Pensamiento
Emmanuel Rodríguez: “La nueva derecha usa una suerte de utopismo retro que es el socialismo de los imbéciles”
Pocas personas han puesto tanta cabeza a la hora de analizar un fenómeno como el del 15M como Emmanuel Rodríguez (Madrid, 1974). Su disección de la clase media, y de cómo aquel fenómeno trastocó sus pilares sin derrumbarlos, constituye una referencia a la hora de abordar la última gran sacudida al sistema nacido en 1978 desde perspectivas que no son las del sentimentalismo, el triunfalismo o el aprovechamiento personal. Cuando queda poco para que se cumplan quince años de aquel movimiento-acontecimiento, Rodríguez ha dado un paso en otra dirección. En su último ensayo, El fin de nuestro mundo (Traficantes de sueños, 2025), cuenta y calibra los clavos en el ataúd de esa clase estabilizadora. Una caída a cámara lenta que, como explica en el libro, tardará dos o más generaciones en ser completamente efectiva, pero que viene provocada por varios elementos inevitables: la policrisis conjugada en términos ecológicos, económicos, sociales y políticos.
El posesivo 'nuestro' del título del libro aleja la interpretación de que el autor de El efecto clase media (Traficantes de Sueños, 2022) habla en términos apocalípticos. Más bien se trata de una serie de tendencias que, sumadas, hablan de nuevos escenarios para los que, como es habitual en su pensamiento, defiende como imprescindible la articulación de contrapoderes políticos. Eso sí, desterrando la idea del progreso que ha funcionado hasta ahora como lubricante para la izquierda. Esa es la propuesta más arriesgada y quizá polémica de un ensayo que, pese a la gravedad del diagnóstico, deja abierta la puerta a algunas expectativas de cambio.
¿Hay algo deseable en que se acabe eso que has llamado “nuestro mundo”?
Probablemente, para nosotros, tal y como estamos, nada, no hay nada deseable. Lo que viene para nuestra generación, esas que podríamos llamar las clases medias formadas en los países occidentales, es que en un futuro se viva en términos puramente negativos, de terror, pánico o miedo. Lo único que pasa es que ese fin de nuestro mundo todavía queda lejos. Esa es la paradoja. Se ve venir, pero está todavía muy lejos en el horizonte.
Sin embargo, en el libro sí haces una reflexión sobre la llegada de los “bárbaros”, en el sentido de valorar la caída del sistema de dominación occidental.
Hay una constatación que tenemos que hacer: el mundo dominado por Occidente, el mundo de la hegemonía occidental, que tiene 250 años de antigüedad, desde algo antes de la revolución industrial, desde los grandes imperios coloniales del “nuevo mundo”, se está acabando. Realmente el futuro de la humanidad no se encuentra ni en Europa ni en Estados Unidos, se encuentra en otro lugar. Como decía Josep Borrell, para los que vivimos en Europa y Estados Unidos, este mundo es todavía un jardín. Son todavía sociedades ricas que acumulan una cantidad enorme de distancia respecto al resto del planeta, porque han sido el hegemón durante esos 250 años. Todavía tienen capacidad de atraer parte de la fuerza y la vitalidad de otras partes del planeta. Y esa atracción la deberíamos considerar no solamente como algo necesario, que es como lo miran la mayor parte de los economistas mínimamente inteligentes y en el fondo, de una forma cínica, la mayor parte de las poblaciones occidentales, sino como una oportunidad también cultural, política de movernos hacia otro lugar.
La crisis ya no es solamente del capitalismo industrial, es del dominio del capitalismo mundial por parte de Occidente, y eso es una novedad
¿Qué ha definido ese “nuestro mundo”?
Era básicamente un mundo de progreso, un mundo con certezas, un mundo en el que realmente la movilidad social ascendente todavía funcionaba. Un mundo donde las viejas promesas del capitalismo de tener más, mejor y más barato eran relativamente factibles. Un mundo donde los hijos podían estudiar más de lo que habían estudiado los padres. Un mundo donde esos hijos podrían probablemente vivir mejor que sus propios padres. Y eso se está invirtiendo ahora a gran velocidad.
