Culturas
La industria de la cultura en cuarentena

Movilizaciones, desigualdades y horizontes de un sector en busca de sentido.

11 nov 2020 06:03

El Palacio Euskalduna se tiñe de rojo. Mientras tanto, cuarenta baúles negros con ruedines avanzan por el Paseo Sarasate hacia el Parlamento de Navarra. Es 17 de septiembre, y en más de veinte ciudades de todo el Estado, entre ellas Bilbao, Iruñea y Vitoria-Gasteiz, tienen lugar movilizaciones unitarias del sector cultural. Unitarias quiere decir que en ellas se dan cita desde actrices hasta técnicas de iluminación, pasando por currelas, empresarios, o asociaciones de todo tipo, como ACOPLE (Asociación Española de Agencias Profesionales del Espectáculo) o CEVE (Coordinadora Estatal de la Verbena y el Espectáculo). Las convocatorias tienen gran repercusión también en redes sociales.

Los muros se llenan de imágenes de perfil modificadas para incluir los logos de las plataformas organizadoras: Alerta Roja (hacemos eventos) y M.U.T.E (Movilización Unitaria de Trabajadores del Espectáculo). La puesta en escena es potente y la prensa se hace eco del acontecimiento. Las demandas son diversas y urgentes. Primero y principal, el show debe continuar: se exige que cesen las restricciones para organizar eventos, que se pueda ir reactivando el negocio. Segundo, se propone la puesta en marcha de una mesa sectorial para la negociación de un convenio colectivo de alcance estatal. Tercero, que se considere al sector especialmente perjudicado, por su estacionalidad e intermitencia, y prioritario para la asignación de medidas públicas de apoyo.

Es decir, se reclaman ayudas específicas como la rebaja de la presión fiscal (IVA reducido o exenciones en las cuotas de autónomos, por ejemplo), además de subvenciones directas y moratorias en los créditos ICO. En clave interna, las movilizaciones prometen dejar atrás la atomización del sector, “una sola imagen, una sola voz, un solo movimiento”, y plantean una estrategia de avance progresivo que empieza por la indexación de la miríada de agentes culturales, continúa con su visibilización y culmina con la negociación directa con las administraciones.

Culturas
Fundido a negro en la cultura vasca

Las convocatorias unitarias de los trabajadores y trabajadoras ultraprecarizadas de la cultura han supuesto una novedad en el panorama político.

El plan sigue su curso según lo previsto, porque el 28 de septiembre hay una reunión de representantes de Alerta Roja con el ministro de Cultura, José Luis Rodríguez Uribes. Las partes califican el encuentro como “productivo y fluido” pero no trascienden medidas concretas sino canales de comunicación, revisiones y planteamientos. Es decir, vuelva usted mañana. El 30 de septiembre se repiten las movilizaciones, aunque con menor impacto en la esfera pública. En la web pueden descargarse las notas de prensa de nuevas reuniones ministeriales —el 5 de octubre con Trabajo, el 8 con Sanidad y con Cultura— pero no convocatorias de nuevas movilizaciones.

Parálisis por coronavirus

Las estadísticas sanitarias empujan en dirección contraria a la primera de las reclamaciones del sector, especialmente en la Comunidad Foral de Navarra. Parece más cerca un nuevo confinamiento que la recuperación de los espectáculos tal y como los conocíamos. Mientras, los departamentos públicos de cultura, tanto en la Comunidad Autónoma Vasca (CAV) como en Navarra, publican sus informes sobre cómo afecta la crisis del covid-19 a la producción cultural en sus territorios. Las conclusiones son funestas. Por mencionar algún dato representativo: en Euskadi se prevén para el sector unos ingresos anuales un 40,8% inferiores a los de 2019, lo que supone unos 762 millones de euros en pérdidas; mientras, en Navarra, el número de personas con contrato indefinido descendió un 62,6% entre abril del 2019 y abril del 2020. Ambos documentos reflejan con la misma contundencia un sector paralizado.

La muy noble y muy leal villa de Durango ha sido el epicentro de dos sacudidas recientes en el panorama cultural de la metrópolis vasca. Primero fue el cierre de Plateruena Kafe Antzokia, espacio emblemático de la cultura en vivo. Pocos días después, la presentación de la 55ª feria de Durango, puntal de la cultura reproducible en todos sus formatos, que en la edición de este año no tendrá puestos sino un sistema de ventas 100% digital.

