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Soberanía alimentaria
El país de las cebollas
El paisaje que rodea Mbidi parece salido de una erupción volcánica. Hasta que uno se fija bien y todas esas piedras negras que salpican la llanura se convierten en lo que son en realidad, millones de excrementos calcinados por el sol del Sahel. Miles de cabezas de ganado han ido sembrando el lugar de boñigas de cualquier tamaño, en un peregrinaje secular al mercado que allí se encuentra. Son los días previos a la Tabaski en Senegal, la Fiesta del Sacrificio, casi como la Navidad para los cristianos, y todo el mundo anda como loco con los preparativos, buscando el cordero con el que llevar a cabo el ritual y continuar con la tradición. Los animalitos esperan tras las cercas trenzadas con ramas milenarias, bruñidas por el mismo sol que liofiliza las cagarrutas en un santiamén. Los elegidos para la gloria viajan en maleteros y bacas, encima de cualquier cosa que consiga moverse sobre las arenas abrasadoras.
«Antes podías llegar al valle con un carro. Pero cada vez llueve menos y necesitas uno de esos, los caminos están impracticables», nos informa un vendedor señalando hacia nuestro cuatro por cuatro. El valle, 50 kilómetros al norte, parece un espejismo imposible. Un truco de magia de la naturaleza. Hace décadas que los canales substituyeron a las avenidas periódicas del río Senegal y las miles de hectáreas de arroz inundadas de agua han convertido esa cicatriz verde en el granero de esta parte del mundo. ¿Arroz, toubab? Este es el país de las cebollas, no se equivoque. No podríamos pasar un día de nuestras vidas sin comerlas. Por todos los caminos se ven montañas de sacos rojos esperando a que los camiones de los bana-bana, la mafia local que controla la distribución de alimentos, se detengan a llevárselos hacia el sur. «Nosotros nos hemos organizado para no depender de ellos», nos dice un joven agricultor mientras descansa tomando el te a la sombra. «Pero aun así, no tenemos ni una sola cámara frigorífica para gestionar el estoc, así que podemos perder fácilmente la mitad de la cosecha». 45 a la sombra, si no se pudren, los precios acaban por desplomarse, porque todo el mundo produce lo mismo y a la vez.
Nada, no se gana nada. Vivir de esta tierra abrumadora es un acto de fe. «Nosotros no nos iremos a ninguna parte porque aquí nacimos y este es nuestro lugar. Pero nuestros hijos se van a estudiar y ya no regresan de la ciudad», nos confiesa el vendedor de Mbidi. Hay quien le apuesta a la agricultura ecológica, porque los agroquímicos y las semillas que se venden en flamantes latas holandesas y francesas están empeorando la situación, más si cabe. ¿Pero quién va a pagar por todas esas hora más de sudor? Al final, las hortalizas biológicas se juntan con las de la revolución verde en las esterillas que pueblan los mercados.
«Aquí transformamos el arroz en harina y en cuscús, pero tras el covid perdimos a muchos de nuestros clientes. Y sin ventas, no hay producción.» Cuando acabamos de pasar revista, las mujeres del círculo se quitan sus batas repletas de logos de financiadores internacionales, como si fueran tenistas acabando su partido, y las doblan cuidadosamente, hasta que haya algo que volver a producir y envasar. Inshallah.
Ese valle en realidad es una trinchera, desde la que se lucha como se puede contra un destino aniquilador. Los campesinos defienden con orgullo su cordón umbilical a los campos de verde cegador, a las acacias de flores amarillas y goma arábiga, y a las vacas que espantan a los pájaros viajeros. Siguen pidiendo más tierras, más agua para ensancharla y producir más alimentos, aunque sea con los dientes. Pero el destino no cesa, y los jóvenes empiezan a mirar hacia otras tierras lejanas. Cuando nadie quede en pie en ese vergel para defenderlo, entonces llegarán las máquinas y el capital para alimentarnos.
Senegal ha empezado en estos días a producir petróleo. «El año que viene, la bombona de gas costará la mitad, es una buena noticia», nos anuncia nuestro guía. O no. El año que viene quizás no hará falta llegar hasta Mbidi, todo el mundo podrá ir con su coche nuevo al supermercado de la esquina a comprar cordero congelado, aunque no tenga sentido. ¿Por qué no va a pasar en ese valle lo mismo que pasó en casi todos los valles de nuestro mundo? ¿Qué estamos haciendo para cambiar el rumbo de las cosas? No es el sistema alimentario, solamente, es cómo poblamos la Tierra y nos hacemos cargo de ella.
«Cuando llega octubre y la lluvia, todo el mundo se olvida de lo mal que lo pasó en junio, y no hacemos nada», se lamenta el comerciante que nos atiende. Que nadie eche en cara nada a esas familias campesinas, a todos nos parece que sobrevivir es suficiente recompensa, hasta que el desierto un día acabe por sepultar el río y los caminos que llevan a él.