Opinión
Sobre la crisis sanitaria en Andalucía: privatización, oportunismo y lucha de clases
El escándalo del cribado tardío de cáncer de mama en Andalucía ha puesto contra las cuerdas al gobierno de Moreno Bonilla. Según cifras de la Junta, en torno a 2.000 mujeres se habrían visto afectadas por los fallos en el programa de detección precoz del cáncer. Todo apunta, sin embargo, a que la cifra real supera a la oficial, y es muy probable que existan víctimas de errores idénticos en el cribado de otros tipos de cáncer —como, por ejemplo, el de colon y el de cérvix—. Aunque la Junta se ha escudado en el hecho de que, según las autoridades sanitarias, el porcentaje de resultados dudosos que finalmente resultan malignos es del 2%, lo cierto es que incluso si damos por buenas las estimaciones más optimistas el problema sigue siendo gravísimo: aproximadamente medio centenar de andaluzas —atendiendo exclusivamente a las cifras oficiales y tomando en consideración únicamente el cáncer de mama— tendrían una elevada probabilidad de padecer una enfermedad mortal sin saberlo, y el negligente retraso a la hora de proporcionarles un tratamiento podría costarles la vida.
Antes de que el caso escalara al rango de crisis política, el gobierno andaluz intentó quitarle peso al asunto, tratando de reducirlo a un error puntual y aislado. A pesar de que el SAS tenía constancia de retrasos en la comunicación de diagnósticos desde enero de 2024, Moreno Bonilla se lamentó primero de no haber sido informado con la suficiente antelación para excusarse después afirmando que cuando se detecta algún indicio de enfermedad las pacientes no son avisadas con premura para «no introducir un elemento de ansiedad». Por su parte, la consejera de Salud y Consumo tuvo la desfachatez de instar a las afectadas a «no ver el vaso medio vacío», acusándolas de haber politizado el desafortunado incidente y sugiriendo que la polémica respondía a una demagógica operación de manipulación política. Tras sucederse distintas movilizaciones en varias ciudades andaluzas, y en un intento de salvar la crecientemente mermada popularidad del gobierno, el PP andaluz ha terminado forzando su dimisión, haciendo rodar la primera cabeza de turco. Por el momento, sin embargo, la jugada no ha tenido mucho éxito, como tampoco lo ha tenido la mezquina campaña de lavado de cara del partido, que nos ha dejado entre otras lindezas la escalofriante imagen del presidente de la Junta fotografiándose con niños enfermos en el Hospital Universitario de Torrecárdenas.
Pero si la respuesta del PP ha sido lamentable, el desfile de reacciones hipócritas del resto de partidos burgueses no se ha quedado atrás. Ante la proximidad de unas elecciones que anunciaban otra victoria segura del PP, el PSOE-A ha aprovechado la oportunidad para desacreditar a su oponente, atribuyendo la responsabilidad de lo sucedido a las políticas privatizadoras de Moreno Bonilla. Las fuerzas de la izquierda a la izquierda del PSOE, por su parte, han dejado a un lado el debate sobre la unidad sumándose al unísono y sin excepción al carro de la crítica del PP y la defensa de «lo público» frente a «lo privado». La campaña de recogida de firmas lanzada por Sumar para pedir la dimisión de la consejera de Salud y la insistencia de Podemos en situar las causas de la crisis sanitaria en «el modelo de gestión al que nos ha llevado el Partido Popular» dan buena prueba de ello. El objetivo, claro está, es utilizar el escándalo para dirigir hacia el PP la indignación que la mayoría social andaluza experimenta ante el deplorable estado de su sistema sanitario, evitando así que los de Bonilla revaliden su victoria en los próximos comicios y logrando, en el mejor de los casos, acceder al gobierno autonómico en coalición con el PSOE-A.
No hay duda de que el PP ha acelerado a pasos agigantados el desmantelamiento de la sanidad pública andaluza en favor del negocio de la sanidad privada. Desde que llegó al poder en 2019 hemos sido testigos de un goteo constante de medidas que, de manera más o menos velada, apuntan en esta dirección: entre 2018 y 2025 el porcentaje de gasto en sanidad respecto al PIB disminuyó del 6,8% al 6,2%. El mayor salto en este sentido tendría lugar en octubre de 2023, cuando la Junta anunció un desvío adicional de fondos de 734 millones de euros al sector privado. Asimismo, este verano la Junta cerraba siete de cada diez centros de salud durante las tardes para derivar a los pacientes a la privada. Como es costumbre en los procesos de privatización, el caso que nos ocupa tampoco se libra de la mano negra de la corrupción: en la actualidad, una investigación judicial en curso trata de determinar si la sanidad andaluza pausó conciertos con clínicas privadas para volver a contratarlas a un precio más elevado. No hay duda tampoco de que los esfuerzos del PP han dado resultado: los seguros médicos privados han crecido un 25% en Andalucía desde el comienzo de su primera legislatura.