¿Y qué cambia con respecto a otros momentos? Ya en los años 70, en la primera gran crisis del capitalismo contemporáneo se decía “No hay futuro”.
Creo que está bien situar los años 70 como punto de referencia, pero la diferencia con respecto a la situación actual es que los años 70 fueron la gran crisis del capitalismo industrial europeo y estadounidense. Esa crisis barrió completamente un mundo que definitivamente se ha extinguido, que es el de la vieja clase obrera industrial. El canto del cisne, que merece recordarse y en cierta medida un homenaje por nuestra parte, fue el punk. El punk es básicamente un grito de desesperanza, pero también una afirmación de “aquí estamos, somos feos, somos guarros, pero vamos a hacer lo que podamos y lo vamos a hacer con nuestro propio criterio, reivindicando la capacidad de hacer por uno mismo: la autogestión, la autonomía, etcétera”. La diferencia con la situación actual es que la crisis ya no es solamente del capitalismo industrial, es del dominio del capitalismo mundial por parte de Occidente, y eso es una novedad.
¿En qué sentido?
No hay una solución de reemplazo a esta crisis, en términos positivos. Por supuesto, va a seguir habiendo mundo, va a seguir habiendo capitalismo, probablemente, va a seguir habiendo Europa y Estados Unidos, pero ya no van a tener, de alguna manera, esa expectativa de futuro; un horizonte progresivo, deseable, ya no digo glorioso.
¿Por qué?
Estamos en una crisis capitalista extremadamente difícil de comprender, pero sobre todo de resolver. Y eso lo vemos en distintos aspectos, lo vemos por ejemplo en que hay una crisis acumulada o una caída acumulada de la productividad; hay una caída también del crecimiento de la tasa de beneficio; hay una incapacidad de generar nuevos ciclos productivos que sean relativamente exitosos. Eso lo hemos visto, por ejemplo, con las nuevas tecnologías o la inteligencia artificial, muchas de ellas son casi un bluf, es decir, prometen transformaciones enormes, prometen crear empleo, prometen transformar completamente la economía, nuestros modos de producir, etcétera, pero al final esas promesas se cumplen, en el mejor casos, de una forma muy parcial.
No suponen tanto para el crecimiento económico como a priori parece.
No hay nada parecido a lo que fueron las viejas revoluciones industriales. Ni comparando con la primera (el vapor, el textil), ni con la segunda (la industria química, los grandes altos hornos), ni con la tercera (el petróleo,el automóvil). Es decir, no ha habido un sustituto de eso y no parece que lo vaya a ver. Eso lo que marca básicamente es que estamos en una suerte de impás, en el que el capital no encuentra formas de colocar su dinero en la producción de bienes que permitan generar las tasas de rentabilidad convenientes. Por eso vemos fenómenos muy morbosos, como por ejemplo la explosión de las finanzas, de los mercados bursátiles.
Normalmente el capitalismo ha optado por abrir nuevas fronteras económicas, ampliar su territorio de conquista ¿Eso no funciona?
Parece que con China y el sudeste asiático habríamos llegado a la última estación de esa capacidad de generar nuevos espacios productivos, lo que se llama una solución espacial. No parece que vaya a haber otro bloque geográfico, ni siquiera India, que tenga la capacidad de actuar como motor y locomotora, atrayendo todas las industrias con un abaratamiento del trabajo, de los costes fiscales y ambientales. Si a eso le añades la crisis climática, pues te encuentras que lo que tenemos es un capital en crisis.
¿Cómo afecta eso al trabajo?
Básicamente, si el capital no encuentra rentabilidad y no encuentra dónde colocarse, tampoco necesita emplear gente; y eso hace que una parte de la población trabajadora se vuelva redundante. No quiere decir que esa población no trabaje, se busque la vida y se emplee en los servicios, en toda clase de trabajos informales y precarios. Pero ese empleo que el capital rentabiliza, revaloriza de una forma prácticamente exponencial a través de la incorporación de nueva tecnología, eso ya no se da. Eso es lo que hace que el capital no sepa qué hacer con buena parte de la humanidad, aunque le venga muy bien que sea redundante porque eso abarata los costes del trabajo. No hay capacidad de aprovechar ese talento ni esa fuerza de trabajo inmensa que existe a día de hoy. Y eso genera una situación muy compleja.
