, un estudio de la Sociedad Max Planck de Jena constató que uno de cada cuatro científicos que patenta sus resultados también crea su propia empresa. El carácter neoliberal de esta dinámica no es casual: la explosión de las empresas de biotecnología (que, junto con las de informática, constituyen la inmensa mayoría de las startups “científicas”) coincidió con el triunfo del reaganismo.

En su clásico estudio sobre la invención de la PCR (reacción en cadena de la polimerasa, un procedimiento utilizado para copiar rápidamente extractos de ADN) el antropólogo Paul Rabinow escribió que el año en que Reagan llegó al poder el Tribunal Supremo de Estados Unidos dictaminó por cinco votos a cuatro que las nuevas formas de vida caían bajo la jurisdicción de la ley federal de patentes. Hasta la década de 1980, las patentes se habían concedido generalmente solo en los ámbitos aplicados [...] la Oficina de Patentes y Marcas había tendido a restringir las patentes a las invenciones operativas, no a las ideas [...]. Por último, se sostenía generalmente que los organismos vivos y las células eran “productos de la naturaleza” y, en consecuencia, no eran patentables. El requisito de que la protección de las patentes se extendiera a la invención de “nuevas formas” no parecía aplicarse a los organismos (salvo las plantas).

Ese mismo año, el Congreso aprobó la Patent and Trademark Amendment Act “a fin de impulsar los esfuerzos en el desarrollo de una política uniforme que fomente la relación de cooperación entre las universidades y las empresas y, en última instancia, saque las invenciones patrocinadas por el gobierno al mercado”. ¿El resultado? Entre 1980 y 1984, durante el primer mandato de Reagan, “las solicitudes de patentes de las universidades en ámbitos relevantes de la biología humana aumentaron el 300 por 100”. La patentabilidad de la modificación genética fue objeto de clarificación hace nueve años: el 13 de junio de 2013, en el caso Association for Molecular Pathology v. Myriad Genetics, Inc., el Tribunal Supremo de Estados Unidos dictaminó que los genes humanos no pueden patentarse en nuestro país, porque el ADN es un “producto de la naturaleza”. El Tribunal decidió que, dado que no se crea nada nuevo al descubrir un gen, no hay propiedad intelectual que proteger por lo que no pueden concederse patentes. Antes de dictarse esta sentencia, más de cuatro mil trescientos genes humanos estaban patentados. La decisión del Tribunal Supremo invalidó esas patentes de genes, haciendo que estos fueran accesibles para la investigación y las pruebas genéticas comerciales. La sentencia del Tribunal Supremo sí permite que el ADN manipulado en un laboratorio pueda ser patentado, porque las secuencias de ADN alteradas por el ser humano no se encuentran en la naturaleza. El Tribunal mencionó específicamente la posibilidad de patentar un tipo de ADN conocido como ADN complementario (ADNc). Este ADN sintético se produce a partir de la molécula que ofrece las instrucciones para fabricar proteínas (llamada ARN mensajero).

Ahora no es el momento de debatir más ampliamente sobre la propiedad intelectual (¿qué sucedería si los teoremas matemáticos fueran patentables? Para empezar, los matemáticos se verían empujados a ocultar las pruebas de un determinado teorema... pero la navaja de Occam nos prohíbe avanzar en esta dirección). Tampoco es el momento de debatir sobre el concepto de naturaleza, que ha sido deformado por estas sentencias judiciales y la práctica técnico-industrial que han engendrado. Centrémonos, en cambio, en la relación existente entre ciencia y beneficio, que hemos ido delineando hasta ahora.

Podemos suponer que en el pasado los científicos eran totalmente desinteresados, antes de ser transformados en acumuladores venales por la revolución neoliberal. No es así. Es cierto que muchos investigadores/as han estado motivados por el simple amor a la ciencia (pienso, por ejemplo, en el físico Paul Dirac o en el matemático Niels Henrik Abel), y que actuar “en un campo científico es colocarse en condiciones en las que se tiene interés en el desinterés, en particular porque la falta de interés es recompensada” (Bourdieu). Pero hubo científicos en el pasado que sacaron mucho provecho de la “ciencia pura”. Sin llegar a casos extremos como el del químico Justus von Liebig (1803-1873), inmortalizado por inventar la pastilla de caldo, o el del físico William Thompson (conocido como Lord Kelvin, 1824-1907), que amasó una gran fortuna gracias a sus descubrimientos (fue también vicepresidente de la recién fundada Eastman Kodak), el biólogo francés Louis Pasteur ofrece un buen ejemplo de ello.