Sin embargo, el deterioro de la sanidad pública no puede atribuirse exclusivamente a las políticas del PP, por al menos dos razones. La primera es que su agenda de privatización, infrafinanciación y saqueo no ha hecho más que radicalizar un proceso iniciado e impulsado por el PSOE-A a lo largo de sus 40 años al frente de la Junta. No por nada Andalucía ya estaba, en la década de 2010, inmersa en una tendencia de disminución de personal sanitario (por ejemplo, entre 2012 y 2013, con el gobierno de PSOE-IU, se redujo la plantilla en algo más de 7.700 efectivos) acompañada de un aumento de las derivaciones a centros privados. Esto en una comunidad autónoma que ya se encontraba de por sí a la cola del gasto per cápita en sanidad. La cosa no queda aquí ya que, en relación con el tema que estamos abordando, informes del Defensor del Pueblo en 2016 apuntaban a que ya en 2012 se estaban produciendo los fallos de coordinación que han desembocado en el escándalo de los cribados. El PSOE-A está muy equivocado, por tanto, si piensa que la clase trabajadora andaluza va a olvidar tan fácilmente que gobernó durante décadas para los mismos señoritos de siempre.
Como gestores leales del Estado burgués, PSOE y PP simplemente se han limitado a obedecer las órdenes de la oligarquía europea, ejecutando su programa a fin de salvaguardar un orden político en el que lo fundamental es siempre a la acumulación capitalista. Tras la crisis del modelo keynesiano, el desmantelamiento de los servicios públicos se convirtió en uno de los ejes centrales de este programa. Las medidas neoliberales que ambos partidos se encargaron de implementar a lo largo de varias décadas permitieron a la burguesía relanzar temporalmente la acumulación gracias a la intensificación de la ofensiva capitalista contra el trabajo, que se saldó con un deterioro generalizado de las condiciones de vida de la clase trabajadora y la desarticulación prácticamente completa del conjunto de instituciones propias del movimiento obrero. Sin embargo, y pese a que logró reestructurar la correlación de fuerzas entre capital y trabajo en favor de la burguesía, el neoliberalismo fracasó en el intento de restaurar la tasa de ganancia. El estallido de la crisis financiera global en 2008 constató su agotamiento.
El giro neokeynesiano adoptado en los últimos años por las clases dominantes debe entenderse como una respuesta a la crisis del ciclo de acumulación neoliberal. Por mediación del Banco Central —ya sea a través de la compra de deuda pública o privada, la bajada de los tipos de interés o los programas de inyección de liquidez—, en este nuevo ciclo el Estado se convierte en el principal sostén de la ganancia capitalista, pero a diferencia de lo que ocurría en la etapa keynesiana original, la intervención estatal no va ya de la mano de la implementación de políticas redistributivas, sino todo lo contrario: el aumento de la ganancia capitalista en tiempos de declive sólo puede lograrse a costa de empobrecer aún más a la clase trabajadora, recortando en gasto social para destinar una porción cada vez mayor de recursos públicos al incremento de la acumulación y, por supuesto, del gasto represivo —giro autoritario mediante— para hacer frente a la conflictividad social. La incorregible desaceleración de la tasa de ganancia incrementa la competitividad entre bloques imperialistas y fomenta el nacionalismo económico en un mundo crecientemente asolado por la guerra. El rearme imperialista de los Estados europeos, obligados a invertir un 5% del PIB en gasto militar, sólo cobra sentido a la luz de estos hechos.
Lo anterior nos conduce a la segunda de las razones por las que reducir la crisis sanitaria andaluza a una consecuencia del “modelo de gestión al que nos ha llevado el Partido Popular” es radicalmente falso y, por ello, profundamente oportunista. Y es que el deterioro de la sanidad pública responde a tendencias asociadas a la crisis de larga onda que atraviesa el capitalismo a nivel global; tendencias que, para desgracia del nacionalismo económico socialdemócrata, desbordan con mucho el marco político del Estado-nación y quedan fuera del radio de acción de los distintos gobiernos nacionales. Es decir, que los problemas de los que adolece la sanidad española en general, y la andaluza en particular, no obedecen simplemente a la mala gestión de determinados gobiernos o políticos, sino que son el fiel reflejo de los límites estructurales del propio capitalismo. Ya sea gobernado por partidos de derecha o de izquierda, el capitalismo está guiado por la ganancia y no por las necesidades humanas, y por eso ha demostrado ser incapaz de ofrecer soluciones reales. Todas las fuerzas políticas que aspiran a gestionar el capitalismo están por tanto constreñidas por estos mismos límites. La izquierda reformista no es una excepción, lo que implica que la viabilidad de la propuesta implícita en la crítica que Sumar, Podemos y compañía dirigen contra el gobierno de Moreno Bonilla —a saber: reforzar la sanidad pública en detrimento de la privada— se enfrenta a obstáculos insuperables.
