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Helen muele café resguardada por la sombra de su casa. El sudor aún recorre su cuerpo, pues hace apenas unos segundos tostaba los granos, ya secos, en el fuego bajo un sol abrasador. Saima borda una pieza de tela blanca con adornos de ganchillo amarillo para hacer un mantel. Quiere iniciar su propio negocio y empezar, también, a vender sábanas. Jackline vendía airtime (dinero para realizar llamadas con el teléfono móvil). Le gustaría recuperar este negocio, pero ahora se necesita una licencia que no es fácil de conseguir. Sus vecinas la eligieron representante y líder de las mujeres y ahora es voluntaria de la ONG África Directo y su contraparte local, los Marian Brothers. Mujeres como ellas son, junto a sus hijos, el 85% de la población sudsudanesa que vive en los campos de refugiados del norte de Uganda.
“Caminé durante cinco días hasta la frontera de Uganda y mi único equipaje era mi barriga de embarazada de siete meses”, narra Jackline. Llegó a Bidibidi, el mayor campo de refugiados, en extensión, del mundo, a finales de octubre de 2016, junto a su marido y la hermana de él. Saima emprendió el viaje con sus cinco hijos. Su marido había muerto en Sudán del Sur antes de que empezara la guerra en 2013. El país logró la independencia del norte en 2011, pero la paz apenas duró dos años. Las tensiones por el control del poder político y económico entre el presidente Salva Kiir, de la etnia dinka, y el que por entonces era su vicepresidente, Riek Machar, líder nuer, resurgieron. Tensiones que nacieron durante el período colonial cuando un gobierno indirecto liderado por el Reino Unido se dedicó a promover ciertas élites. Élites que se perpetuaron gracias a los enclaves petroleros de la frontera, grandes reservas de crudo que despertaron el interés de las potencias internacionales. “Llegaron grupos rebeldes de golpe y empezaron a disparar. Vi a gente morir a mi lado”, relata Saima acerca las matanzas que está perpetrando el ejército del gobierno contra las etnias minoritarias del sur del país y que ya han desplazado a dos millones y medio de personas hacia Sudán del Norte, Etiopía, Kenia, Uganda y República Democrática del Congo. “Decidí venir aquí cuando vi como mataban a mi marido”, cuenta Grace Sunday que ahora vive en la zona 4 del campo junto a sus cuatro hijos.El viaje desde sus pueblos en Sudán de Sur no es fácil. “A muchos de mis vecinos los mataron, pero durante el camino, los rebeldes violaron y robaron a mujeres”, relata Norah que, a sus 20 años, vive con su hijo de 4, Norbert, en la zona 1 de Bidibidi. Según un informe de Amnistía Internacional, la violencia sexual en Sudán del Sur se ha disparado desde el inicio del conflicto y en 2016, las violaciones se incrementaron en un 61%.En los campos de refugiados del norte de Uganda, las mujeres son las responsables y las cabezas de familia
Mientras bombea agua de un pozo al lado de su casa junto a otras chicas, Norah cuenta como fue la llegada a Uganda tras ver cómo asesinaban a su marido. “Caminé hasta la frontera durante tres días con un grupo de 28 personas y allí nos recogió un vehículo de las Naciones Unidas”. Viajaba con la hija de su hermana y las registraron a todas como una familia.
