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A todo aquel o aquella que quiera escucharme, siempre le digo que "Barcelona es una ciudad donde continuamente pasan cosas". Y no me estoy refiriendo a eventos, actividades culturales, conciertos, ferias o congresos, sino a COSAS con mayúsculas.
Ahora parece que no nos acordamos, pero hace solo cuatro años, en la última primavera del mandato de Xavier Trias al frente del Ajuntament, sucedió una de esas COSAS. Se llamó Can Vies. Por unos días, las calles de parte del barrio de Sants se poblaron de cientos, quizás miles, de personas que, enfrentándose con los Mossos d'Esquadra, manifestaron su descontento por la demolición parcial del centre social autogestionat del mismo nombre.
Justo ese mismo verano, tal y como señalaron numerosos medios de comunicación, la Barceloneta "estallaba" contra la situación de precariedad en torno a la vivienda y de transformación de la atmosfera tradicional y popular que estaba viviendo como barrio debido a su turistificación.
Es imposible negar que ambos acontecimientos —los cuales dieron la vuelta al mundo a través de los medios de comunicación—, junto a la reorganización política y social que se estaba produciendo no solo en la capital de Catalunya, sino también en otras partes del Estado, actuaron como detonantes para la posterior llegada de Barcelona en Comú a la Casa Gran de la Plaça Sant Jaume.
Lamentablemente, en lo que he venido en llamar el corto verano de la turismofobia, esto es, la temporada turística de 2017 en Barcelona, tuvo lugar un terrible atentado terrorista en las Ramblas de la ciudad. En total 24 muertos, incluidos los propios terroristas, y centenares de heridos en un acontecimiento que también afectó a la localidad tarragonina de Cambrils. No me atrevo, por supuesto, a denominar a estos hechos como una de las COSAS que he mencionado antes. Aunque es indudable que Barcelona, como ciudad global, se encuentra en el punto de mira de muchos intereses y objetivos diferentes, no solo inversores o turistas.
En octubre de ese mismo año, la tensión política en torno a lo que se ha denominado el procés, esto es, el intento de la Generalitat de Catalunya y parte de los partidos políticos y la sociedad civil catalana de impulsar una dinámica unilateral que finalizase con la independencia del Principado y su constitución como república independiente del Reino de España, alcanzó su punto límite. No voy a entrar aquí en detalles, tampoco corresponde a un artículo de estas características, pero los acontecimientos vividos por la ciudadanía entre el 20 de septiembre y el 1 de octubre y que, podemos decir, tuvieron su culmen el 3 del mismo mes con la celebración de una huelga general, o paro de país, como también se denominó, así como su proyección y difusión internacional a través de medios de comunicación de alcance global, volvieron a situar a Barcelona como un sitio donde pasan COSAS.
Pese al intento de las ciencias modernas de compartimentar todos los aspectos de la vida social con el objetivo de hacer más eficaz y eficiente su estudio e investigación, creo que es necesario evitar cualquier peligro de reificación a la hora de acercarnos a un fenómeno como el del turismo. Su imbricación con, por ejemplo, la vida en las ciudades es total. Igual que no podemos separar el estudio de los movimientos sociales del carácter intrínsecamente conflictivo de la realidad urbana bajo el capitalismo, no es posible separar al turismo de esas mismas condiciones; las condiciones materiales que hacen posible la reproducción social.
De este modo, cada vez que ha pasado una de las COSAS antes señaladas en Barcelona, el turismo, como no podía ser de otra manera, se ha visto afectado mostrando, además, las costuras de la estructura social propia del sistema social y económico en el que nos desenvolvemos. Si nos fijamos, por ejemplo, en los datos relativos a la ocupación hotelera en Barcelona a lo largo del pasado año 2017 podríamos extraer ciertas conclusiones —siempre aproximativas— y confirmar, aunque sea inicial y tentativamente, algunas de las afirmaciones realizadas algo más arriba en torno al turismo.
Comenzaré por señalar que, durante 2017, el Aeropuerto de Barcelona recibió más de 47 millones de pasajeros, un 7,1% de incremento con respecto al año anterior. Es decir, no estamos ante un problema de falta de visitantes, aunque es evidente que todo destino turístico tiene que mostrar un límite en su crecimiento. Sin embargo, según datos del Consorci de Turisme de Barcelona aportados por el Gremi d'Hotels de la ciudad, y el propio Consorci, y para hoteles, apartamentos y aparta-hoteles de entre 5 estrellas grand luxe y 1 estrella de Oro, entre los meses de abril y diciembre del mismo año, la presencia de turistas inició una senda decreciente, de manera que, en datos acumulados, se llegó a alcanzar un -2% con respecto al año anterior, con máximos del -16,2% en el mes de diciembre.
