Opinión
Pedagogía de la opresión

Mirada docente sobre la educación pública. Burocracia, corporativismo, metodologías “creativas”... La escuela como engranaje en la reproducción de la sociedad de clases.

A mitad del camino de mi juventud, me perdí en un bosque oscuro por haberme alejado del camino correcto. Pero, al intentar volver, me di cuenta de lo que siempre supe: nunca hubo camino, tampoco bosque, solo oscuridad.

La educación pública (junto con el sistema sanitario también público) es quizás uno de los pilares básicos del Estado de bienestar español y, por tanto, su reivindicación y defensa se convierte en el eje de mínimos de todo discurso político que se presente como de izquierdas (o mínimamente sensato, si se quiere). Pero cuando el relato empieza a desquebrajarse, y las contradicciones estructurales infestan todo estrato social, en la oscuridad se empiezan a atisbar los contornos mismos de la explotación, incluso en esas instituciones públicas en las que hemos proyectado nuestras esperanzas emancipadoras como pilares civilizatorios.

Antes de avanzar tengo que decir algo. Este artículo nace desde mi experiencia; nunca he tenido vocación por la docencia. Acceder a ella ha sido un escape, una huida adelante en esta espera interminable hacia el abismo que son nuestras vidas en esta sociedad. No obstante, descubrí algo que no sabía. Me gusta dar clase. Me gusta ser profesor. Me gusta dialogar con los alumnos y aprender junto a ellos. Es, con todas sus cosas, gratificante. Sin dejar de ser lo que es, un trabajo.

La educación pública (y no pública) juega ahí un papel claro y determinante: acoplar nuestras subjetividades a la realidad social y sus dinámicas

Al mismo tiempo —en contraposición, pero no en contradicción—, no pude evitar darme cuenta de cuán profunda es la distancia cínica que atraviesa nuestra sociedad a la hora de cuestionar el mundo en el que vivimos, sus miserias, y la posibilidad de aspirar a otra forma de vida, a otro tipo de sociedad. La educación pública (y no pública) juega ahí un papel claro y determinante: acoplar nuestras subjetividades a la realidad social y sus dinámicas. Y yo, como mero docente interino y sustituto, no soy más que un engranaje minúsculo de esa maquinaria disciplinaria que cumple una función muy concreta (y no por ello menos ambivalente) dentro de las relaciones de producción capitalistas y la sociedad de clases. Por suerte —o no— mi inestabilidad emocional me impide ser complaciente.

En este contexto personal, en estas sensaciones vivenciales, es en donde surge la motivación para, desde las entrañas, redactar el presente artículo. En todos mis escritos siempre hay algo de eso.

Por eso, no tengo reparos en decir que la educación reglada ha sido, es y será una maquinaria de reproducción ideológica y de disciplina de clase, que busca adaptar la vida de los niños y adolescentes a los tiempos productivos y el mercado laboral. Y eso no hay relato pedagógico que lo sostenga.

Cuando hablo del papel disciplinario de la educación, no es que lo haga necesariamente en los términos de Foucault y su Vigilar y castigar o de otros autores cercanos al estructuralismo (tanto constructivistas como marxistas), como Bourdieu o Althusser. Me interesa más —sin por ello obviar esos aportes— un acercamiento, a mi errática manera, desde la Crítica de la Economía Política marxista al papel inherente que la educación tiene en el despliegue del capital y sus formas de reproducción social.

Así que se tome esto como lo que es: más un ejercicio de reflexión muy personal, que una reflexión analítica bien elaborada.

No es nada nuevo para la sociología entender el papel reproductor de las diferencias de clase a través de la división del alumnado en distintos centros educativos según su posición en el estrato social (élites económicas, clases medias-altas, trabajadoras, población en exclusión social, etcétera). Desde los informes de Coleman y Jencks, en los años sesenta y setenta, hasta los trabajos de Althusser, Bourdieu y muchos otros, este fenómeno ha sido ampliamente abordado. Las diferencias entre centros —con todos sus matices— reproducen, en la enseñanza primaria y media, las diferencias de clase y su lugar dentro del sistema productivo.

