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No, no tienes que ser una mujer embarazada a la deriva en un barco, rechazada por el más flamante paladín del fascismo europeo, para tener derecho a la vida. No tienes que ser un niño desvalido, cinco años, ojos grandes y asustados, de los que aflojan el duro hielo con el que nos quieren precintar el corazón, para merecer ser salvado. No tienes que acreditar las bombas de las que escapaste, la crudeza de los desiertos que atravesaste, el apetito de los mares que quisieron engullirte para tener derecho a una vida. No deberías tener que demostrar cuán agudo era el hambre, cuán aplastante era la ausencia de futuro, cuán justificada era la urgencia de marchar, la necesidad de éxodo, la pulsión de camino. No tienes que contarnos nada de eso para tener derecho a una vida. Si fuiste expulsado por la guerra de las armas o la guerra del expolio, o por ambas. O si decidiste solo marchar, por las razones que sean, los motivos de las mujeres y de los hombres nunca caben en los formularios, los expedientes o los titulares de las noticias. No tienes por qué justificar que mereces una vida. Que sean los demás quienes expliquen por qué no deberías merecerla. Que expliquen las alternativas, para que así tengan que enfrentarse a las fosas comunes que yacen bajo su sentido común. Para que se hagan cargo de que de esa racionalidad que justifica fríamente el abandono de otros están hechas las guerras y los genocidios.
No tienes por qué justificar que mereces una vida. Que sean los demás quienes expliquen por qué no deberías merecerlaNo, no tienes que ser un héroe para merecerte una vida, un spiderman de los que salvan niños que cuelgan de balcones del primer mundo, ni una madre coraje que lo sacrificó todo por ayudar a los suyos. No tienes que ser una santa para merecerte una vida, ni un hombre hecho a sí mismo, ni una mujer extraordinaria. Tienes derecho a ser cobarde, común, malhumorada, como cualquier vecino. Hay gente que parece venir con la humanidad de serie, incluida y magnificada en el pack que les tocó en la lotería del nacimiento. Y hay otra gente que solo puede ganársela a través de grandes gestas, ejemplaridad e intachable biografía. No tienes que ser el emprendedor más osado para tener derecho a una vida, la más curranta de las currantas, la más brillante de tu generación, el chico más listo de tu barrio obrero. No tienes que ser el más de nada, porque eres humano, y eso debería serlo todo. Porque el derecho a la vida no es un premio, es el piso. Es el mínimo. Y debería ser el primer e irrenunciable objetivo político.
Esa es la premisa. La vida. Y a partir de ahí todo lo demás. Y entonces cuando nos digan: “no podemos acoger a quienes vienen, los recursos disponibles son los que son, la legalidad es la que es,” digamos sí, pero como la vida es la premisa, modifiquemos el resto: vayamos a buscar los recursos donde sabemos que sobran, donde sabemos que se acumulan y engordan estómagos insaciables. Depredadores de la vida de los otros. Deroguemos la legalidad que a la vida persigue, hagamos leyes que no nos hagan avergonzarnos, que no nos hagan cómplices. Y entonces cuando te digan: “y qué hacemos con los pobres de aquí, con los parados y las precarias, cuando vean que ayudas a quienes vienen y a ellos no.” Digamos sí, es cierto, no se puede acoger a unos y olvidar a otras, a quienes ven en la ventana de un décimo piso la única salida, cuando están por arrebatarles todo. A quienes acumulan horas de trabajo que restan vida y no suman esperanza, sujetos a un mercado laboral vampiro, que engulle tus mejores años y te escupe al vacío. Así que tenéis razón: saquemos a los fondos buitres de nuestras casas, distribuyamos la riqueza del país, acomodemos cada política en torno a una única prioridad: El derecho a la vida de quienes vienen, y de quienes ya están. Pero entonces te dirán: “nos castigarán desde la Unión Europea, vendrá el caos y la incertidumbre, nos abandonarán los capitales internacionales.” Quizás sea cierto, y entonces miraremos a la Unión Europea a los ojos y le diremos: ¿para qué sirves querida? Porque si no nos sirves para poder vivir, no sirves para nuestra principal prioridad política. Y quizás vendría el caos, y el desorden. Pero sería nuestro caos, y nos tocaría entonces ordenarlo, recolocar las piezas para que nuestra vida encaje entre ellas sin tantas magulladuras. Recolocarlas, para que encajen en nuestras vidas. Porque este orden en el que vivimos ahora nos empuja a la pobreza y nos obliga a la insolidaridad.
Hay una nebulosa de realismo, una hipoteca a la imaginación que nos tiene secuestrados en marcos ajenos. Un realismo impuesto, artificial e interesado, nada neutro. Una inercia hacia el pensar que es la vida la que se tiene que ajustar al sistema, y no el sistema a la vida. Es una ecuación criminal, pues implica que las vidas que no se ajustan son desechables. Que el marco en el que aceptamos jugar necesita un mar que sea una tumba, páramos en los que abandonar a quienes no demuestran ser lo más de nada, indiferencia mortal hacia quienes no acumulan las gestas, la excepcionalidad, o la vulnerabilidad suficiente para pagar el peaje que permite que les consideremos humanos.
Escribo esto tarde, acabo de acostar a mis hijas. A ellas no las puedo convencer de que es realista dejar morir a gente en el mar, de que es normal encerrar a quienes solo intentan sobrevivir, de que es aceptable echar a las personas de sus casas, de que es imposible cambiar leyes que condenan a los trabajadores a la pobreza y la incertidumbre o de que es inevitable que miles de niñas no hayan cenado bien esta noche. Ellas no se tragan estas milongas. Aún entienden lo básico, lo que llevan tiempo gritando las feministas, que hay que poner la vida en el centro. Una vida que merezca la pena ser vivida. La vida de todas. Ese es nuestro marco. Y a partir de ahí, cambiarlo todo, trazar los mapas, reubicar las batallas. Para que no tengas que enseñarle a tus hijos que tu forma de vida necesita de la muerte de los hijos de las otras. Para restablecer los hilos sagrados que entretejen nuestras existencias, amnistiar a la empatía, liberar a la solidaridad de esa condicionalidad que la vacía y mata. En fin, salvarnos. Y así, ya sin excusas, emancipadas de un sentido común que es una barricada de hielo, permitiríamos que el Aquarius nos rescatara, también a nosotras, del naufragio.
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Si el Aquarius nos salva, significa que es la OTAN quien nos salva. Sin OTAN no hay Aquarius. Habrá que felicitar a nuestros monarquicos neoliberales OTANISTAS, PPSOEPODEMOSCUÑADANOS.
No te has enterado de nada, ¿Verdad? No te quedes con la metáfora del titular, y lee el artículo anda, que no cuesta tanto.
Perdona ayer mismo hable de esto con otra mujer que es madre y tiene un hijo genial y ya mayor desde luego una buena experieci aun asi no entiende,a dia de hoy como es que la gente tiena hijos en Europa.Si,es fuerte.
Hermosa descripción de una lógica vital que deberemos defender, frente a la "lógica" genocidio que nos imponen.
Felices sueños a tus hijas