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Ecologismo
La Estación

De la cocina llega un aroma a sopa de pollo y verdura que me despierta de la dulce duermevela que precede la última comida. Las cocinas solares son muy útiles, pero nada como el olor de un caldo sobre el fuego para avivar el olfato. Recostado en una cómoda butaca, en una esquina del salón Oeste de la Estación, veo los árboles danzar suavemente con el viento mientras el Sol va despidiendo el día. Imagino que queda poco rato para la cena, pero aquí en la sala todavía somos pocos. Nueve o diez personas, quizá algunas más, repartidas en varios asientos, algunas susurrando en voz baja mientras la musica de un violoncello nos acompaña, como lo ha hecho los últimos días de espera. A modo de preludio, Lara sigue meciendo el arco sobre el instrumento, toscamente apoyado sobre la indisimulable barriga. Suena ya la tercera canción y a pesar de que no escucho como antes, las vibraciones del instrumento me transportan al pasado.
Recuerdo las estaciones como lugares ajetreados, de rocambolescos encuentros y excitación apresurada. Jóvenes con sus mochilas pesadas, personas ejecutivas con olores antinaturales o alguna que otra pareja enamorada que estaría separada por un tiempo, carente de contacto físico. Esos edificios de techos altos, con ruido esparciéndose a su merced, y con demasiadas personas enganchadas a las pantallas, perdiéndose el momento, pensando en el futuro. Pero esta estación es distinta; aquí no hay controles de seguridad, ni pantallas con listados parpadeantes. Los alimentos no son rápidos bocados ultraprocesados vestidos de plástico, ni las maletas trotan quejándose de las baldosas. Las estaciones… esos lugares donde el tiempo corría demasiado deprisa y de los que querías salir solo al entrar, de los que huyías al pisar el destino.
Es irónico, pero probablemente, lo único en que se parecen aquellas estaciones de las nuestras, es que todas vamos y venimos. El ritmo, el espacio, los olores y miradas son opuestas… Tampoco la espera… sí, incluso la espera es distinta... Miro arriba y veo cielo. Color azul sin atisbo de blanco, luz dorada del final del día que traspasa por los enormes cristales ligeramente curvados, apoyados en paredes de barro que proyectan su sombra en el suelo de arcilla y cera. Los centenarios robles ahora sirven como pilares, árboles que nos enseñan cómo algunos materiales endurecen a medida que pasan los años… como los huesos, como la rigidez de algunos pensamientos, como la obsesión por el crecimiento.
Se me aparecen las jornadas maratonianas donde empezamos a desmontar aquellos edificios acristalados de muros-cortina que poco a poco se habían quedado abandonados en las grandes urbes. ¿Cómo pensamos que podíamos trabajar siempre en edificios estancos, donde el aire y la temperatura entraban y salían mediante costosas maquinas? Poco había pensado la arquitectura en la energía necesaria para crear semejantes estructuras prefabricadas de hormigón. Se veía a venir, esos armatostes tenían los días contados, no iban a servir para muchas cosas más que para trabajar con pantallas, la verdad.. Fue una gran idea desmontarlos, utilizar aquellos materiales para crear invernaderos pasivos y poder tener verduras durante más meses del año. Ahora los inviernos son más cortos, pero mucho más fríos. Tres meses de heladas fuertes y de nuevo temperaturas rápidamente hacia arriba. En invierno, las bajas temperaturas no permitenapenas tener coles expuestas a la intemperie.. hasta las habas tienen a veces dificultades para crecer al aire libre! Y en verano, el Sol abrasador nos permite pasar más horas juntas compartiendo, pero muchas hortalizas lo pasan mal… O lo pasaban hasta tener estas “Vandanas”. Así llamamos a estos nuevos invernaderos, “Vandanas”. No solo por recordar la inspiración y el liderazgo que tuvo Vandana Shiva en el Gran Giro, sino porque Vandana significa reverencia, veneración. Trabajé más de quince años en ellos, con las manos en el suelo, disfrutando de cada temporada, de cada gesto de cada semilla. Hortalizas con las que crecimos juntos y de los que todavía puedo sentir su olor, su tacto. La rugosidad de la coliflor, el aterciopelado anverso de la haba, la granulosidad del nabo, la firmeza inusual, casi de plástico, de la berenjena creciendo... Parece que solo hay que tocar las plantas al cosecharlas, pero las plantas y las personas se parecen más de lo que muchos creen. Adoran que las acaricies, que las toques con firmeza. Se sienten reconocida, vivas, integradas, acompañadas. Las personas también. ¿Acaso hay algo más grande que agradecer la comida, el alimento? Vandanas… gracias a las Vandanas conservamos muchos sabores que no debemos olvidar, gracias a las Vandanas nos nutrimos, no solo de alimentos.