Esa inmovilidad del capital contrasta con la movilidad humana a través de las migraciones.
Creo que las migraciones tienen un valor fundamental porque son un mecanismo de equilibrio homeostático de las desigualdades sociales que se dan a nivel planetario. Es decir, si en un sitio no hay oportunidades de ganarse la vida, hay un desplazamiento hacia otro lugar. Eso es un elemento de redistribución inmediato con el cual cualquiera que se llame a sí mismo progresista, marxista, igualitarista, comunista, socialista, etc, debería estar de acuerdo y no debería primar el criterio nacional. El otro elemento de la pregunta es que estamos en un capitalismo en crisis también para los países ricos. Lo que vemos es que esas migraciones que se dirigen ahora mismo hacia el norte global no tienen la misma posición que tenían, por ejemplo, en la gran época esplendorosa del capitalismo industrial, cuando se incorporaban a los ciclos industriales y realmente era una mano de obra absolutamente requerida y necesaria. Hoy cumplen una función que es distinta y que se inserta en una economía que es de servicios.
¿Cuáles son las consecuencias de esa nueva asignación por parte del capital?
Esta es una economía en la cual la posición de estos migrantes es básicamente sostener servicios cada vez más degradados para las poblaciones de los países ricos. Nos encontramos con que este trabajo barato se dirige a los cuidados y las tareas de reproducción. Se trata de garantizar la capacidad de consumo de estas poblaciones por medio de un trabajo cada vez más barato y además muy sometido. Entonces, los migrantes se integran justamente en un lugar que no es el del viejo obrero, sino que es el de una nueva servidumbre. Y ese lugar es paradójico porque, por un lado, se vuelven imprescindibles para mantener el nivel de vida de las clases medias occidentales, pero por otra parte, se genera una posición de nuevo racismo, que no es exactamente el mismo que se vivía en las economías de plantación de los años 70, sino que está inserto en la economía de servicios.
Lo que queda clausurada entonces es la posibilidad de incorporarse al ciclo virtuoso del ascensor social.
Mientras que la migración de los años 60 y 70 incorpora trabajadores —a los que por supuesto se les racializa, se les separa de los trabajadores nativos, se les paga menos— en la actualidad, lo que incorpora básicamente no son trabajadores, yo creo que lo que se quiere incorporar son siervos y esa es una novedad. Por supuesto, sigue habiendo trabajadores en el sentido clásico en la industria, la agricultura y en los servicios, pero mucho del trabajo que realiza la población migrante es un trabajo de servicios al consumo y de servicios a los hogares. Es decir, que básicamente son un mercado destinado a la reproducción de las condiciones de vida de las clases medias, que todavía tienen cierta capacidad para pagarlo.
Algo que resaltas en el libro es la caída de la tasa de natalidad, y la cantidad de efectos sociales y políticos que ésta tiene.
Una de las cuestiones más sintomáticas que reflejan que estamos en una crisis muchísimo más profunda de lo que se reconoce es que, en efecto, la caída de la natalidad no solamente se da en los países ricos, sino también en los países de rentas medias y en los países emergentes. El caso más sangrante es el de Corea del Sur, un país rico de gran éxito en las últimas tres-cuatro décadas. El número de hijos por mujer está en 0,7, es decir, prácticamente cada generación es un tercio de la anterior. Lo cual en términos demográficos, prácticamente condena al país a la extinción. Pero es que se da también en China, donde está en uno y poco, se da en un país como Irán, donde tampoco se llega al reemplazo generacional, se da en buena parte de los países latinoamericanos. Y el único lugar donde la transición demográfica todavía tiene cierto recorrido, es el África tropical ecuatorial, porque África del Sur también tiene una dinámica descendente. Entonces nos encontramos que la gente no tiene hijos.
¿Cuáles son las razones?
Creo que obedece a una crisis de la reproducción social. Los costes de la crianza y los costes de reproducción familiar se vuelven inasumibles para mucha gente. Hablo de los costes en educación, en salud, el cuidado de los niños, que para muchísima población se vuelven prácticamente imposibles. En los países mediterráneos se ve cómo la emancipación o las posibilidades de emancipación se retrasa. Se posterga la construcción de núcleos familiares del tipo que sea, y se posterga muchísimo también la posibilidad de tener un hijo, ya no te digo dos o tres. Es una suerte de tendencia universal. Podríamos decir que la gente no quiere tener hijos en las condiciones a las cuales se le ofrece tenerlos, porque es en cierta medida demasiado caro.
