Opinión
'Gaua': ¿Federici a la hoguera?

¿Se puede filmar una buena película, interesante o entretenida, que al mismo tiempo sea estúpida y aberrante? Se puede, e incluso, con esfuerzo y dedicación, llegar a alumbrar verdaderas obras maestras.
21 dic 2025 05:31

¿Se puede filmar una buena película, interesante o entretenida, que al mismo tiempo sea estúpida y aberrante? Se puede, e incluso, con esfuerzo y dedicación, llegar a alumbrar verdaderas obras maestras…

Paul Urkijo, mirlo blanco del fantástico vasco apuntaba maneras en Errementari, se consagró en euskoexploitation con Irati y, al parecer, ha alcanzado el olimpo de Mari con su reciente Gaua, dedicada a la brujería vasca; una película de fantasía más que de terror, carne de cañón de Sitges, que explora el universo mitológico del piadoso Padre Barandiaran, con una fórmula supuestamente magistral que aúna etnografía vasca y guiño feminista.

Muchos espectadores, y posiblemente espectadoras, la contemplarán con regocijo y asombro, admirando su diseño de producción, por las cuidadas escenografías de los antiguos caseríos y el estilismo vernáculo de trajes y fálicos tocados o burukoak; quizá por las veteranas actrices de Vaya semanita transfiguradas en simpáticas sorgiñak enganchadas al patxaran, bien acompañadas de jóvenes promesas (Yune Nogueiras, Erika Olaizola); acaso por el ingenioso guion de metacuentos trenzados a lo Rashomon y, especialmente, por su empoderante visión feminista de la brujería vasca… Pero, ay, Gaua está sembrada de minas ocultas que en la noche oscura del cine vasco pueden hacer explosionar la ficción más luminosa. Veamos algunos ejemplos, más o menos curiosos.

Algunos detalles etnográficos, pese al cuidado general, resultan torpemente erróneos: Kattalin, la protagonista, pretende envenenar a su marido con un caldo de Amanita Muscaria, la matamoscas, la típica seta de los enanitos, de sombrero rojo con puntos blancos, tóxica pero no mortal, como sí lo es la Amanita Phalloides, de sombrero verde oliva, que puede confundirse con otras setas comestibles. Y, significativa nota al margen: se ha pasado por alto que en el cementerio fake filmado en la necróplis de Argiñeta, sí hay una enigmática Amanita Muscaria (también poderoso enteógeno), tallada en el reverso de una estela.

En lo histórico no le van a la zaga. El motor de la trama es el descubrimiento por parte del mítico cura Mateo Txistu, de la ‘infidelidad’ lésbica de la protagonista, como singular pecado nefando que escandaliza al pueblo. Cuando todavía en el siglo XVII el sexo entre mujeres (leemos en el reciente ensayo La caza de brujas en Pamplona, de Leire San Martín Marcos) no era considerado como relevante, apenas una especie de mala costumbre más o menos pasada por alto, y solo la homosexualidad masculina estaba perseguida.

Un tanto más vergonzoso resulta escenificar el castigo de las brujas (que no son las brujas calvas empelucadas de Roald Dahl ni las chamorras vizcaínas) a la chivata Kattalin con un brutal rapado, cuando justamente ese ha sido el primer castigo que inquisidores en busca de la marca del diablo y franquistas fanáticos durante la guerra civil aplicaban a sus víctimas como humillación pública. No puede haber justicia poética en el ojo por ojo, como no la hubo en los rapados infames contra ese signo cultural de feminidad que practicaron los franceses contra las amantes ‘colaboracionistas’ de los soldados nazis.

Vaya, lamentablemente parece que Gaua está asesorada por algún divulgador desinformado que apenas ha leído las novelas de Toti Martínez de Lezea, y no por alguna de las historiadoras serias que ya destacan por estos pagos.

¿Cuántas veces habrá que recordar que la brujería, vasca y europea, como herejía satánica, nunca existió? ¿Que todo ese dolor causado por la represión religiosa fue originado por una fabulación del patriarcado capitalista para sojuzgar a las mujeres?

No obstante, con resultar inconvenientes pero perdonables estos fallos –¡Es una película y no un libro de historia!– es en la representación de la brujería vasca donde la película sale catastróficamente malparada. Y no por reunir todos los elementos folklóricos identificativos de nuestros cuentos tradicionales, lo cual hubiera tenido cierto sentido, sino por haberlos forzado a convertirse a la religión Wicca. Esto es, a una moderna mixtificación neopagana, lo cual no tendría mayor consecuencia como terapéutica invención, cuando, gato por liebre, pretende hacerse pasar por teoría científica.

¿Cuántas veces habrá que recordar que la brujería, vasca y europea, como herejía satánica, nunca existió? ¿Que todo ese dolor causado por la represión religiosa fue originado por una fabulación del patriarcado capitalista para sojuzgar a las mujeres? ¿Y que las sorginak eran solo, mayoritariamente, mujeres pobres, ancianas o viudas, probablemente piadosas cristianas y no sacerdotisas de un culto pagano? ¿Y que no hubo ni solidaridad ni sororidad sino un delirio social inducido de delación? El uso de hierbas medicinales o restos profanos en rituales sincréticos, tolerado antes y después de la gran caza de brujas, no convierte la hechicería rural de las supuestas brujas en la resistencia protofeminista frente al misógino orden imperante...