Sin embargo, solo un año antes, el incremento de la demanda con respecto a 2015 había supuesto un total acumulado del 9,2%, con máximos del 29,5% durante el mes de febrero.
Ahora bien, si en vez de fijarnos en los hoteles, hoteles-apartamento y aparta-hoteles, ponemos la mirada en los moteles, hostales, pensiones, fondas y casas de huéspedes, en categorías de 1 a 3 estrellas de plata, para el año 2017, la presencia turística supuso un 20,9% de incremento acumulado, con un máximo del 37,4% en enero. Esta situación, además, confirmaba lo que se había producido un año antes, entre 2016 y 2015, cuando el acumulado para este tipo de establecimientos había alcanzado el 21% anual con máximos del 46% en febrero de 2016.
Es evidente que los visitantes que se alojan en hoteles, en sus diferentes categorías, se cuentan por millones, mientras que los que duermen en pensiones y similares, únicamente por cientos de miles. También es evidente que faltarían datos relativos al motivo de las visitas o el origen de los visitantes por tipo de establecimiento (número de estrellas, datos aun no disponibles), y que estoy dejando de lado la cuestión de los apartamentos turísticos regulares (aunque estos también sufrieron una bajada acumulada del 9,3% anual para 2017 y un cierto mantenimiento para el año anterior) e irregulares (las estadísticas no son muy de fiar), algo que permitiría realizar una aproximación más realista y contundente a la cuestión.
Sin embargo, si hubiera que destacar una conclusión inicial aquí sería que, en lo que a turismo se refiere, aquellos grupos sociales que tienen una mayor capacidad de consumo se ven más afectados por acontecimientos que alternan la cotidianeidad de las ciudades, las mencionadas COSAS, en este caso en Barcelona, que aquellos que tienen una capacidad de consumo inferior. En este sentido, una ciudad como Madrid, por ejemplo, que no ha visto alterada su normalidad urbana en los últimos años, y que se está posicionando como un nuevo referente turístico internacional, ha visto incrementadas las pernoctaciones hoteleras en un 2,3%.
También hay que tener en cuenta que, según datos de Hotel Price Radar para el año 2017, el precio medio de una habitación de hotel en Barcelona fue de 129 euros, la cuantía más alta de todo el Estado, con un incremento de 11 euros con respecto a la media del año anterior. En Madrid, sin embargo, este precio puede ser hasta 20 euros inferior. Si, tal y como indican las estadísticas, la estancia media hotelera en Barcelona es de 2,12 días, esto supondría que un turista necesitaría, solo para alojarse, una cuantía media de 273,5 euros. Es evidente que todo el mundo no se puede permitir algo así.
Así, el turismo como hecho social total, al modo maussiano, se encuentra completamente imbricado en la estructura social contemporánea y refleja, mediante sus vaivenes, sus características intrínsecas.
En su libro del año 1974, tan citado como poco leído, La producción del espacio, el sociólogo y filósofo francés Henri Lefebvre señalaba que las ciudades de la segunda mitad del siglo XX estaban siendo construidas y reformadas —vaciadas y llenadas, que diría Jaume Franquesa— pensando en unas clases medias que buscaban en ellas “un espejo de su realidad, representaciones sedantes, la imagen de un mundo social en el que tienen su lugar, preciso, etiquetado y asegurado”.
Esto sería así porque la maquinaria del capital había encontrado en las ciudades la manera de continuar con un proceso de acumulación que había llegado al límite en la producción industrial fordista clásica. El diseño de los nuevos espacios urbanos debía pivotar sobre el eje del mercado, de forma que únicamente las clases medias y altas tendrían la capacidad económica suficiente para habitar las calles, plazas y barrios de las nuevas ciudades contemporáneas. El turismo, en este sentido, juega en la misma liga. Los y las turistas necesitan de la tranquilidad, la seguridad y la confianza para desplegar su actividad; cuestión que no deja de ser el puro consumo del espacio. Si la situación no se muestra favorable, no tardarán en abandonar el lugar por otro que sí le ofrezca aquello que demandan. No ocurre lo mismo, sin embargo, con otro tipo de visitantes: trabajadores temporales, precarios, nuevas clases empobrecidas con necesidades y patrones de consumo diferente.
La situación que, sin embargo, no tiene por qué perpetuarse en el tiempo, sí evidenciaría que el turismo es una cuestión de clases.
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Muy buen trabajo de investigacion y sintesis. Da gusto leer articulos asi.