Esta tendencia ha generado la narrativa del gran reemplazo enarbolada por la extrema derecha, que dice que hay todo un programa para la sustitución de población autóctona por las personas migrantes. ¿Por qué crees que está teniendo éxito este relato?
Porque realmente es una situación de pánico. Si tu apuesta es por el supremacismo blanco, que tu población mengüe quiere decir básicamente que tu población o la nación a la cual apelas parece condenada a extinguirse o a convertirse en una minoría. Entonces es un pánico racial. Es un pánico también al desclasamiento, a la desaparición, al empobrecimiento, es un pánico a no contar socialmente. Es miedo al mestizaje, a ser otra cosa distinta a la que uno se imaginó que era. Hay toda clase de elementos que están conjugados ahí y son los puntos fundamentales en los cuales se articula el nuevo racismo.
¿Por qué no usas la categoría de fascismo para llamar a estos nuevos fenómenos?
No creo que sea un fenómeno como el de los años 30. Lo de Nueva Derecha Radical me convence más. Creo que las categorías, cuando se emplean de forma continua en términos propagandísticos y construyen una ideología dejan de operar socialmente, confunden en términos analíticos.
En todo caso, hay un actor que está aprovechando esos pánicos.
Por supuesto. La cuestión es si aquello que se le opone es muy distinto a él. ¿Son tan distintos los progresismos actuales y estas nuevas extremas derechas o comparten un terreno común de interpretación de la crisis? Uno de los grandes interrogantes es por qué todas esas poblaciones que reconocemos de forma inconfundible como populares aparecen siempre como una suerte de interrogante política, es decir, no existen políticamente con presencia propia, son representadas, pero no existen como organización propia.
Te vuelvo a hacer la pregunta que tú mismo has hecho, ¿Cuál es la concomitancia entre esa extrema derecha con el espacio del progresismo clásico con respecto a la migración?
Si tú tomas la explicación de la polarización política tal y como lo hacen por ejemplo, los estadounidenses, que se han agrupado en torno a la hipótesis del capitalismo político, o como lo hace Thomas Piketty, básicamente lo que ven en términos electorales es que este nuevo fenómeno de la nueva derecha corresponde con un segmento muy determinado, no de la clase obrera, eso es falso, sino básicamente lo que sería una derecha pro mercado. En términos sociales, esta tiene su base fundamental con el pequeño empresariado, los autónomos, de alguna manera cierto trabajo cualificado que no necesariamente pasa por lo que sería el capital escolar-académico. Mientras que el nuevo progresismo tiene su base en los sectores más educados de estas sociedades: universitarios, profesionales, muchas veces, pero no necesariamente ligados al empleo público. Y los dos operan en términos políticos con una posición ideológica brutal, pero con una incapacidad para atraer a aquellos sectores — aunque eso varía según países— que podríamos considerar de los estamentos más populares, más ligados a los viejos y a los nuevos proletariados, de los servicios y de la industria, que fundamentalmente son abstencionistas o que no tienen derecho al voto.
La izquierda tiene muchos problemas, para empezar que la izquierda siempre es una instancia de representación y eso ya es problemático
Con matices. ¿Cuáles son?
Por supuesto, el progresismo, en la medida en que se alía con la izquierda, formalmente, nominalmente, suele ser mucho más inclusivo, más universalista, más ilustrado, mientras que los otros tienen una deriva más nacionalista, más racial, etcétera. La cuestión es que ninguno de los dos es capaz de operar (no quieren tampoco operar) en términos de construcción de lo que sería una agencia política, un sujeto político que sea propio de ese nuevo proletariado. Eso no existe, no está articulado políticamente en estas sociedades. Son sociedades donde las dos fracciones de la clase media se enfrentan y tienen un gran combate ideológico. Pero aquello que muchas veces dicen representar, no está en sus fines.