En fin. Toda la imaginería brujesca de la película resulta improbablemente anacrónica, pues bucea en fuentes posteriores a la época, mayormente decimonónicas; el vuelo de las brujas parece sacado de un cuadro sicalíptico de Luis Ricardo Falero y el Akerbeltz de pechos femeninos, del grabado del Baphomet andrógino del ocultista Eliphas Lévi. Y qué decir de la escena final del akelarre –archidemostrada invención belarrimocha de la Inquisición–, que parece inspirado en una coreografía del remake de Suspiria, el giallo italiano sobre un conventículo brujeril en una academia de danza.

Desde las visiones más realistas de la pionera 'Akelarre' de Pedro Olea hasta la reciente 'Akelarre' de Pablo Agüero, con 'Gaua' hemos empeorado, para regresar a la turística cueva de Zugarramurdi, donde nunca aconteció akelarre

La palma, no obstante, se la lleva la consoladora trasmutación final del ominoso y peludo Akerbeltz en una bella joven lesbiana, dispuesta a perdonar la traición si recibe un apoteósico y erótico muxu beltza en condiciones… Este es el universo feministoide de directorxs conversxs que pretenden apuntarse a la tendencia de moda, haciendo los deberes con entusiasmo desmedido (entonemos especialmente los varones el mea culpa). Como, cuando todos los personajes masculinos sin excepción (el marido maltratador, el cura rijoso, el abuelo carcunda o el niño delator) son negativos trasuntos de la actualidad, y, sin embargo, todas las mujeres, brujas feministas avant la lettre, dispuestas a una orgía de placenteros desafíos a la norma… cuando era sabido que el sexo con el mítico Akerbeltz resultaba brutal y desagradable.

Desde las visiones más realistas de la pionera Akelarre de Pedro Olea hasta la reciente Akelarre de Pablo Agüero, con Gaua hemos empeorado, para regresar a la turística cueva de Zugarramurdi, donde nunca aconteció akelarre alguno, aparte de la comilona anual del Ziriko Jate. Y es que seguimos atrapados en el paradigma bobo que Alex de la Iglesia (co-productor de Errementari) nos ofreció con aquella grotesca Diosa Madre de Las brujas de Zugarramurdi

No se puede negar que Gaua es, a pesar de todo, una película de buena factura fantástica, con conseguidos efectos especiales y una resultona fotografía goyesca, capaz de una imaginaría poderosa (el abuelo-gallo cual Inguma se queda en la retina), pero que tira por tierra, con la excusa de una versión abertzaloide del pseudofeminismo wicca de los hechos alternativos (como en la serie Bridgerton o las últimas películas de Tarantino), el trabajo de ensayistas rigurosos como Gustav Henningsen o Juainas Paul Arzak, y de rompedoras investigadoras feministas como Leire San Martín, Amaia Nausia o Silvia Federici, autora de Calibán y la bruja, el libro que ha revolucionado el tema, y que ha inspirado un movimiento mundial de estudiosas, artistas y feministas contra la caza de brujas.

¿La excusa de una libérrima fantasía creativa es suficiente? ¿Es legítima a la hora de evocar el drama de la caza de brujas, que todavía se desarrolla en algunas partes del mundo asediadas por el protestantismo misionero o, con sordina laica, en Occidente? ¿Si no consideraríamos filmar a los judíos de la Shoah como humorísticos comeniños o firmantes de los Protocolos de Sión, por qué sí a las mujeres como brujas malvadas o sacerdotisas feministas?

El juego de la fantasía resulta imprescindible en la cultura y más en el cine, sin el cual no se entendería su magia performativa, pero nunca, como afirma Bataille de la literatura, es inocente; y por ello el director confiesa su travesura posmoderna en un ambiguo cartel al final de la película.

Aunque, como aficionados al cine fantástico, no nos gustaría pasar precisamente por inquisidores culturales dispuestos a la cancelación, resulta necesario resaltar las contradicciones y paradojas de aquellas producciones que disfrutamos acríticamente en la oscuridad de la sala de cine. Y apostar, en última instancia, por un cine fantástico de enfoque materialista que trate la fantasía de manera adulta y no como un cuento maniqueo y contemporizador de brujas cool que banaliza una historia terrible. O, como alternativa, desarrollar narrativas fantásticas no vinculadas directamente a la historia documentada, como hace la película Ilargi Guztiak, notable acercamiento al vampirismo en el contexto de la cultura vasca.

Más allá del Hollywood de la bruja mala-pero-buena de Wicked y similares, ya hay un canon cinematográfico sobre la caza de brujas, con películas tan dispares como Dies Irae, El crisol o No soy una bruja, que no necesita de trucos baratos para ilustrar, conmover y desvelar.

Bien está que las feministas de W.I.T.C.H. se disfracen de brujas para sus performances políticas, pero abundar en el estereotipo de la malvada bruja de nariz ganchuda o, ahora, de la joven gótica como maga libertaria, en nada contribuye a desmitificar ese infame pasado de cuyas raíces se nutre nuestro conflictivo presente. Y, entre tanto, si se trata de desmitificar, preferimos disfrutar revisando el corto de mismo Paul Urkijo, El bosque negro...

¿Filmaremos entonces a la próxima sorgina como una mezcla de Pierre de Lancre y Angela Davis y lanzaremos definitivamente a la aguafiestas de Federici a la hoguera?

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