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Empieza a ver Rojo, de Benjamín Naishtat, sin demasiadas expectativas. La información que ha buscado coincide en subrayar su atmósfera inquietante, y ese binomio unido a una película le resulta desalentador. Sin embargo, por suerte, deja el prejuicio atrás y la ve. Encuentra un conjunto de comportamientos nada gaseosos, precisos, trabados con exactitud los unos a los otros. Y acepta lo que Rojo le propone. Algo así como la distancia exacta para mirar las gotas que colman el vaso, pero no el vaso de la indignación sino el de la vanagloria y el servilismo, hasta que el contenido derramado se convierte en un régimen de vida abyecto. No es fácil ni, seguramente, posible, saber en cada ocasión cuáles serán las gotas.
Tal como el canto al heroísmo individual produce recelo pues, en realidad, a cualquier héroe le han sonado los mocos, sucede que esa distracción ruin, condescendiente y continua llamada maldad no suele obedecer al ánimo personal del supervillano, sino a conductas engarzadas, nimia cada una en apariencia. Aquel reírle la gracia al poderoso pudiendo haber callado, o el gesto de rapiña casi involuntario, o el tímido esplendor con que se quiso pertenecer a lo más asentado y general; todos esos instantes en los que alguien se limitaba a hacer lo frecuente, lo que hacían los demás, estaban, sin embargo, llenando el vaso. No sermonea Rojo, pues no pone el acento en la gota, sino en el vaso. Lo que deja no es, le parece, inquietud, ni otro estado de ánimo, sino un desplazamiento en la conciencia del lugar donde se está: quizá ya no quedan vasos vacíos ni medio llenos, ya casi todos están bastante llenos y es ahí arriba, muy cerca del borde, donde hemos de vivir.
A ese lugar también le lleva, desde otro enfoque, el libro Utopía no es una isla (Episkaia, 2020), de Layla Martínez. Según ha observado, su lectura provoca en algunas personas un desconcierto íntimo no dicho. Como si no alcanzasen a aceptar del todo la seriedad creadora y profundamente democrática con que está escrito. Tan habitual ha llegado a ser cubrirse las espaldas, protegerse de la ironía con una ironía defensiva previa, con un: bueno, ya se sabe, estoy aquí pero no vayas a creer que estoy del todo, estoy también al otro lado, donde estás tú, anticipando la broma que harás sobre mi convicción. Toma la palabra entonces un texto que no se protege, que juega todo el tiempo fuera de casa y se hace cargo de sus afirmaciones: “La ciencia ficción distópica reflejaba el contexto en el que había sido creada, pero a la vez también lo reproducía”, dice en alusión a su efecto en la vida diaria. “Contribuía a la creencia de que el futuro iba a ser peor, y esa creencia corría el riesgo de convertirse en una profecía autocumplida: sin nadie que crea que el futuro puede ser mejor no se pueden articular las luchas que lo harán posible”.
Cada capítulo de Utopía no es una isla empieza confiriendo a quienes construyeron utopías, ya reales ya imaginadas, la extraña dignidad del personaje literario. Apenas unas líneas bastan para que las ideas no se perciban en el aire, sino desde los seres con cuerpo, pues no hay otros, que las enunciaron. Dicen que lo serio es esencialmente frágil si se considera que hasta los más grandes acontecimientos dependen de azares mínimos. Hay, sin embargo, en la tranquila forma de afirmar de este libro lo contrario de una seriedad solemne, hay una reclamación última contra el cinismo, como si dijera: de acuerdo, la vida no es cuestión de deber y obligación, pero eso significa que tampoco tengo el deber ni la obligación asignada de utilizar la crítica como valor de cambio, ni como pretexto para tolerar este presente. Al fin y al cabo, la crítica es conocimiento, y solo se conoce mediante la acción.