La educación elitista de ciertos centros concertados —o de los privados en general— no es comparable a la de los situados en zonas con riesgo de exclusión social, ni a la de muchos centros públicos vinculados a lo que suele identificarse como clases medias. El funcionamiento de cada uno tiende (no siempre de forma consciente o deliberada) a garantizar la adecuada integración del individuo en la sociedad de clases según sus posibilidades, y al mismo tiempo a responder a las necesidades del mercado.

En los centros de élite, la educación se orienta hacia la formación en dirección, emprendimiento y gestión económica. En los centros de clases medias acomodadas, se valora notablemente la formación humanista y la orientación al pensamiento crítico. En los vinculados a estratos obreros de menor cualificación, se suele ofrecer una enseñanza más práctica, centrada en la Formación Profesional. Por último, en los centros lumpenizados —es decir, destinados a sectores en riesgo de exclusión— se intenta ofrecer lo que se puede (no siempre con éxito), buscando al menos la inserción social de los alumnos.

Esto no significa que no exista, ni se posibilite, la movilidad social. El discurso aspiracional no tendría recorrido si no tuviera posibilidades reales.

Ahora bien, frente a las teorías de la reproducción, hay que entender que los diferentes niveles de la realidad social capitalista son dispares. No siempre se corresponde la naturaleza concreta del sistema educativo —cuya génesis histórica está vinculada a contextos industriales— con nuestras sociedades posindustriales, donde prima el sector servicios y donde, como muchos han notado, se tambalean las bases de la disciplina y las jerarquías bien delimitadas, poniendo en crisis al sistema educativo mismo. Estas contradicciones internas complican la posibilidad de trazar panorámicas generales sobre la educación que sean absolutas o coherentes.

Pero más allá de esas diferencias, a nivel general la educación debe ser tratada como una eslabón más o menos estable en las relaciones de producción capitalistas. Esta se encuentra en la intersección de una triple encrucijada: entre el Estado y su interés por reducirlo todo a estadísticas; los docentes, como una aristocracia obrera que constituye un cuerpo corporativista y con pulsiones disciplinarias; y las teorías psicopedagógicas exigidas (y que alimentan la legislación), con su afán por alinear la educación al sector servicios, actualizarla y transformarla según los nuevos ritmos productivos y su exigencia de flexibilidad, frente a unas estructuras educativas arcaicas.

El Estado y la burocratización

Sobre el papel del Estado en la educación, un par de apuntes. Lo que le interesa al Estado es la organización y administración de la realidad social reducida a estadística. El éxito y la calidad de la educación son, así, medibles con base en datos, lo que permite su canalización, a posteriori, en términos macroeconómicos (inserción, estratificación del mercado laboral según la cualificación, etcétera).

Esto se manifiesta en la práctica real educativa, en la proliferación de la burocracia y en la instauración de una dictadura del informe dentro de los centros. El objetivo de la producción de informes es intentar compaginar y traducir (más bien justificar) la práctica real con la norma y la legislación, lo que supone una primacía de la representación legalmente codificada por encima de su contenido real, siempre más caótico. El resultado: la transformación de los docentes en burócratas, obligados a dedicar gran parte de su labor a la elaboración de informes vacíos, asfixiando su propia actividad. El “éxito educativo” se convierte, así, en una serie de datos medibles que contribuyen a la administración total de toda la ciudadanía bajo esos términos. La igualdad presupuesta por la ley se convierte en la igualdad de un sujeto reducido a una representación formal y vacía de sí mismo, pero perfectamente integrable en un mercado regulado.

Toda nueva legislación (obviando la disputa bipartidista sobre el peso de la religión) tiende a reforzar aún más estas tendencias. La LOMLOE ha introducido la evaluación por competencias. En el plano teórico, todo suena estupendamente: evaluar cuantas más capacidades del alumno mejor, salir de los grilletes de la educación magistral y memorística tradicional, y adaptarse a cada realidad personal de la forma más inclusiva posible. En la práctica, esa “evaluación por competencias” se convierte en un laberinto inaplicable e inasumible, complejo y arbitrario, de datos a rellenar que, lejos de mejorar el aprendizaje, enreda aún más la elaboración de las propias evaluaciones.