Pasteur siempre estuvo atento a la dimensión agrícola e industrial de sus investigaciones. Fue el primero en patentar (entre otras cosas) la pasteurización de la leche, luego del vino y la cerveza, y acumulaba una fortuna de un millón de francos de la época en el momento de su muerte

Pasteur siempre estuvo atento a la dimensión agrícola e industrial de sus investigaciones. Fue el primero en patentar (entre otras cosas) la pasteurización de la leche, luego del vino y la cerveza, y acumulaba una fortuna de un millón de francos de la época en el momento de su muerte. Sin embargo, a pesar de ello, Pasteur fue celebrado como el más puro de los científicos, el científico desinteresado por excelencia. ¿Qué explica este hecho? Hay que tener en cuenta que la noción de ciencia pura se impone realmente en la segunda mitad del siglo XIX. Es invocada por juristas, agrónomos, filósofos del arte, naturalistas, químicos (el químico Berthelot, hablando de los colores extraídos del carbón, comentó que “su descubrimiento es el triunfo de la ciencia pura”). Como escribe el historiador de la ciencia Guillaume Carnino, si la ciencia pura muestra ser tan transdisciplinar, es porque no es otra cosa que la expresión retórica de una aspiración que pertenece al mundo académico considerado en su conjunto: la autonomía de la investigación. Pero para la mayoría de los científicos, la pureza que atribuyen a la ciencia no contradice su involucramiento más que real en el mercado. Lejos de estar desprovista de toda intención lucrativa o moral, la ciencia pura de los años 1860-1880 permitía la posibilidad de su aplicación en la industria [...] no se trata de contraponer la ciencia desinteresada a la ciencia aplicada, sino de demostrar que las dos proceden de la misma lógica y que hay que dejar el campo abierto a los proyectos de investigación más incongruentes, más académicos y aparentemente menos “aplicables”, para cosechar los beneficios económicos que puedan aportar. Cuanto más pura sea la ciencia, más rentable será su resultado. El argumento es asombroso, porque justifica la autonomía de la academia en nombre del beneficio y de la ganancia material y, sin embargo, es eficaz y aparece regularmente en los escritos de los académicos/as [...]. Ahora bien, dado que la condición de existencia de la ciencia pura no es otra que la investigación desinteresada —la remuneración de los científicos/as, es decir, de quienes se dedican enteramente a la investigación que les apasiona— de repente conviene preservar y fomentar, a cualquier precio, esa sustancia venerada que parece constituir el espíritu mismo de la universidad. Dicho de otro modo, la pureza de la ciencia garantiza el interés que los industriales, los gobiernos y las naciones encontrarán en ella.

El problema de la revolución neoliberal no es, pues, que los científicos se hayan vuelto venales cuando antes eran angelicales. Es que, mientras antes el dinero era un efecto colateral de la investigación científica, ahora es su objetivo principal

El problema de la revolución neoliberal no es, pues, que los científicos se hayan vuelto venales cuando antes eran angelicales. Es que, mientras antes el dinero era un efecto colateral de la investigación científica, ahora es su objetivo principal (gramaticalmente hablando, científico/a solía ser el sustantivo, empresario/a el adjetivo; ahora es lo contrario). Y, normalmente, en el momento en que los científicos/as empiezan a lucrarse, dejan de hacer ciencia.

El ejemplo más extremo es el del mundialmente famoso matemático Jim Simons: sus investigaciones sobre las variedades topológicas de Riemann han encontrado aplicación en la física cuántica, lo que le ha hecho acreedor de numerosos premios. En 1982 Simons utilizó sus investigaciones matemáticas para desarrollar un algoritmo de inversión, que explotaba las ineficiencias de los mercados financieros, y fundó un fondo de cobertura llamado Renaissance Technologies (su fondo estrella se llama Medallion, en sardónica referencia a los diversos premios recibidos en el campo de las matemáticas). Simons ha sido calificado como “el mayor inversor del mundo” y “el gestor de fondos más exitoso de todos los tiempos”. Su fortuna personal se estima en unos 25 millardos de dólares. Cuando se retiró en 2010, su lugar lo ocupó Robert Mercer, exvicepresidente de Renaissance Technologies, partidario empedernido de la extrema derecha, fundador de Cambridge Analytica (famosa por su papel en la campaña del Brexit y la elección de Trump) y uno de los principales financiadores de Breitbart News, la agencia cofundada y dirigida entre 2012 y 2018 por el consejero estratégico de Donald Trump Steve Bannon. En 2017, Mercer dimitió de su puesto en Renaissance Technologies y cedió a su hija Rebekah el paquete accionarial detentado en Breitbart News. Simons sigue siendo ampliamente respetado como un gran filántropo, a pesar de algunos problemas tributarios recientes con el fisco estadounidense: Simons, Mercer y otros asociados de Renaissance Technologies han pactado el pago de 7 millardos de dólares en concepto de pagos fiscales no satisfechos correctamente. Si Marx acuñó el término “socialismo científico”, Simons puede presumir de haber implantado el capitalismo científico.

Sidecar

Véase Michael Sprinker, «The Royal Road: Marxism and the Philosophy of Science», NLR I/191.

Artículo publicado originalmente por Sidecar, el blog de la New Left Review: «Scientific Capitalism», y publicado con permiso expreso por El Salto.

 


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Fascinante artículo científico-empresarial. Gracias.

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