En efecto, las bases materiales que hicieron posible el desarrollo de los Estados sociales de posguerra brillan hoy por su ausencia. El estancamiento de la productividad, las altas tasas de desempleo y la ausencia de un movimiento obrero fuerte, por citar sólo algunos ejemplo de lo que es, en rigor, una crisis histórica del capitalismo, son sencillamente incompatibles con la promesa de un retorno a un ciclo de acumulación caracterizado por el crecimiento económico constante, el fácil acceso a la propiedad y las expectativas de ascenso social que conocieron amplios sectores de la clase trabajadora del centro imperialista durante el período keynesiano. El capitalismo atraviesa una fase crítica en la que su propia reproducción como sistema depende de una intervención estatal orientada a transferir una porción cada vez mayor del valor producido por la clase trabajadora al sostenimiento de la inversión privada, pero también al aumento del gasto militar y al giro autoritario de los Estados. En este contexto, una inversión en sanidad pública lo suficientemente significativa como para representar una mejora cuantitativa general y sostenida es completamente inverosímil.
Es más: suponiendo que fuera verosímil, limitarse a pedir más inversión en sanidad pública sería absolutamente insuficiente. Al fin y al cabo, aunque los voceros de la socialdemocracia intenten hacernos creer lo contrario, la sanidad capitalista no deja de ser capitalista por el hecho de ser pública. Cuando la izquierda reformista propone reforzar la sanidad pública en lugar de cuestionar el sistema en su conjunto, lo que busca es sustituir la gestión privada de la sanidad por la gestión estatal, obviando que el Estado capitalista está estructuralmente subordinado a los intereses de la burguesía. En la práctica, por tanto, defienden una sanidad pública que sigue siendo capitalista en la medida en que es administrada por el Estado en nombre de la clase dominante. Esto se traduce en al menos tres efectos: su subordinación general a la lógica de la ganancia, su administración profundamente burocrática (donde la población en general tiene poco que decir) y su control por parte de políticos profesionales dispuestos a desmantelarla en cuanto sus amos lo ordenen.
En definitiva, el hecho de que la sanidad pública sea un elemento más de la totalidad capitalista y no un islote de libertad aislado del resto de instituciones sociales es lo que explica sus problemas y limitaciones. La más elemental es la siguiente: dado que el capitalismo se guía por la búsqueda de la maximización del beneficio y no con arreglo a las necesidades humanas, el criterio que rige su funcionamiento no coincide plenamente con la mejora de la vida humana. De otro modo no se explicaría que, pese a los enormes avances científico-técnicos cosechados a lo largo de los últimos siglos, se haya demostrado incapaz de garantizar la salud y el bienestar de la mayoría de la población.
Nadie puede dudar que la privatización completa de la sanidad sería una pesadilla para la clase trabajadora. En ese sentido, la privatización, la infrafinanciación y el saqueo generalizado de la sanidad pública deben ser combatidos con toda firmeza. Sin embargo, es igualmente urgente recuperar nuestros objetivos de máximos, aquellos que inspiraron a la tradición socialista, y guiarnos firmemente en su búsqueda. La izquierda contemporánea ha abandonado —o más bien traicionado— estos objetivos, encerrándose con ello en el papel de gestora de un sistema explotador, opresivo y declinante, donde el beneficio siempre acaba imponiéndose a las necesidades humanas. La posición meramente defensiva, que se limita a aguantar el empuje del enemigo sin ser capaz de proponer nada que no sea aguantar, tratar de conservar lo existente, es incapaz de atacar la raíz de los problemas que combate, y acaba generando un clima de despolitización y desmoralización. ¿Por qué conformarnos con un sistema sanitario subordinado a la lógica de la ganancia, administrado por burócratas y perpetuamente amenazado por la avidez de la oligarquía y sus muchos sirvientes políticos? ¿Por qué no pensar más allá de las grandes farmacéuticas privadas, el personal sanitario explotado, la financiación crónicamente insuficiente, y la sujeción de la investigación médica al beneficio privado? Una política que se limite a pedir que eso sea conservado a toda costa es una política destinada al fracaso.
Mientras el capitalismo siga en pie, la mayoría de la población mundial, especialmente la del Sur Global, permanecerá sin acceso de calidad a la atención médica. Por eso insistimos en que no basta con defender la sanidad pública frente a la privada: es necesario cuestionar de raíz todo el sistema de salud capitalista y oponer a las falsas alternativas un sistema de sanidad socialista —universal, gratuito, de calidad y bajo control democrático de la clase trabajadora—. La lucha por la sanidad pública no debe entenderse como un fin en sí mismo, sino como un medio para avanzar en la construcción de una sociedad radicalmente distinta, en la que la satisfacción de las necesidades humanas de la mayoría esté por encima de la ganancia de unos pocos. Lo mismo vale para la vivienda, la educación, la cultura, el ocio y todas las condiciones básicas de vida: sólo superando el capitalismo podremos garantizar su pleno acceso universal. Urge, por tanto, construir una alternativa política socialista, un sistema orientado al bienestar colectivo y no a la acumulación de capital. Lo cual tiene como precondición recomponer nuestra independencia política y nuestra arma de combate más preciada: un partido obrero a nivel internacional. En ese camino nos encontraremos.
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