Claro, todo esto, además, genera un gran resentimiento por parte de aquellos docentes obsesionados con la nota, el esfuerzo y los exámenes tradicionales (la matraca de siempre). Por eso, un poco más de atención le dedicaré, por lo que me toca a este grupo: el profesorado.

El corporativismo docente y la aristocracia obrera

El corporativismo es la base fundacional del cuerpo. Este se articula y concreta —incluso en la acción sindical— en una práctica de defensa autorreferencial de su propia actividad, en una naturalización de su rol social y en un rechazo hostil (y una praxis tóxica) hacia todo lo que se queda fuera. La defensa de sus “derechos” acaba convertida, sindicato docente mediante, en una práctica activa de negación de las reivindicaciones y necesidades del docente no funcionario (interino, sustituto, maestro de primaria, profesor de concertada), percibiéndolo como una amenaza cuasi existencial a su posición de relativa estabilidad (en comparación con otros sectores más precarios o trabajos de menor cualificación).

La cultura de la explotación en su máxima expresión: entender la propia situación de relativo privilegio como un derecho fruto del mérito personal

Pero la rueda aspiracional hace que quien se queda fuera aspire a entrar. Y, cuando entra, reproduce —en su momento— todo lo que alguna vez ha podido sufrir: “es un paso necesario”, se dicen; “que se jodan, como yo me he jodido”; “haber estudiado”. Todas estas cosas se oyen (las he oído) en las salas de profesores. La cultura de la explotación en su máxima expresión: entender la propia situación de relativo privilegio (por supuesto, hay trabajos mucho peores en términos de explotación) como un derecho fruto del mérito personal, y no como una mejora relativa frente a empleos menos cualificados. La sociedad de clases, siempre inevitable, incluso en nuestras aspiraciones, aunque estas se presenten como críticas y antisistema. Qué desgracia.

La acción sindical docente debe pasar por la defensa colectiva de los derechos laborales de todo docente, y no por una defensa acrítica del propio sector. Es la única forma de salir de su lógica parasitaria y de su función como meros vendedores de servicios laborales y mediadores entre el docente y las instituciones. Una función completamente funcional (y necesaria, incluso por su defensa) al orden existente.

El cuerpo docente representa todos los vicios conservadores de una aristocracia obrera sin conciencia de clase

El cuerpo docente representa todos los vicios conservadores de una aristocracia obrera sin conciencia de clase (en términos socialistas, al menos). Las críticas —legítimas— a los conciertos y a las subvenciones a la educación privada (por su elitismo, por convertir la educación en una mercancía o en una fábrica de papel para ciertos estratos sociales, etc.) reproducen los anhelos aspiracionales de una genuina meritocracia que nunca existió. Frente al sector privado, con su entramado de favores, enchufismos y demás, se defiende el modelo público como garante objetivo de una selección justa, basada, realmente, en el mérito.

El problema es que, detrás del relato funcionarial y estatista, se presenta un discurso reformista y socialdemócrata que, frente a los vicios del mercado privado y su ficticio relato meritocrático, contrapone una defensa igualmente ficticia del mérito: Estado mediante. Como si ese mérito fuera realmente un criterio objetivo para el ascenso social. Pero su premisa, claro está, es la sociedad de clases. Y en esa sociedad, el mérito está supeditado a los intereses productivos. Que la oscuridad no nos impida ver el bosque (o que el bosque no nos impida ver la oscuridad).

Reitero: la meritocracia —ya sea esgrimida por un liberal de derechas para defender el orden actual, o por un socialdemócrata de izquierdas para criticarlo— es una patraña que busca legitimar la sociedad clasista y la desigualdad social, cuya base es la explotación.

