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H.P. Lovecraft el ‘nini’ de Providence

Sobre la pertinencia de la obra de H.P. Lovecraft o cómo el horror cósmico impregna el presente.

Lovecraft
Lovecraft Carla Berrocal

Howard Phillips Lovecraft (1890-1937) no es un ejemplo a seguir. No, desde luego, si el lector que intenta emularlo aspira a una vida dentro de las normas del capitalismo tardío. Conocido por ser uno de los grandes maestros del género fantástico y de horror, este escritor, poeta y traductor nacido y fallecido en Providence (Rhode Island, EE UU) recorrió el primer tercio del siglo XX atrincherado en sí mismo, en el mito del anglosajón blanco, en el desprecio por la modernidad y la autopromoción. Hijo de un viajante comercial que enloqueció, dicen, por culpa de la sífilis, criado entre mantillas por su madre, sus tías y su abuela, Lovecraft desarrolla una aversión por la vida que hace de él el perfecto ‘nini’. Sólo un breve matrimonio (1924-26) le obliga a trabajar y relacionarse con otros seres humanos, lejos de la seguridad del hogar. Por lo demás, su existencia está caracterizada por un enclaustramiento al que contribuye decisivamente, para bien y para mal, su amor por la lectura y la escritura.

En este sentido, Lovecraft no se diferencia de quienes hoy por hoy invierten su tiempo en disfrutar y expandir la mitología iniciada en relatos como La llamada de Cthulhu (1926), arropados con una batamanta en un dormitorio infantil que ha devenido con los años gruta abisal. La industria cultural ha absorbido la esencia lovecraftiana y la ha escupido en forma de secuelas literarias, videojuegos, películas, cómics, juegos de rol, cromos, camisetas XXL, peluches y zapatillas de andar por casa. Pero, paradójicamente, ello no ha servido para convertir a los fans del escritor en criaturas productivas para el sistema. De una manera un tanto retorcida, todos estos prosumidores, incluso cuando su afición acaba haciéndoles ricos, demuestran estar tan negados para la vida práctica como su ídolo, a quien su primer biógrafo, L. Sprague de Camp, echaba en cara “su sibaritismo, sus pérdidas de tiempo, su actitud anticomercial, su amateurismo”; defectos, según él, que le negaron el éxito en vida.

Obra y milagros de HPL

Pero, ¿qué pensaba Lovecraft de esa concepción mercantilista del ser norteamericano? Existe una cierta ambigüedad entre lo escrito por el propio autor en sus ensayos sobre este tema y la realidad práctica de sus ficciones, publicadas en revistas pulp como la mítica Weird Tales; ficciones que, antes de su muerte, apenas habían trascendido el aprecio de la escena amateur. Las razones para la gloria póstuma –una fascinación por la obra del autor y por su misma persona que persiste en nuestros días– las concreta Michel Houelle­becq en su ensayo H. P. Lovecraft: contra el mundo, contra la vida. Houellebecq considera el afán continuista, la ampliación de su universo ¿mitológico? por parte de sus “discípulos”, un caso “único en la historia literaria moderna”. También señala su rol de “generador de sueños” como estrategia para trascender lo literario e impregnar cine, ilustración, rock and roll y arquitectura con la revolucionaria idea de un nuevo universo aún por construir.

El escritor francés clasifica la obra de HPL en “una sucesión de círculos concéntricos en torno a un vórtice de horror y maravilla absoluta”. El primer círculo, dedicado a su desconocida producción poética e ingente correspondencia, apenas traducida y publicada, inaprensible por el momento. El segundo círculo, todos aquellos relatos en los que participó, ya fuera colaborando desde el principio o como editor de textos, desde donde reescribió por completo muchos de ellos. El tercer círculo, y vamos estrechando el espacio y el tiempo, el referido a los relatos escritos por H. P. Lovecraft, siendo el cuarto círculo, como si del Infierno de Dante se tratara, la esencia lovecraftiana, o lo que Houelle­becq llama los “grandes textos”: La llamada de Cthulhu (1926), El color surgido del espacio (1927), El horror de Dunwich (1928), El susurrador en la oscuridad (1930), En las montañas de la locura (1931), Los sueños de la casa de la bruja (1932), La sombra sobre Innsmouth (1932) y En la noche de los tiempos (1934).

Principios lovecraftianos

Todos estos relatos se caracterizan por una noción del género muy diferente a la que materializaron los góticos, que Lovecraft conocía a la perfección, como pone de manifiesto su ensayo El terror sobrenatural en la literatura (1927). Pese a admirar a autores como Ann Radcliffe o Edgar Allan Poe, que codificaban el escalofrío en lo psicológico y en el imaginario romántico, Lovecraft deja claro desde el principio de su obra que no cifra sus efectos en una pasión desbocada (hasta lo morboso) por el drama de la vida, sino en el miedo extremo a la misma. Por ello, sus ficciones adolecen de personajes atractivos, de tramas folletinescas, de los escenarios tétricos familiares a los aficionados al fantástico. En su literatura no hay apenas otra cosa que la creación de una atmósfera casi abstracta, plagada de presagios, que casi nunca llega a concretarse en monstruosidades definidas, sino en entidades ubicadas más allá del tiempo, el espacio y la imaginación que no representan sino el desierto de lo real, el mundo en sí, la carne palpitante y el tumor; lo vivo más allá de la conciencia humana. En esencia, la nada, cuyo vértigo Lovecraft sublima artísticamente a través de deidades amorfas con nombres impronunciables: el citado Cthulhu, Shub-Niggurath, Nyarlatho­tep, Azathoth, Yog-Sothoth…

No por casualidad, los personajes de sus relatos acaban volviéndose locos, sufriendo una regresión a estados primordiales de la materia, perdiéndose en sus intentos por traducir a nuestro lenguaje lo que no es accesible al mismo. Como los relatos que protagonizan, acaban rindiéndose a la evidencia de que los efectos literarios estéticos, las descripciones arquitectónicas inabarcables, las referencias a clásicos de lo ocultista existentes o inexistentes –como el Necronomicón, libro imaginario clave en el universo Lovecraft–, no son más que pistas susceptibles de procurar una aproximación a la nada absoluta, pero incapaces de conjurarla; de concretarla. En La llamada de Cthulhu puede leerse: “algún día, la reconstrucción científica de conocimientos dispersos nos dará a conocer tan terribles panorámicas de la realidad, y lo terrorífico del lugar que ocupamos en ella, que sólo podremos enloquecer como consecuencia de tal revelación”. En una de sus innumerables cartas, Lovecraft hablará del arte, de su propio arte, en términos similares: “En lo artístico, no sirve de nada tener en cuenta el caos del universo, porque ese caos es tan completo que ningún texto escrito lo deja siquiera traslucir. No concibo ninguna imagen verdadera de la estructura de la vida y lo cósmico que no sea una mezcla de meros puntos cuya disposición sigue espirales sin dirección determinada”. A partir de estas espirales sin dirección, vale la pena indagar en la influencia de H. P. Lovecraft, su pertinencia, en el zeitgeist cultural contemporáneo: el pensamiento, la imagen gráfica, el audiovisual; impactos prolongados en el tiempo de aquellas primeras piedras labradas en su imaginación por el recluso de Providence.

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