Elecciones
Galicia decide su futuro: la izquierda sueña mientras la derecha mira el reloj

Todas las miradas están puestas sobre Galicia este domingo. Probablemente, más de lo que lo hayan estado en los últimos 15 años. No solo las que observan atentas desde el Estado español, sino también las de los casi 2,7 millones de electores y electoras que hoy deciden, en parte, su futuro. Siempre lo han decidido, no es que no haya habido otras elecciones en los anteriores tres lustros. Lo que no había era esperanza de cambio entre el electorado progresista. Pero eso ha cambiado a una velocidad inalcanzable hasta para el más ávido de los spin doctors, sobre todo, para los que facturan en las calles Ferraz y Génova. Una nueva pulsión social estalló tras el desastre ambiental de los pellets que agitó la memoria emocional de un pueblo, en la última década, asentado en la desidia de la imposibilidad de cambio, aunque a decir verdad el tablero ya se había llevado un buen vuelco en abril de 2022.
Entonces, Alberto Núñez Feijóo creyó haberlo dejado todo atado y bien atado cuando partió hacia Madrid convencido de que sería el siguiente inquilino del Palacio de la Moncloa. Se llevó un dos por uno en equivocaciones. La del 23 de julio se la dejaron clara sus militantes coreando el nombre de esa baronesa que confunde bahías con rías y disfruta paseando por los suelos yermos e inflamables de los bosques gallegos de eucaliptos. La segunda se ha constatado en la campaña electoral más reñida desde 2005, la última vez que gobernó la Xunta una coalición de izquierdas. Se acabaron, por el momento, las mayorías holgadas del Partido Popular en Galicia: ese es el denominador común del grueso de las encuestas y será decisivo al cierre de las urnas algo que ningún barómetro puede medir con precisión: la participación.
En los ríos de las más altas movilizaciones de voto ha pescado la izquierda gallega sus mejores resultados. En cualquiera de los comicios de los últimos 20 años. No hay excepción y, por lo tanto, este domingo, no hay motivos, a priori, para que la haya. El Partido Popular quería una campaña tranquila, sin sobresaltos, sin barullo y ha salido trasquilado. El Bloque Nacionalista Galego (BNG), bajo el liderazgo de fondo de Ana Pontón, ha conseguido catalizar el descontento social de 15 años de agenda neoliberal disfrazada de conservadurismo junto a la reacción a un Gobierno y un partido que cada vez se parece menos al pueblo que dice representar.
Pontón no solo salvó al Bloque de la fuerza de las mareas que absorbieron a gran parte de su electorado en 2016, sino que ha sabido reconstruir un partido cuyo aparato nunca temió por su vida y al que ha conseguido volver a atraer a su principal escisión, la Anova de Xosé Manuel Beiras y Martiño Noriega. Una fuerza política que ha sido parte importante en la reconciliación del soberanismo gallego, en la activación del voto progresista y que, además, se negó a volver a caer en pactos —luego incumplidos— con la izquierda federal española: llámese Sumar, llámese Podemos, dejándolos en un escenario, con suerte, testimonial. O, al menos, eso dice el CIS.
De hecho, los trackings internos del Partido Popular durante la última semana de campaña, en la que no es legal publicarlos, no parece que hayan ido en sentido contrario al de las tendencias generales de los barómetros publicados: el PP y el PSdeG caen o se estancan y el BNG se dispara. De ahí a la reacción, aunque, en este caso, no es conveniente confundir torpeza con desesperación.
Durante los últimos tres días de campaña, el Partido Popular y las instituciones gallegas se convirtieron en un solo ente, como acontece desde hace 300 semanas con la Televisión de Galicia. Son hechos, no opiniones. A menos de 72 horas de que abriesen las urnas, la Consellería do Mar de Alfonso Villares decidía ingresarle a alrededor de 7.000 mariscadores y mariscadoras un subsidio de 550 euros para paliar una mala campaña, supuestamente anterior a la crisis de los pellets, pero cuya convocatoria se abrió en el punto más álgido del desastre. Pero a la chequera todavía le quedaban hojas. A solo dos días de las elecciones, este viernes, la Xunta, a través de la Consellería de Sanidade de Julio García Comesaña envió decenas de miles de SMS a todo el personal sanitario de Galicia que trabaja en el Servizo Galego de Saúde (Sergas) anunciando subidas salariales a médicos y médicas, enfermeros y enfermeras, técnicos y técnicas. Algunas de ellas, acordadas durante marzo de 2023.