Por eso, el sistema de oposición no es un mecanismo para determinar objetivamente la capacidad de acceso a una función pública determinada. Sino un sistema en el que la gente accede como trampolín social, para cobrar (relativamente) más y tener un estatus (relativamente) mayor, con base en criterios arbitrarios y estandarizados.

Claro, esa estandarización es lo que algunos llaman “criterios objetivos”. Y por supuesto que es igualitaria… igualitaria con base en la reducción de las personas a meras estadísticas, y de los “méritos” a una cuantificación de ítems, cual cartilla de puntos.

Comentarios como este han generado más que un enfado (ad hominem mediante) tanto en Twitter como en mi entorno personal, y merecen explicación.

La presente crítica busca evidenciar el rol social de la oposición y su discurso ideológico subyacente. La oposición, a la que muchos nos vemos arrastrados porque no hay alternativas estables en ningún sitio, cumple una función social determinada. Es, por supuesto, un instrumento aspiracional. Claro que nos presentamos porque aspiramos a una situación mejor. Es una obviedad.

Eso no significa que la mayor parte del cuerpo de funcionarios (y menos de manera genérica, subsumiendo las grandes diferencias entre los altos funcionarios y la base funcionarial), vivan en el euro y tengan unas condiciones de la hostia (perdonad la expresión), ni mucho menos. Es una descripción de cómo funciona la subjetividad y la percepción en los diferentes estratos de nuestra sociedad capitalista, en la cual se termina, por necesidad, alimentando y justificando el corporativismo resultante. En efecto, muchos funcionarios justifican su posición (por ejemplo, como docentes de la pública) por haber aprobado una oposición. Ese hecho les otorga —en el imaginario— no solo el derecho a cobrar más que un profesor de la concertada, sino también una posición social superior. Todo ello acompañado, además, por cierta nostalgia de la “autoridad” perdida.

Curiosamente, estas críticas al trabajador de la concertada serían aplicables a cualquier trabajador del sector privado. Todos sabemos cómo es y cómo funciona el mercado y el ascenso al trabajo: es una jungla que nos arrastra a todos. Por eso, con independencia de la naturaleza concreta de cualquier trabajo en el sector privado, no se puede dejar de lado a los intereses y necesidades colectivas de cualquier trabajador, y más cuando su estabilidad no depende del Estado, sino de la volubilidad del mercado.

Detrás tanto del mercado privado y sus “enchufismos y arbitrariedades”, y del sistema de oposición público “objetivo e igualitario”, hay un sistema de clases sustentado sobre una ideología aspiracional y de ascenso social que justifica la desigualdad (y por supuesto la explotación de los trabajadores).

El resultado: la consolidación de una aristocracia obrera que, por mucha defensa en abstracto de la educación pública, reproduce y justifica lo peor de la sociedad de clases, contribuyendo, en su praxis, a su mantenimiento.

Las teorías pedagógicas y la uberización de la educación en nombre de la emancipación

Sobre este punto, huelga decir que no quito importancia a la adaptación curricular ni a los efectos positivos que puede tener; simplemente, en estas líneas me centro en el papel reproductivo e ideológico que las corrientes hegemónicas juegan en la forma de abordar la transformación de la educación y su adaptación. Y así quiero que se entienda.

El ariete de la psicopedagogía en los centros son las programaciones educativas. En esos encajes de bolillos que son las propias programaciones —sobre todo aquellas elaboradas con toda la pomposidad para una oposición— suele haber apartados teóricos en donde se adorna toda la justificación normativa de la práctica docente real con teorías psicopedagógicas de toda índole. El resultado casi siempre es halagüeño y optimista: educaciones integrales, constructivistas, dialógicas y demás marcos conceptuales que parten de premisas más o menos emancipadoras a nivel teórico.

El eclecticismo de estos hace que su solidez conceptual esté en entredicho, pero el panorama general suele crear una imagen progresista del aprendizaje. Nada más lejos de la realidad. Puro humo. En el cual se puede mezclar teorías relativamente revolucionarias (como las de Paulo Freire, bell hooks o Silvia Federici), con cháchara psicopedagógica que busca encajar la educación a las nuevas necesidades del mercado: el sector servicios y la uberización de la economía.

