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Las últimas semanas hemos asistido a un nuevo ataque dirigido desde parte de la clase política a la filosofía y a la presencia de la asignatura o de materias relacionadas, como la ética, en los centros de secundaria y bachillerato. Aunque la materia concita cada vez más adeptos en las universidades, aunque gana cada vez más popularidad a través de series y programas de la televisión, espacios en prensa y redes; y, sobre todo, a pesar de que el Congreso por mayoría se comprometió no solo a mantener sino a aumentar el peso de la filosofía y la ética en las aulas, finalmente, la reforma de la ley de educación no prevé recoger ninguna de las reivindicaciones que los últimos años han lanzado los colectivos y asambleas en defensa de la materia. Así será después de que el PSOE —junto con otros partidos— haya votado en contra de la enmienda que habría permitido modificar la ley. De esta manera, ni se incluirá la asignatura de Ética en el último curso de la ESO ni la asignatura de Filosofía será obligatoria en el mismo nivel educativo. Además, y por si esto fuera poco, no se ha conseguido que la asignatura de Valores éticos se desvincule de la de Religión católica, de manera que, al perder esta última su carácter obligatorio, la así llamada alternativa —cada vez más ninguneada— pasará a ser poco más que un leve recuerdo de lo que fue en cursos anteriores.
Ante este panorama sin duda adverso, en primer lugar porque se destruirán numerosos puestos de trabajo entre el profesorado de filosofía, una vez más se han sucedido los textos y las declaraciones a favor de la materia. Y como ya estamos acostumbrados a observar, la argumentación ha insistido, principalmente, en dos cuestiones. La primera, que sin el ejercicio de la filosofía y la ética el pensamiento crítico queda huérfano. La segunda, que sin la reflexión filosófica y ética se pierde la capacidad de analizar en profundidad, justificar y, en definitiva, fundamentar el trabajo que se lleva a cabo por parte de otras disciplinas, desde el periodismo a la medicina o la política, pasando por las diferentes expresiones artísticas.
Sin perder de vista, como es obvio, que nuestro principal objetivo debe ser el de propiciar una nueva acumulación de fuerzas en defensa de la filosofía en términos amplios, insistiendo en sus potencialidades transformadoras en el ámbito educativo, así como en la sociedad en general, quizá deberíamos preguntarnos si acertamos de lleno al disparar con la munición argumentativa que hemos utilizado durante estos últimos años. De hecho, y de paso, deberíamos plantearnos si la negociación institucional como única propuesta táctica en defensa de la filosofía y de materias como la ética no se encuentra, ahora mismo, en vía muerta. Quizá, como afirmaba Gilles Deleuze —al que homenajeamos ahora que se cumplen 25 años de su muerte—, haya llegado el momento de fundir los viejos cañones para fabricar nuevas armas que nos acerquen a nuestros objetivos.
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La filosofía como campo de batalla
Pretender que la filosofía —y, en el caso que nos ocupa, la enseñanza de la ética— constituye sin más un impulso para el pensamiento crítico puede resultar, cuanto menos, equívoco. Para empezar, porque parece obviarse que a lo largo de la historia los poderes dominantes la han puesto a su servicio, sin demasiados esfuerzos, cuando así les ha convenido. A la filosofía se le ha hecho hablar, como apunta Deleuze, en la lengua del Estado, de la Iglesia o del Mercado tan pronto como tales estructuras o entramados de poder han necesitado un discurso bien construido para justificar la opresión o la explotación que ejercían sobre una clase social determinada o sobre el conjunto de la población.
En esta misma línea se pronunciaba el autor francés cuando alertaba de que, un día no demasiado lejano, veríamos filósofos hablando en la televisión rodeados de logotipos y marcas de patrocinio. Los vídeos que —seguramente, en muchos casos, de manera bienintencionada— se prestan a grabar docentes y otros importantes nombres del ámbito de la filosofía para el BBVA y el diario El País, sobre todo desde la perspectiva de la reflexión ética, parecen no dejar lugar a dudas sobre la predicción de Deleuze. Pues de esta manera no solo se justifica desde el punto de vista moral, si bien de forma indirecta, la manipulación mediática sistemática que el citado diario lleva a cabo a favor de las élites internacionales, así como la violencia estructural que el banco al que nos referimos practica a través, pongamos por caso, de los continuos desahucios. Además, se insiste en orientar el discurso filosófico hacia prácticas que han tenido su momento álgido durante las últimas décadas, como la llamada ética de la empresa —con la subsiguiente creación de fundaciones afines—, y que no hacen sino subordinar la filosofía a los intereses de los poderes políticos y económicos.