El PSdeG-PSOE, mientras tanto, intenta no caer más abajo del suelo electoral en el que lleva años. Fuentes de su más alta dirección reconocen, sin cámaras, que el mejor resultado para ellos y ellas es un cambio de Gobierno. A pesar de que su candidato, José Ramón Gómez Besteiro, es uno de los pocos políticos rehabilitados tras padecer los rigores acusatorios de 'lawfare', su proyecto nunca llegó a despegar en Galicia. Sea por ese llamado voto de castigo de su electorado más derechizado por los pactos del Gobierno del Estado con el independentismo catalán, sea porque ha sido incapaz de ilusionar como sí lo ha hecho la formación que, si hay cambio, será su socia mayoritaria de gobierno.
¿Cómo ha quedado Galicia tras 15 años de gestión del PP?
Aunque el control de acero del Gobierno del presidente en funciones Alfonso Rueda sobre los medios de comunicación hegemónicos en el país, tanto públicos como privados, ensueña una “Galicia que funciona”, nada más lejos de la realidad. Han dejado una educación pero que la que cogieron en 2009. Cerraron 145 centros de enseñanza pública, la mayor parte, escuelas e institutos; autorizaron la creación de la primera universidad privada de Galicia, promovida por el banco que surgió de la desastrosa fusión de las cajas gallegas que se llevó 9.000 millones de euros de dinero público que nunca recuperaremos; eliminaron la gratuidad de los libros de texto en la enseñanza obligatoria, a pesar de que ahora hagan la promesa de recuperarla; y con el mal llamado decreto del plurilingüismo, eliminaron la prioridad de la lengua propia de Galicia en las aulas, forjando su primero retroceso legal en la historia de la autonomía.
Han dejado una sanidad convaleciente. Cerraron cinco centros médicos y 13 hospitales favoreciendo la creación del primer hospital de gestión privada, el Álvaro Cunqueiro, cuyos déficits se seguirán pagando durante décadas; redujeron casi el 15% de camas disponibles; cedieron la mayor parte de la gestión de las residencias de mayores a empresas privadas; congelaron la contratación de personal médico en Atención Primaria; y ante las inconmensurables listas de espera para los centros de salud y para las cirugías, consiguieron que la sanidad privada siga avanzando para quien pueda pagarla o para quien desesperadamente gaste sus ahorros en salvar la vida.
También han dejado la riqueza natural del país en manos ajenas. Autorizaron la reactivación de las minas de San Finx y de Penouta que envenenan las aguas de rías y ríos; fueron cómplices en la intimidación del activismo ecologista que las enfrenta; produjeron algunas de las mayores fracturas sociales y brechas medioambientales con una implantación descontrolada de la energía eólica que arrasa espacios de alto valor ecológico, especies en peligro de extinción y amenaza a cada vez menor actividad vital en el mundo rural; pleitearon para conseguir mantener la fábrica de celulosa de ENCE en la ría de Pontevedra; y el más reciente: trataron de tapar el desastre medioambiental de los pellets transportando a la sociedad gallega a través de la historia a la peor parte de la gestión política de la catástrofe del Prestige.
Y a pesar de su afinidad con la patronal, no sólo dilapidaron miles de millones cubriendo los disparates de los directores de las cajas de ahorros, sino que permitieron la destrucción de más de 2.200 empresas, reduciendo la población activa en más de 70.000 personas y cargando más presión sobre el resto de trabajadores y trabajadoras, algo que explica en buena medida no solo que no hayan conseguido frenar la sangría demográfica del país, sino que más de 637.000 gallegas y gallegos vivan en riesgo de pobreza.
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