El coronavirus ha dañado, en un solo verano sin apenas programación, el precario circuito económico que conectaba el ocio nocturno, la cultura en directo y las ayudas públicas

El caso de Plateruena señala todas las dificultades que, tras un verano sin bolos, atraviesa un gran número de agentes culturales dependientes de dos factores que son, en realidad, uno: la dependencia del directo por parte de los trabajadores, y de la hostelería por parte de los espacios culturales. Lo que se ha vendido en ocasiones con esa pátina de glamour que da el inglés como gig economy se ve ahora retratado como flaqueza, como imposibilidad de rentabilizar el trabajo. El coronavirus ha dañado notablemente, en un solo verano sin apenas programación, el precario circuito económico que conectaba el ocio nocturno, la cultura en directo y las ayudas públicas. La caída de un símbolo como Plateruena refleja la fragilidad de, incluso, aquellos actores que considerábamos mejor posicionados.

Una Azoka sin venta presencial, por su parte, supone un revés más para una industria editorial y discográfica que ya se ha visto privada de las principales citas del año. Según los datos de la entidad organizadora, Gerediaga Elkartea, las ventas en feria suponían de media un 22% de la facturación anual de las entidades participantes. ¿Podrá la versión virtual generar una parte significativa de los ingresos que se producían en los viejos stands? Otra pregunta es si una dependencia tal de un solo evento resultaba deseable o, siquiera, sostenible a largo plazo. Por el momento, no hay más remedio que experimentar un año distinto.

Una enorme aspiradora de valor

El 24 de septiembre se estrenó en YouTube el vídeo de la canción de Euskaraldia 2020: “24/7”. Es un producto a muchas manos, con letra de Sustrai Colina, las voces de las Blackbirds de Skabidean, la música de la Broken Brothers Brass Band y un equipo amplio de grabación, mezcla, grafismo, masterización y audiovisual que puede consultarse completo en la descripción. En dos semanas, el vídeo ha acumulado más de 16.000 visualizaciones que, sin embargo, aún quedan lejos del mínimo que supondría algún tipo de retorno económico. Aunque en esta ocasión, afortunadamente, el trabajo ha sido sostenido por la financiación de las instituciones promotoras de Euskaraldia, la impresión corriente en el sector es que resulta imposible monetizar cualquier tipo de esfuerzo volcado en las plataformas de contenidos digitales. En el campo de juego de las gigantescas plataformas de visionado, es tan difícil convertir la relevancia en dinero, que ni siquiera campañas con el impulso de entidades de prestigio son capaces de posicionarse. Con más razón si hablamos de prácticas con un mercado potencial reducido, como es la música en euskera.

Internet se ha convertido en una enorme aspiradora de valor que succiona grandes cantidades de trabajo y devuelve calderilla a cambio de miles de visualizaciones. Es un negocio redondo que genera beneficios millonarios en publicidad y suscripciones. Guarda la apariencia de un modelo de última generación, pero se basa en uno de los principios más primitivos de la economía capitalista: la incesante devaluación del trabajo. O más al detalle: la multiplicación internacional del trabajo, cada vez disponible en mayor cantidad y a menor precio, en beneficio de un número cada vez menor de empresas. El ejército de reserva es infinito.

Culturas
La clase obrera de la cultura en la era Amazon

En el acto de entrega de la cartera, el ministro de Cultura saliente, José Guirao, le dijo a su sucesor en el cargo, José Manuel Rodríguez Uribes, que “los ministros, los concejales y los consejeros no hacemos la cultura, la hacen los creadores y los ciudadanos”. El problema es en qué condiciones se realiza en un mundo dominado por corporaciones gigantes que imponen sus normas, como Amazon y Google.

Toda una generación de productores y productoras culturales, a escala global, ha crecido con la convicción de que ofrecer su trabajo de manera completamente gratuita a través de estos servicios de streaming es lo mejor para sus intereses. Spotify, Apple, Tidal y demás ni siquiera necesitan publicar unas tarifas claras por reproducción. Se limitan a informar de retribuciones variables, en función del país y del tipo de cuenta, fundamentalmente, que orientativamente van de los 0,011 euros por visualización de Tidal hasta los 0,0006 euros de YouTube.