Deberíamos plantearnos si la negociación institucional como única propuesta táctica en defensa de la filosofía y de materias como la ética no se encuentra, ahora mismo, en vía muerta.
De hecho, un discurso simplista acerca del carácter crítico tanto de la ética como de la filosofía no solo puede resultar engañoso sino que, además, nos aleja de la capacidad disruptiva y, por tanto, de buena parte de las potencialidades de ambas. Pues si la filosofía contribuye a mostrar una visión más amplia, matizada y problemática de la realidad, no es tanto porque su ejercicio nos lleve a contemplar un conjunto de valores morales universales que sobrevuelan nuestras cabezas a lo largo del tiempo y desde los que discernir qué resulta justo y qué no; sino, precisamente, porque se encuentra del todo intrincada en la relación de fuerzas que, de manera material y concreta, conforman la sociedad y explican los vínculos que nos unen y las luchas que nos constituyen. Porque nos ayuda, en definitiva, a delimitar nuestra zona de conflicto y, sobre todo, nuestra posición y nuestras posibilidades de enfrentarnos con éxito a aquellos poderes que constantemente tratan de recortar nuestros derechos y nuestras conquistas más elementales.
De esta manera, la filosofía, sobre todo en su vertiente práctica, aquella de la que se ocupa en buena medida la ética, nos ofrece la posibilidad de conocer(nos) en un doble sentido. En primer lugar, porque nos pone ante nosotros mismos como resultado de las condiciones materiales y subjetivas que nos conforman. La filosofía nos muestra así no solo el territorio preestablecido dentro del que somos capaces de pensar, de ver, de hacer, de ser en la actualidad sino, en segundo lugar y sobre todo, aquellos límites que debemos atravesar si queremos pensar, ver, actuar y, en definitiva, vivir de otro modo. Por poner un ejemplo cercano a aquellas personas que nos dedicamos a la docencia de la filosofía con adolescentes, una perspectiva como la que acabamos de describir nos permite poner a las claras que somos el resultado de la dominación patriarcal y que sin esta el sistema capitalista en su conjunto difícilmente se sostendría. Pero sobre todo nos permite sacar a la luz que son imposiciones de carácter político, histórico y, por tanto, contingentes las que nos mantienen en el estado actual de cosas y que no tenemos, pues, ninguna necesidad de aceptar estas condiciones como inherentes al ser humano y a sus múltiples formas de relacionarse.
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A este doble juego, que Foucault definía como ontología del presente, hace alusión Deleuze cuando llama la atención sobre la necesidad de recorrer la historia de la filosofía y de hacerlo, además, a contracorriente. Así, ante la línea mayor o tradicional del pensamiento, aquella que se dibuja alrededor del valor de la trascendencia en autores como Platón, Descartes o Hegel, surgiría, de los estoicos a Marx pasando por autores como Hume o Nietzsche, una línea menor orientada a reivindicar la vía de la inmanencia y que insiste, pues, en el conjunto de relaciones materiales y concretas que instituyen nuestra realidad. La primera línea se ha utilizado tradicionalmente para sostener las estructuras del poder —nos dice Deleuze— y, por este motivo, nos ayuda a conocernos como segregación del modo de producción —en la actualidad el sistema capitalista— en el que vivimos y compartimos afectos, y para el que —lo queramos o no— estudiamos y trabajamos. La segunda pone en duda la estabilidad del edificio del pensamiento construido alrededor de la cultura occidental y nos muestra, pues, los instrumentos que tenemos a nuestro alcance para combatir las violencias estructurales sobre las que se sustenta.
Solo con esta doble naturaleza que se encuentra presente en el ejercicio de la filosofía tendríamos, quizá, suficiente para justificar su enseñanza en las aulas —y fuera de ellas—. Pues la práctica filosófica nos permite de este modo extraer, a partir del pensamiento de cada autor, nuevas formas de analizar y de entender el presente y el futuro próximo. Asimismo —y en esto insiste Deleuze a lo largo de su obra—, si nos debería importar la filosofía es, de nuevo, por aquellos aspectos que se trabajan principalmente en el ámbito de la ética, a saber: porque nos ofrece un conjunto de instrumentos útiles para que todo proceso de experimentación y, por tanto, todo movimiento de ruptura y deconstrucción que tengan lugar en cualquier ámbito del pensamiento y de la vida, se den desde la prudencia y evitando la precipitación que nos podría hacer caer en el vacío. “La filosofía es inseparable de una cierta cólera contra su época —afirma Deleuze—, pero también nos garantiza serenidad”.