¿Ves alguna experiencia que sí que pueda aportar algo? La Francia insumisa parece que sí ha comenzado a operar a contracorriente. Tú en el libro hablas de Black Lives Matter.
Empieza a haber un diagnóstico de la izquierda que llamaríamos la izquierda progresista, la izquierda progre, de los límites sociales de sus propuestas. Pero también hay una base material muy fuerte que que la impele a reproducirse como clase experta y que la impele a lanzar sobre el Estado unas demandas que le son propias, que son de gestión de lo que sería el salvataje económico en sus propios términos, con políticas de racionalización económica y de racionalización social. También, por supuesto, en las políticas de transición ecológica. Pero yo creo que no es un problema simplemente de la izquierda, es un problema de la capacidad que tienen estos sujetos de irse organizando.
¿Cuáles son los elementos de disonancia?
Hay muchos elementos, por ejemplo, en la nueva derecha, que son elementos que hay que reivindicar, por ejemplo, el elemento anti experto anti élite que tienen, totalmente desviado en su caso, pero que es una cosa que deberíamos reivindicar. La nueva derecha aplica una suerte de utopismo retro, nacionalista racista, que sería como el socialismo de los imbéciles, el antisemitismo del siglo XIX o de principios del siglo XIXI, desde donde realmente acusas a un sector, en este caso los extranjeros, los musulmanes, de chivo expiatorio, lo demonizas, en una suerte de reivindicación también anti elitista. Apunta a las castas globalistas, que están organizando la supresión de las condiciones de vida en las cuales vivía el pueblo trabajador antiguo, pero esa nueva derecha es incapaz de imaginar una solución real para los problemas que viven y que son los mismos que tiene ese sujeto al cual demonizan.
Defiendes que las tradiciones del movimiento obrero que más te interesan no tienen que ver con la persecución del progreso.
La izquierda tiene muchos problemas, para empezar que la izquierda siempre es una instancia de representación y eso ya es problemático. Pero uno de los principales es básicamente el cuerpo de su ideología, que es progresista. La izquierda es ilustrada, es positivista y sus representantes tienen una enorme confianza en que ellos pueden dar una solución a lo que sería el futuro de estas sociedades mucho mejor que cualquier otro gestor. El problema de esa visión, es que muchas veces no entiende cómo se han construido movimientos de masas que a sí mismos se han llamado de izquierdas. Es difícil reconocer al propio movimiento obrero como un movimiento de tipo progresista. En sus orígenes fue un movimiento con componentes fuertemente tradicionalistas y a veces reactivos, es decir, contra el maquinismo, por la defensa de lo que sería la economía moral tradicional, por la defensa de las propias comunidades, que eran muchas veces comunidades trasplantadas del campo a la ciudad, etcétera. Y yo creo que esos elementos, que son de corte también antropológico, fueron lo que le dieron más sustancia y más profundidad al movimiento obrero. Es decir, hay cesuras entre lo que han sido los movimientos reales de la población si quieres subalterna, plebeya, organizada y lo que es su representación, que es la izquierda. Entre esas dos entidades no hay una correspondencia muy clara en términos históricos, no hay una relación de equivalencia —esto es “a” y se representa por “a”— sino que es más bien una masa muy compleja de realidades sociales en movimiento que es representada por una serie de figuras, que es lo que llamamos izquierda.
¿Hay actualmente izquierda sin progresismo?
Más que izquierda sin progresismo, lo que hay son realidades sociales, políticas, parapolíticas, o protopolíticas que son interesantes.
Eso lo doy por hecho, pero ¿hay alguna oportunidad de rescatar a la izquierda del progresismo?
Aunque nosotros podemos reivindicar una herencia desde luego ilustrada, el valor de la ciencia y tal, hay muchos elementos de cómo interpreta la izquierda su posición política, que si los modificas dejarían de ser de izquierdas, y yo creo que uno de ellos es la idea de progreso. Es decir, me resultaría muy difícil que alguien se llamase a sí mismo de izquierdas sin ser progresista en un sentido básicamente de orden tradicional: la propia evolución del capitalismo en términos marxistas de lo que sería el desarrollo de las fuerzas productivas conlleva en potencia un futuro de emancipación y de mejora, una especie de relato de este tipo. ¿Va a haber una izquierda que sea capaz de reivindicar componentes que no entiende y que probablemente le parezcan en cierto modo aberrantes? Pues es difícil.
