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Opinión
Travestis
Me interesa la utilización del lenguaje porque nunca la comprendo por completo. Me interesa la transcripción de ese uso porque en las voces no reconozco toda la intención. Me interesa el lenguaje de las demás, su escritura y lo que quieren decir porque no estoy seguro de si yo tengo algo que aportar. Me interesa la opinión de las que han leído este texto antes de que se publique y la de las que lo lean ahora. No me interesa comparar a las autoras o “acusarlas” de parecerse. Me interesa juntarlas en un texto para seguir leyéndolas y decir que son únicas.
Si entre el prólogo de Juan Forn y el inicio de Las Malas (Tusquets, 2020) de Camila Sosa estuvieran las notas de Pedro Lemebel en Tengo miedo torero (2001; Las Afueras, 2021) y de Claudia Rodríguez en Cuerpos para odiar (Barrett, 2024) dedicadas a sus amigas, nadie se hubiera extrañado. Si en lugar de leer sobre esta lectura, leyerais la entrevista con la que Mariana Enríquez presenta su Editora por un libro y el prólogo de la propia Ariel Florencia Richards en Inacabada (Alfaguara, 2023), también os interesaría más el lenguaje de las demás que el propio.
Sosa escribe realismo mágico donde Lemebel escribía poesía. Lemebel escribía para que se le cantara donde Sosa escribe para que se le grite. Ambas para una causa y una casa común, para una utopía de colores cegadores y amor que, finalmente, resultó existir
Sosa escribe —reescribe— su libro a través de las entradas de su blog La novia de Sandro reivindicándose a sí misma, a su familia de travestis, llevándote a Lemebel para recuperar la memoria de finales de los años 80 y al futuro —que seguramente fue presente— con los fanzines de Claudia Rodríguez. Sosa escribe realismo mágico donde Lemebel escribía poesía. Lemebel escribía para que se le cantara donde Sosa escribe para que se le grite. Ambas para una causa y una casa común, para una utopía de colores cegadores y amor que, finalmente, resultó existir. Las tres, si contamos a Rodríguez, con un pasado fantasma, del que también escribe Richards.
En estos libros y los que nombraré ahora está todo: a veces no queda otra que elegir (o no poder elegir) familia y casa, no hace falta una familia para estar en familia ni una casa para estar en casa. Tener y sentir no son lo mismo. De ahí surge ese todo: la literatura no puede tener como fin la propia literatura porque las palabras siempre dicen cosas por lo que hay que decir cosas con ellas. No sé si me explico.
Casa. Familia. Amor. Palabra. Hombre. Niño. Travesti. Memoria. Vuelvo a estas ideas constantemente a través de nuevos libros. Donde escribí “ambas” ahora escribo “todas”. La lectura de Inacabada, y de Cuerpos para odiar, habla de la soledad como punto de partida para comprender lo colectivo y la socialización como un camino solitario. Sus libros están escritos hacia fuera y desde un dentro que es común en todas porque está relleno de las líneas que forman círculos. Son la prueba de que “ningún recuerdo está a salvo”, de que las fotografías son palabras y quien las hace las escribe y es eterna. De que la soledad del Claudio (y sus mil nombres), de Juana o de cualquier Orlando, de Virginia Woolf pero también de Paul B. Preciado, existe como la de cualquiera pero nace de la negación del afuera. Negar una transición es negarlas a ellas, negar los libros que preceden Inacabada, los fanzines que forman Cuerpos para odiar: “La importancia de la lectura y la escritura, así como la creación artística, como herramientas políticas del movimiento travesti”.
La Rana y La Tía Encarna son una casa, una madre por necesidad de dar y recibir amor. En sus casas hay más casas, son hostales que parecen palacios que refugian a todas en una intimidad que necesitan ante tanta violencia como La Bruja en Temporada de huracanes (Random House, 2017), de Fernanda Melchor. En casa todas cambian, todas mutan, todas se acompañan o se dejan espacio en función de lo que digan las lágrimas. Por eso las protagonistas reciben a los que sienten que deben ayudar en sus casas también. Por eso Carlos tiene una fiesta de cumpleaños, por eso El Brillo tiene un bautizo, por eso los clientes que dan lástima pueden ver la habitación de Camila. Existe una madre, una Lola dueña de la casa, eterna, omnipresente, múltiple como en La mala costumbre (Seix Barral, 2023) de Alana S. Portero.
La idea de lo individual para proyectar hacia la comunidad, para hacer entender lo que ellas no pueden explicar y hacerse paso como La Loca entre policías* con las bolsas de la compra. No siendo hombre en este mundo en el que para romperte te aíslan de lo que pasa fuera sin saber que lo importante está sucediéndote dentro. Ante eso solo queda lo que Sosa culmina con “embellecer la imagen de una misma” en el podcast La que te parió.