Esta última es el verdadero campo de batalla del mercado, que busca traducirse en forma de las llamadas “nuevas metodologías”: aprendizaje basado en proyectos, aula inversa, design thinking… Todas, en mayor o menor medida (no quiero caer en simplificaciones), son un intento de adaptación del marketing y su lenguaje a los ritmos del aula.

Dinámicas que, vendiéndose como más creativas y menos estáticas, reproducen a la perfección la lógica detrás de trabajos de reparto estilo Uber y demás labores propias de un falso autónomo

La motivación detrás de la promoción de estas corrientes pedagógicas es clara: partiendo del hecho de que las lógicas de tiempo y formación de los centros educativos no se corresponden con el mercado laboral actual (como dije más arriba, tercerizado), se defiende adaptar la educación a los tiempos laborales: primando el desarrollo de competencias asociadas a generar servicios y autorreciclarse constantemente en un mercado de trabajo cambiante. En dinámicas que, vendiéndose como más creativas y menos estáticas, reproducen a la perfección la lógica detrás de trabajos de reparto estilo Uber y demás labores propias de un falso autónomo. En efecto, lo que se afirma es que la lógica de la fábrica, la estandarización reglada en tiempo y espacio, propias de la educación tradicional, ya no deberían tener hueco en nuestros tiempos.

Por todo ello, resulta tristemente paradójico el tipo de recelo que suelen causar estas propuestas, que además tampoco terminan de funcionar realmente bien, ya que en la práctica sigue imponiéndose la clase magistral con todos sus vicios. Mientras se percibe que los alumnos son cada vez menos respetuosos (por la crisis de la autoridad) y con menor nivel (“ya no leen el Quijote”), se anhela la disciplina y el respeto del pasado. Todo esto conforma una falsa dicotomía que reproduce, de forma sintomática, la enfermiza disputa intercapitalista en la que, ante el rechazo a la desregulación actual, se añoran épocas expansivas del capital (tema que desarrollo en otros de mis textos).

Esta dicotomía se mueve dentro de los propios límites estructurales (e ideológicos) de la sociedad de clases, ya que, pese a todo, no problematiza lo fundamental: el rol que la educación tiene en las relaciones de producción capitalista. Ni que decir tiene que toda reacción siempre se suele saldar con un desprecio absoluto hacia el alumno y sus posibilidades para conocer y crecer como persona. Algo que, pese a todo el pesimismo de mi artículo, sigue estando presente, y me quedo con eso. Nadie es prescindible.

No es de extrañar que realmente me resulte grosero encontrar autores como Freire y su Pedagogía del oprimido entre las justificaciones teóricas que sustentan muchas de las prácticas educativas regladas de nuestra sociedad. Lo emancipador y revolucionario queda reducido a un mero artefacto retórico para legitimar, en realidad, lo contrario: un sistema de opresión.

Paulo Freire fue un pedagogo brasileño que entendía la educación como un acto político y, rebelándose contra la educación tradicional —esa que convierte al alumno en mero depositario de datos expuestos por el profesor (lo que él denominaba “educación bancaria”)—, proponía desplegar el verdadero potencial de la enseñanza a través de una práctica basada en el diálogo bidireccional. Para Freire, educar es un proceso dialógico y dialéctico, en el que profesores y alumnos aprenden y avanzan juntos. Una defensa orientada a la transformación radical de todos los implicados, con consecuencias tan radicales que su trabajo fue censurado en Brasil y él mismo perseguido, condenado al exilio durante 20 años.

Su Pedagogía del oprimido (1968), su obra más reconocida, planteaba una praxis tan profundamente transformadora (o por lo menos lo intentaba) que ni mucho menos se encuentra (ni puede encontrarse) en las programaciones de la educación reglada e institucionalizada.