¿Cuál es el futuro en tal caso?
Probablemente pueda dejar de ser eurocéntrica, puede dejar de ser blanca, pero no sé si puede dejar de ser progresista para seguir llamándose izquierda. No sé si puede renunciar a ese relato en el que el futuro se concibe en términos de la emancipación humana de una manera muy determinada, un relato que realmente parte de presupuestos que son de orden liberal.
No tenemos que confiar en los gestores, porque ellos realmente no son más que piezas que dependen de mecanismos complejos. Lo que tenemos es que construir nuestros propios poderes
Cuando planteas una confrontación con el gerencialismo progresista de la catástrofe climática corres el riesgo de que se te acuse de desmovilizar. ¿Cómo denunciar esa creencia en que el progreso nos socorrerá sin caer en el siempre denostado pesimismo o en lo que se ha llamado colapsismo?
No es que no se pueda hacer nada ante la catástrofe climática, sino que realmente por mucho que hagamos nosotros, los individuos concretos, va a valer de poco. Esa es la diferencia fundamental. Buena parte de lo que serían las medidas de racionalización del desastre ecológico en el que estamos dependen de los propios Estados, y algunos han tomado ya cartas sobre el asunto y han aplicado una línea de tendencia. Lo que no se va a conseguir es revertir determinados umbrales que ya se han sobrepasado. Los puntos de inflexión ya han iniciado una senda de irreversibilidad. ¿Este es el fin del mundo, el gran colapso, tal y como lo imaginan determinados ecologistas? No. Pero es un mundo con enormes desajustes y desequilibrios ecológicos y por supuesto, con un impacto a nivel social y probablemente político salvaje.
¿Por qué?
Va a haber una desarticulación de prácticamente todos los sistemas agrarios de buena parte del planeta. Por lo tanto, dado que estamos en un régimen de fronteras, eso implicará movimientos de población, catástrofes demográficas en determinados lugares, guerras, etc. Este es el mundo en el que ya vivimos y es el mundo el que yo creo que hay que intervenir. No hay que intervenir simplemente desde un tipo de racionalización capitalista de lo que sería el bloqueo de la catástrofe climática, sino hay que intervenir en el sentido de construir poderes reales, poderes populares, poderes nuestros que tengan capacidad para organizar la vida desde otro lugar. Esa es la diferencia. No tenemos que confiar en los gerentes y en los gestores, porque ellos realmente no son más que piezas que dependen de mecanismos complejos. Lo que tenemos es que construir nuestros propios poderes. Y si tienes esos poderes, moverás de alguna manera, producirás muchos más desplazamientos en términos de esa racionalización capitalista de lo que lo vas a hacer si solo confías en medidas de responsabilidad individual o en las medidas que se basan en la confianza hacia lo que sería esa clase climática consciente.
¿Qué papel juega la guerra en esta crisis?
Las situaciones de crisis y las crisis capitalistas suelen ir acompañadas de conflictos bélicos. Una de las insistencias que se hace hoy es entender la crisis ecológica como una crisis capitalista. Es el sistema económico, con todo su metabolismo ecológico híper complejo, híper devastador, el que produce la crisis ecológica y la crisis ecológica se va a manifestar siempre como una crisis capitalista. Y esto quiere decir que es una crisis de rentabilidad, pero también es una crisis de empleo, es una crisis de caos sistémico y por lo tanto es una crisis que producirá conflictos bélicos con toda seguridad.
¿Pero puede ser la guerra una solución a la crisis capitalista? Porque el capital tiene un lugar al que desplazarse: la industria armamentística.