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Evitar que salgan cabezas que piensen, brazos que se sindiquen y manos que voten torcido es el objetivo. España no puede dejar de oler a cortijo, casino y sacristía, es decir, a urbanización de campanillas, a jet privado y a fiesta cayetana.
La filosofía y sus intercesores
Por lo que respecta al segundo de los argumentos que se suele esgrimir para defender la presencia de la filosofía y la ética en las aulas, como fundamentación de otras actividades y disciplinas, suena halagador que se le dé relevancia a la materia a la que dedicamos muchas personas nuestros esfuerzos como docentes. De hecho, no deja de ser importante —entre otras cosas desde el punto de vista laboral— que en cada vez más espacios profesionales, como por ejemplo la medicina, la filosofía, en este caso a través de la bioética, tenga una presencia cada vez más destacada. Aun así, puede que este argumento manifieste sin quererlo una cierta soberbia mal impostada y, a la vez, una asunción de nuestra condición subordinada y relegada.
Quizá, en efecto, no son tan necesarias (de este modo) la ética ni la filosofía. Y, al mismo tiempo —y esto es sin duda lo más importante—, nada ni nadie puede ocupar el espacio en el que desarrollan su actividad ni cumplir con la función que les corresponde. Pues, al fin y al cabo, si la filosofía y la ética son necesarias, lo son en términos absolutos, para el conjunto de la vida, y ya no con respecto a otras actividades y a lo que puedan aportar para su correcto desarrollo.
Este es, de nuevo, el planteamiento que opone Deleuze a la tendencia que trata de dar importancia a la filosofía reduciéndola a un discurso de segundo orden. Para el autor, si la filosofía debe llamar nuestra atención es precisamente por aquello en lo que resulta irreemplazable, es decir, por su capacidad para la creación conceptual. Y, en este sentido, por sus potencialidades prácticas a la hora de responder, a través de la creación conceptual, a las problemáticas que debemos enfrentar en el ámbito especulativo y de la acción.
Si la filosofía y la ética son necesarias, lo son en términos absolutos, para el conjunto de la vida, y ya no con respecto a otras actividades y a lo que puedan aportar para su correcto desarrollo.
De hecho, Deleuze no niega que la filosofía deba establecer puentes de comunicación con el resto de disciplinas, como la ciencia o el arte. Puesto que si la filosofía —podemos afirmar siguiendo a Althusser— se define como una herramienta de carácter teórico dispuesta para la intervención práctica es, en buena medida, por la multitud de resonancias y puntos de intersección que, desde la singularidad que la caracteriza, puede llegar a establecer con otras ocupaciones que le son exteriores. Por lo demás, desde el ámbito de la filosofía se es consciente de la magnitud de la tarea que se ha de llevar a cabo, así como de lo despiadados que son los adversarios a los que se debe de hacer frente. De manera que se buscan los intercesores, dice Deleuze, los aliados y la camaradería necesaria para salir airosos de las batallas que nos vemos obligados a librar. Sin (supuesta) superioridad ni (asumida) subordinación de ningún tipo. Como canta la tonada revolucionaria: “en cada esquina un amigo, en cada rostro igualdad”.
Asimismo, recuerda Deleuze, la reivindicación de lo que de imprescindible tiene la filosofía resulta importante para levantar diques de contención respecto de aquellas actividades que, como en el caso del marketing, querrían apropiarse del ámbito de la creación conceptual con fines espurios —recordemos, a este efecto, cuando el Banco Santander anunció su “filosofía digital” mediante el supuesto concepto de “digilosofía”—. De hecho, esto nos acerca una vez más a la importancia de reivindicar una materia como la ética, en principio alejada de los intereses del capital tanto como de las pretensiones de vigilancia, control y normalización del Estado; y, sin duda, reticente a aceptar el discurso que, en la actualidad, se lanza desde lo que se ha dado en llamar la autoayuda, esto es, uno de los últimos avatares discursivos del sistema capitalista para reducir la moral al espacio cerrado del individuo y coartar de entrada cualquier proceso real de cambio político y social en clave colectiva.