Trabajar en silencio te permite pensar, reflexionar. Durante años pensamos en la necesidad de unir pasado y futuro. De cuidar los momentos donde la vida más se expresa con delicadeza; la partida y la llegada. Nuestras Estaciones nos permiten esto, ir y volver. Aquí entran las personas que vienen a dar a luz, también las personas que nos vamos apagando. Toda entrada es voluntaria y a demanda, pero no hay regreso en el mismo estado. Aquí somos presente, materia y también ligereza, muerte y vida agradeciéndose mutuamente.
En la comunidad celebramos bonitas fiestas de despedida cuando una persona decide retirarse hacia su descanso. Es un momento de libre elección, donde la plenitud de caminar hacia dentro permite sonreir con el corazón a quienes te han rodeado y abrazarlos por última vez. Cuando sientes que has dado aquello que querías dar y que quieres empezar a replegarte, solicitas una celebración, un último baile con las personas del exterior. Historias, miradas, silencios, contactos… acompañados de las comidas que más te conectan con el pasado, que más disfrutas, que abren todos tus sentidos. Y, al final del día, toca caminar unos minutos hasta llegar a La Estación.
Entrar aquí es estar en contacto con la esencia. La esencia de la vida, la esencia de la muerte. Del amor, de las relaciones, de lo físico, de lo immaterial. De la trascendencia de la intrascendencia misma. De las contradicciones y las uniones. Dentro de la Estación disfrutamos de nuestro último hogar. Aquí nos reconnectamos con nosotros mismos, pero tenemos un última tarea demasiado trascendente para dejarla en manos de cualquiera: participamos en las Llegadas, somos esenciales en los tránsitos.
Las personas mayores que hemos decidido empezar a Reposar, convivimos con las jóvenes que tendrán descendencia, nos acompañamos mútuamente proporcionando lo mejor de nosotras. Tenemos el tiempo para contar historias y recuerdos, consejos y compañía. Compartimos vitalidad, esperanza, ilusiones y escucha. Y dedicamos mucho tiempo a soñar sobre los nuevos tiempos, que seguro todavía serán mejores. Anhelo el día en que cerremos el círculo, y vengan a partir aquellos que llegaron en esta misma Estación. Todavía nos vamos los que nacimos en el exterior, los que no tuvimos el privilegio de nacer en espacios tan sagrados, seguros y rebosantes de amor.
Levanto la mirada y de nuevo veo a Lara, absorta, terminando otra melodía. Con los ojos cerrados balancea su cabeza al ritmo del compás. Siento el agradecimiento de estar pasando unos dulces días juntos, preparándonos. Me ha confesado sus temores por traer nuevas vidas en este mundo donde la inestabilidad del clima parece seguir dando latigazos con algunos eventos extremos, y eso asusta. Los dos sabemos que a pesar de ello, estamos mejor que hace unas décadas, y me gusta recordárselo. También aterraban las consecuencias del capitalismo y, a pesar de ello, las personas seguían apostando por la vida, por traer hijos al mundo. No nos detuvieron los deshaucios, tampoco el auge de las derechas, la escasez de agua o la contaminación de los alimentos. En lugar de pararnos, nos impulsaron todavía más para seguir perseverando, crear propuestas, proyectos, alternativas que dejaron de serlo y que con el paso del tiempo, nos han dado la razón. Empezaron a germinar comunidades, a florecer nuevos modos de cubrir las necesidades de las personas. Como si fueran frutos, nos dimos cuenta de que la cooperación y la adaptación material no solo eran posibles, sino necesarios.
De repente, una nota desafinada me devuelve al presente. Lara se ha detenido con una mezcla de sorpresa y anticipación. Agarra el arco al mismo tiempo que se palpita el vientre, buscando complicidad en la sala con su mirada. “Es hora”, dice con voz entrecortada, y el silencio se hace plenitud. Es también mi momento, me digo. La segunda vez que puedo estar en una Llegada.
Mi espalda me recuerda que las prisas no son buenas, pero me inclino y sostengo mi peso en el bastón. Camino hacia Lara y ella lo hace hacia mi, los dos en dirección a su habitación. Aparecen también, apresuradas, su compañera y una matrona más para acompañarnos. Los comentarios y murmullos llenan la sala, parece que un tren llega a la Estación.