Por supuesto, va a haber keynesianismo militar. Eso es lo que se intenta ahora en Estados Unidos y Europa. Ponemos la máquina del Estado a gastar dinero en la producción de armas, probablemente comprándosela a Estados Unidos. Y eso aumenta la capacidad industrial y la rentabilidad del capital que se mete en esa industria con sus tecnologías y sus empleos cualificados. El problema de ese tipo de soluciones es que son soluciones parciales. Desde el viejo argumento marxista, las guerras producen una destrucción de capital sobrante y, por lo tanto, abren nuevas oportunidades en la reconstrucción para ampliar el capital de forma productiva. Pero el problema es que no estamos en una situación convencional. Estamos en una situación de agotamiento de la base de recursos sobre la cual se sostiene el sistema capitalista. Entonces, el problema de realización también está básicamente en esa incapacidad de disfrutar de un capital natural barato, con una naturaleza barata que se pueda explotar de forma creciente. Por tanto, destruir más la naturaleza no aumenta las posibilidades de realización del capital, más bien las destruye.
La política es básicamente la intervención en el cambio histórico, en abrir posibilidades distintas de futuro, que no necesariamente son las del progreso inevitable
Has dedicado parte del libro a los grandes barones de Silicon Valley, ¿Qué crees que representan en esta época del capitalismo?
Hay una serie de reflexiones que yo creo que merece la pena recuperar que son la idea el tecnofeudalismo de Cédric Durand y las respuestas de sus críticos, Morozov y demás. Apuntan a algo que es que es relativamente novedoso: en esta situación de crisis, uno de los elementos que bloquean las soluciones capitalistas es que se han generado súper monopolios en el área de las nuevas tecnologías, las tecnologías de la información, incluso en determinados ámbitos de lo que sería la transición energética, que no son exactamente iguales que los anteriores. La capacidad de destruir ese monopolio por la entrada de nuevos jugadores no se produce. Eso es una novedad que tiene que ver con el poder de monopolio que otorga la propiedad intelectual, pero también con el enorme poder financiero que se le ha concedido a estas megacorporaciones y que no está justificada en su nivel de facturación, porque todas estas grandes corporaciones son gigantes en términos bursátiles, pero en términos de facturación no lo son tanto. Apple, Tesla y algunas más están completamente infladas por un capital financiero y una promesa y unas expectativas que no se justifican en términos de su facturación y probablemente de sus desarrollos tecnológicos a futuro. Esto no responde al curso de lo que ha sido la historia del capitalismo industrial. Es algo distinto.
¿Cómo se engarza este libro con tus anteriores trabajos sobre la clase media?
El intento de los trabajos anteriores era explicar por qué una sociedad como la española ha sido tan estable incluso después del embate del 15M. Buscaba estudiar los mecanismos de estabilización social con esta figura un tanto ambigua y extraña que es la clase media. El fin de nuestro mundo es básicamente un intento de hablar de las tendencias hacia la crisis y hacia la incapacidad de mantener esa estabilidad social a futuro. Es el cambio más sustancial, teniendo en cuenta que probablemente estemos en una época en que eso se está haciendo mucho más patente, aunque en España llegue tarde.
¿Dónde crees que están las escapatorias a ese fin de nuestro mundo?
No lo tengo claro. Lo que sí podemos ver es que en ese mundo que ya no va a ser exactamente dominado por Occidente, que será un mundo con sus conflictos de distinto tipo, bélicos, sociales, lo que veremos son sociedades que serán muy distintas a las actuales. Y en esas sociedades surgirán de nuevo oportunidades de construir, de crear mundos de vida, horizontes de posibilidad que serán distintos a los de otras épocas. Y cualquier política tiene que apostar por eso. El terreno de la política es el que busca las posibilidades que hay en el cambio, no una suerte de nostalgia. La política es básicamente la intervención en el cambio histórico, en abrir posibilidades distintas de futuro, que no necesariamente son las del progreso inevitable.
Defiendes, en cambio, que la política actual está definida por la impotencia.
Esa es una de las situaciones extrañas. Hay mecanismos compensatorios. Existe una suerte de nihilismo dulce, porque realmente tenemos la posibilidad todavía de encontrar determinados tipos de compensación en el consumo de ciertos bienes y sobre todo, de ciertas experiencias. Al menos aquellos que tienen cierto cierto nivel adquisitivo. Eso pues, te permite, por un lado, mantener una alta indignación, pero a la vez no verte forzado a cambiar nada en tu forma de vida y por lo tanto a construir una política distinta. Creo que es el resultado de la impotencia. La impotencia es básicamente esa incapacidad para construirte una vida distinta que supone riesgo, porque supone renuncias.
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