En los campos de refugiados del norte de Uganda, las mujeres son las responsables y las cabezas de familia. A su llegada a la frontera, cualquier hombre o menor de edad es inscrito con una mujer para que se les asigne un espacio donde vivir y poder disponer de la comida que reparten las organizaciones internacionales cada mes. Al inicio del conflicto, los hombres eran los responsables, pero se dieron cuenta de que algunos de ellos podían tener más de una mujer y que otros decidían regresar a Sudán del Sur, como cuenta Margaret, que vino con sus cuatro hijos y su marido, quien regresó sin dar explicaciones. “En el campo de refugiados solo puedes esperar. Cuando hay comida estás bien, pero no siempre hay”, explica Jenifer. Actualmente, cada persona recibe, una vez al mes, 12 kilos de harina de maíz para cocinarla con agua y comerla en forma de puré sólido, 6 kilos de alubias y un litro de aceite. “Es muy difícil conseguir dinero en el campo, así que tenemos que economizar la comida para conseguir que llegue a final de mes. No hay alternativa”, cuenta Norah. Saima considera que aún faltan muchas necesidades básicas para cubrir y Joselin afirma que, aunque pasan hambre, su única esperanza es que todos sus hijos pueden ir a la escuela.Según los informes del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), Uganda acoge a 1.037.400 sudsudaneses en diferentes campos, siendo el tercer país del mundo, junto con Paquistán, que acoge a más personas, sumando ya 1,4 millones. Actualmente Bidibidi es el mayor campo de refugiados, en extensión, del mundo y viven en él 300.000 sudsudaneses que, en su mayoría, llegaron entre julio y noviembre de 2016. Dispone de una superficie de 62,2km² dividida en cuatro zonas y ocupada por viviendas de barro y paja y 171,8 km² que se destinan a la agricultura.Al inicio del conflicto y las migraciones, el gobierno ugandés instauró una política en la que entrega un trozo de tierra a todas las personas refugiadas para que puedan construir su casa y cultivar alimentos. Grace Sunday y Helen coinciden en la misma idea: “Que Uganda nos de este terreno está bien, porque te hacen sentir como en casa. Así podemos tener más comida y empezar un negocio, aunque no es suficiente para ganarte la vida”. Muchas de estas mujeres, antes de tener que huir de la guerra, tenían sus propias granjas en Sudán del Sur. Ahora se ganan la vida vendiendo lo que producen en estas pequeñas parcelas. Muchas de ellas se desplazan hasta el campo de refugiados de Imvepi, muy cerca de la zona 4 de Bidibidi y también lleno de sudsudaneses, con el que se ha desarrollado mucho negocio. “En Sudán del Sur vivía y trabajaba en mi granja, pero cuando llegué a Uganda tuve que vender parte de la comida para poder contratar a alguien que me ayudara a construir la casa”, cuenta Grace. Lejos quedan ya las grandes extensiones cubiertas de tiendas de campaña de plástico entregadas por las organizaciones internacionales durante los primeros meses de emergencia. El paisaje del campo está envuelto en casas de barro y paja más resistentes que sus habitantes han ido construyendo con el tiempo. Jackline y su marido tardaron cuatro meses en terminar la suya, pero Jenifer aún no lo ha logrado porqué cada vez que ha intentado construir las paredes, la lluvia se lo ha impedido.A las personas refugiadas se les entrega un carné de identidad ugandés que permite la libre circulación y conseguir trabajo en cualquier parte del paísOtra de las políticas que se han promovido en Uganda ha sido la entrega de un carné de identidad ugandés que permite la libre circulación y conseguir trabajo en cualquier parte del país. Aún así, y aunque no hay cifras oficiales fiables, algunas organizaciones internacionales afirman en sus informes que el paro juvenil en Uganda asciende a niveles que oscilan entre el 60% y el 80%, hecho que impide encontrar trabajo regulado, no solo a los refugiados que llegan desde otros países vecinos, sino también a los propios ugandeses.La acogida por parte de la población local ha sido positiva. Muchos de ellos recuerdan cuando, no hace mucho tiempo, a finales de los ochenta, también tuvieron que refugiarse en Sudán a causa de la guerra que afectó al norte de Uganda y que enfrentó al actual presidente, Yowery Museveni, con Joseph Kony y el Ejercito de Resistencia del Señor. Además, el conflicto en Sudán ha traído consigo desarrollo económico para las poblaciones cercanas a los campos. Del total de la ayuda que invierten las organizaciones internacionales, un 70 por ciento va destinada a las personas refugiadas y el 30 por ciento restante a los ugandeses.Pero el deseo de la mayoría de los sudsudaneses que viven en Bidibidi, no es quedarse en Uganda. “Decidimos venir porque no nos trataban como seres humanos”, afirma Margaret que, al mismo tiempo, desearía poder volver a su país si hubiera paz. Una paz que, para ellas, significa felicidad, armonía, derechos, libertad, sentarte con alguien, hablar y llegar a acuerdos. “Soy la primera a la que le gustaría volver a Sudán del Sur. Si no hubiera segregación y pudiéramos esta todos juntos”, sentencia Jackline.
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