Los niños pueden ser hombres, pueden ser Hombres Sin Cabeza, pueden ser siempre niños, pueden ser mujeres o pueden no ser. Sosa niega la posibilidad de no ser en contra de la obligación, la manipulación, el golpe, la familia impuesta. Se levanta porque lo que parece lógico a veces no lo es. Richards reivindica la posibilidad de ser uno y luego otra y contar el camino a través de lo mismo. El Brillo y Carlos, de Las malas y Tengo miedo torero, son símbolos de lo que las separa de la normatividad. Se les niega su posesión negándoles el amor. Un amor que surge de toda esa negación. El del grupo, el ser amado o la ausencia de ambos, que también es amor pero no agarra. El amor es otro símbolo para demostrar lo que quieren que sean es todo lo que les separa de lo que son. El amor es una palabra y las palabras siempre dicen cosas por lo que hay que decir cosas con ellas. Hacer algo, viajar con la excusa de la intimidad que da el aislamiento. Esto Richards lo cuenta desde una intimidad de la intimidad, un doble círculo. Si bien esa soledad proviene de la negación, de cerrar los ojos delante de algo que existe, nadie puede impedir el renacimiento que también es propio y que empieza cuando se dice. Decir es empezar.
Todo es amor, todo dice amor, habla amor, “mendigar amor”, cobrar amor. Lemebel y Sosa escriben el miedo a tenerlo por perderlo, olvidar ese sentimiento o no, pero intentar no pensar en él. Rodríguez lo escribe en una memoria en la que la negación empezaba en las palabras, en el derecho a aprenderlas y usarlas. Una negación que convirtió el derecho en deseo y este en acto y este en aprendizaje y este en otro acto que se convirtió en lucha y esos cuerpos para ser odiados por no saber leer ni escribir se convirtieron en fuente de amor y reconfiguración. De “hija no deseada” a “hija travesti”.
Travesti también es una palabra y las palabras siempre dicen cosas por lo que hay que decir cosas con ellas. Sosa lo dice más de 150 veces repitiendo travesti cada una de esas veces. Busca la identidad, la no identidad y la ruptura del lenguaje mal proyectado.
También la escribe en boca ajena para mostrar el sentido que quieren darle. Cuando Claudia Rodríguez dice “una, mirando a otras travestis, aprende a ser travesti”, está diciendo lo mismo que Richards cuando explica en palabras de una niña la verbalización de la transición para acabar diciendo que “cuando se le pone fin a un periodo de larga reclusión y mutismo voluntarios, las palabras no solo traen consigo un viento que se siente en el cuerpo, sino que resuenan inaugurales, como si nadie las hubiera pronunciado antes”.
Igual que Copi se apropia de la crueldad y la violencia en El baile de las locas (1977, Anagrama, 2012), Claudia Rodríguez se apropia del lenguaje, lo aprende y pasa “del balbuceo” al “juguete favorito […] los que nadie quiere, los que aprendí a robar”. Descubre la distancia entre la calle y el activismo, cultura/academia/el dentro, y busca acercarse, conqusitarla sin perder la idea de representación de las travestis del afuera. Convirtió el lenguaje en una decisión política para conquistar, también, el amor propio, el lenguaje propio.
Travesti no se usa en España si no es con violencia. Ellas sacan de su territorio habitual a la palabra para abrirle un mundo. Leo travestis y leo magia, brujería, gatas, madres, lobas, manada, casa, niño, rosa, aceite de avión, noche, parque. Las direcciones en las que escribe Sosa definen la importancia de la diferencia que escribe Lemebel. La imperativa de apropiarse de las palabras y anular el castigo. Si leo travesti pienso en realismo mágico, Manifiesto, Los mil nombres de María Camaleón, alas, aullidos, nacimientos de vientres de ramas, La transfiguración de Miguel Ángel de todas a las que la Virgen les convirtió en mujeres y te gritan que “todo puede ser tan hermoso”.
Pero también leo a Claudia Rodríguez explicando que en Chile travesti está asociado a la delincuencia también. Que esa diferencia pasa por politizar el lenguaje, por nombrar el borrado de las travestis, el vih, su historia. Por eso el Estado no puede existir para ellas pero sí Lohana Berkins y su legado con la Asociación de Lucha por la Identidad Travesti y Transexual (ALITT), el Manifiesto errorista, el Hablo por mi diferencia, el diccionario sucinto para el lector no entendido de Alberto Cardín al final de El baile de las locas**. Destruir la idea de belleza, de fracaso, y conquistar hasta la industria cultural con un fanzine, con una palabra.