No se equivocaba, en este sentido, Foucault cuando apuntaba —en el prólogo de la edición estadounidense de El Anti-Edipo— que Deleuze, junto con Guattari, reivindicaba para el presente, y para lo que está por venir y ya (siempre) en ciernes, una suerte de tratado clásico de ética. Pues con el citado título se ofrecían las claves para evitar la influencia de todo poder establecido en la constitución de nuestra subjetividad individual y colectiva, con el objetivo de cerrar, así, toda puerta de entrada al fascismo en nuestros discursos y nuestras acciones cotidianas. Por este lado, una vez más, nuestras asignaturas de ética pueden ser un excelente instrumento para rastrear las huellas del poder en el cuerpo, de la misma manera que —siguiendo el comentario de Foucault— lo hiciera San Francisco de Sales con los rastros del pecado en los repliegues del alma. De hecho, y teniendo en cuenta el contexto actual, no mucho más se podría pedir a una asignatura presente en el currículo de enseñanza secundaria que un conjunto de materiales para la prevención y la acción en clave antifascista. Y cualquier desviación por este lado, como la que hemos observado en relación a la reforma de la ley de educación por parte del PSOE, solo se puede juzgar como una claudicación o —en sentido socrático— como un acto de ignorante irresponsabilidad.
Teniendo en cuenta el contexto actual, no mucho más se podría pedir a una asignatura presente en el currículo de enseñanza secundaria que un conjunto de materiales para la prevención y la acción en clave antifascista.
En definitiva, y aunque no pretendemos que tal punto de vista sea incompatible con otras perspectivas y vías de intervención, reivindicamos que uno de los principales valores de la filosofía y, en este caso, de la ética en el ámbito de la enseñanza se encuentra en la capacidad de crear un conjunto de materiales con los que no se trata simplemente de representar y, por tanto, de aceptar las condiciones en que se da la realidad en su forma actual. Un conjunto de claves desde las que analizar todos aquellos discursos y aquellas prácticas que desafían el aquí y ahora con el ya no —pues se trata de poner en cuestión lo que de opresivo tiene la tradición—, y con el no todavía —pues se trata de observar el futuro como un campo de virtualidades abiertas—. Porque, en suma, con la filosofía, la ética y la creación conceptual se trata de dar lugar a lo posible, es decir, a aquello que nos saque del ahogo en el que nos mantiene una actualidad cada vez más asfixiante. Primera línea de la manifestación, dispuesta para contener los embates de las fuerzas del orden; y multitud jovial preparada para articular, a su paso, formas de vida ajenas a la explotación propia del sistema capitalista. Crítica y clínica, por decirlo con palabras de Deleuze. Esto pueden ofrecer la filosofía y la ética en cualquier tramo de la existencia, pero de manera más notable, si cabe, en un momento como el de la adolescencia y la juventud, en el que la sed de respuestas bien se puede tratar de satisfacer mediante las preguntas adecuadas.
Apuntar a los problemas reales, decía Deleuze, como primer propósito de la creación conceptual y, por tanto, de la actividad de todas aquellas personas que nos dedicamos a la filosofía en sus múltiples expresiones. Y organización colectiva, por supuesto, para que nuestro cúmulo de preguntas no pueda ser obviado por los poderes que, de nuevo, nos quieren sacar del ágora. Sabiendo que para un propósito como este los despachos pueden resultar necesarios —agradecidas y agradecidos debemos estar a las personas que mantienen la interlocución con las instituciones durante todo este tiempo—; pero que en ellos no encontraremos, en todo caso, la única y ni siquiera la principal barricada que, quizá, tengamos que ocupar. “Al no ser un Poder —sugiere Deleuze—, la filosofía no puede librar batallas contra los poderes, pero mantiene, sin embargo, una guerra sin cuartel, una guerra de guerrillas contra ellos. Por eso no puede hablar con los poderes, no tiene nada que decirles, nada que comunicar, y únicamente mantiene negociaciones”.
Filosofía
Sobre la vuelta de la Filosofía a las aulas
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"que nadie se atreva a proclamar la muerte de la filosofía como eterna intempestiva de su tiempo"
Deleuze
¡Bravo! Precisamente por lo que argumenta el autor la asignatura de filosofía desaparece de la enseñanza media. Llámenme conspiranoico. Hoy día cualquiera que se salga del discurso oficial, del relato del Poder, es asignado a esa casilla. Si estás en contra del 5G te equiparan a Bosé, si estás en contra del poder de las farmacéuticas a Pàmies, si cuestionas el sistema político y desmientes la representatividad de la actual democracia te acusarán de culpable por no votar. Y sigue...
Sí, sí, totalmente de acuerdo.
(Madre de dios! Este artículo debe tener razón, por su peso y tamaño, por densidad, espesor, y aspecto acicalado. El primer y gran problema de la Filosofía en las aulas es la predominancia del profesor-pestiño).