Si no hay pedagogía del oprimido, entonces ¿qué queda? ¿una “pedagogía del opresor”? No, más bien una pedagogía de la opresión, porque el opresor (yo como docente, por ejemplo) no es más que una sombra, un engranaje, una expresión torpe y parcial de una maquinaria impersonal que solamente existe, gira y gira, arrollándonos a todos una y otra vez, pero que carece de voluntad e intención.

La voluntad la proyectamos nosotros, y nos identificamos con ella. Añoramos estar al mando, tener el control. Nos hace pensar que la oscuridad se hace más llevadera. Mentira. Pero no todo es en vano. En un mundo de oprimidos y opresores no debemos caer en maniqueísmos: la mayoría que reproduce dinámicas de opresión es también víctima de esta. La opresión es una dinámica que nos engulle a todos, aunque —por supuesto— no todos estamos en las mismas condiciones. El cinismo del “es lo que hay” solo se da cuando la explotación personal es llevadera. Para los otros, los que sobran, tanto en nuestra sociedad occidental (el lumpen) como fuera de ella (el sur global) los que no cuentan, es otra historia. No lo olvidemos. La educación, en su afán liberador, acaba contribuyendo a la justificación velada de la explotación misma.

En fin, que la maquinaria de opresión sea un producto humano y racional no la hace “humana” ni racional. Todo lo contrario. Sería cínico terminar con un falso optimismo o buscar lo positivo tras la crítica. Aun así, siempre hay resquicios. El ser humano y la naturaleza no somos impasibles: todo tiene consecuencias, nos transformamos, cambiamos, nos agotamos… Todo tiene su final. El camino siempre fuimos nosotros —también la luz—, y solo nosotros decidimos cómo transitarlo y cuándo parar.

Opinión
Defender la educación pública: responsabilidad de toda la comunidad educativa
Es imprescindible que los padres y madres nos impliquemos en la mejora de la educación pública, ya que condicionará el futuro de nuestros hijos e hijas y el de toda la sociedad.
Formación Profesional
Formación Profesional: el negocio del futuro
Ante una financiación pública insuficiente el sector privado se hace fuerte en un ámbito formativo en pleno ascenso, alimentado por la necesidad del alumnado y sus familias de conquistar un hueco en un mercado laboral hostil a la juventud.
Educación
LOMLOE y burocracia: ¿hacia un taylorismo pedagógico?
¿Qué implicaciones pedagógicas y sociales puede suponer la codificación hasta el más mínimo detalle de la labor docente?
Opinión
Meritócratas, derribando el dique de la socialdemocracia
Los sucesores de Zapatero tienen un plan para salvar al capitalismo español de sí mismo: acabar con la meritocracia. ¿Estamos ante una agenda política transformadora o ante un discurso tecnocrático que trata de mantener intactos los mecanismos de mercado?
Educación pública
J. Rogero y D. Turienzo: “La educación pública es hoy uno de los últimos bastiones de la democracia”
Jesús Rogero y Daniel Turienzo analizan en “Educafakes” cómo las narrativas falsas perjudican la educación pública y los intereses tras ellas. A la vez, repasan los prejuicios sobre el sistema educativo público y proponen cómo fortalecerlo.
Educación
“Las pedagogías alternativas agravan las desigualdades de clase”
Doctora en educación, Ani Pérez investiga las pedagogías libres, así como su impacto en escuelas alternativas y su entrada en la educación pública.
Cargando valoraciones...
Comentar
Informar de un error
Es necesario tener cuenta y acceder a ella para poder hacer envíos. Regístrate. Entra en tu cuenta.

Relacionadas

Cargando relacionadas...
Cargando portadilla...
Comentarios

Para comentar en este artículo tienes que estar registrado. Si ya tienes una cuenta, inicia sesión. Si todavía no la tienes, puedes crear una aquí en dos minutos sin coste ni números de cuenta.

Si eres socio/a puedes comentar sin moderación previa y valorar comentarios. El resto de comentarios son moderados y aprobados por la Redacción de El Salto. Para comentar sin moderación, ¡suscríbete!

Cargando comentarios...