Internet se ha convertido en una enorme aspiradora de valor que succiona grandes cantidades de trabajo y devuelve calderilla a cambio de miles de visualizaciones

Mientras tanto, el negocio de la paquetería a escala planetaria ha explotado con la pandemia. Amazon, que vende césped artificial y zapatillas de baloncesto, y al mismo tiempo se ha conseguido colocar como la mayor compañía mundial de distribución de productos culturales, registró un crecimiento sin precedentes de abril a junio de 2020. Dobló beneficios y aumentó sus ingresos en un 40%, lo que llevó a sus acciones a revalorizarse un 66%. ¿Quién dijo crisis? En este caso, también aparece como factor determinante el ahorro de costes laborales: drones de carga y descarga, automatización extrema de los procesos, centros logísticos gigantes e hipertecnificados con puestos de trabajo precarios. Ojo, primicia: la explotación laboral es una constante en las empresas que de verdad manejan el dinero de la cultura en el capitalismo global.

Un mercado de trabajo low cost

En julio se publicó en EEUU el libro The Death of the Artist [La muerte del artista] de William Deresiewicz. Aunque aún no está disponible en castellano, por redes se difundió bastante una reseña de Esteban Hernández en El Confidencial. El título no es una bravuconada de ninguna vanguardia estética. No se refiere a una defunción simbólica ni a la irrelevancia ni al olvido sino, directamente, al peligro de muerte por inanición. Deresiewicz presenta una industria cultural que se ha transformado con la misma velocidad que otras como la metalurgia o la automoción. Igual que en ellas, gran cantidad del trabajo que hace unos años entraba en el reparto del pastel, era reconocido y remunerado, ha quedado fuera. Resulta superfluo, excedentario, no tiene ninguna capacidad para negociar su propio precio en un escenario de saturación. Es, además, un mercado de trabajo salvajemente desigual. Algunos datos son terribles. Por hacer un pequeño repaso de curiosidades, en los EEUU de hoy: entre los creadores de artes visuales el 99% ingresa menos de 13.000 dólares al año mientras que, en 2018, solo 20 personas concentraron el 64% de las ventas de los artistas vivos. De los seis millones de libros que hay disponibles en Kindle, la mayor parte son autoeditados y solo dos mil consiguen generar unos ingresos superiores a 25.000 dólares anuales.

Precariedad laboral
Seis de cada diez trabajadores culturales recibieron propuestas para trabajar sin cobrar durante el confinamiento

Durante el confinamiento se ha producido un desarrollo “significativo y generalizado” de trabajos sin remunerar para su exposición y consumo online, según una encuesta de la Universitat de València que estima pérdidas superiores al 75% en los ingresos de la mitad de los trabajadores culturales en el segundo semestre del año.

En un extremo brillan unas pocas estrellas millonarias, pero fuera de ese pequeñísimo círculo una enorme cantidad de pequeños profesionales compite por conseguir una mínima retribución. Aún por debajo, una capa aún más amplia de aficionados produce en su tiempo libre a cambio de nada. El resultado es un abaratamiento extremo de la mano de obra y, con él, una progresiva concentración de la riqueza. A diferencia de otras manufacturas, la cultura no ha tenido que desplazar a China sus cadenas de montaje. Le ha bastado con que la tecnología digital hiciera más barata y accesible la producción de contenidos para contar con una reserva inagotable de trabajadores dispuestos a cobrar cada vez menos, y en muchos casos a producir gratis, a la espera de una oportunidad. Las obras no han bajado de precio en los últimos años y, sin embargo, los costes de producción no dejan de reducirse, con tendencia a cero. No hace falta sacar cuentas para deducir que quien posee los medios de producción, y sobre todo los canales de distribución, se está llevando la tarta entera.

Renta básica para decir no

En pleno confinamiento, el 30 de abril, apareció en la web Nativa.cat (referente de la reflexión y el activismo desde la producción cultural en Catalunya) un manifiesto de “Gente que trabaja en cultura por una renta básica universal e incondicional”. El texto defiende que un ingreso garantizado, desvinculado del empleo, sería la mejor política cultural posible. En concreto, se plantea una “renta mensual por un valor como mínimo equivalente al umbral de la pobreza” sin condiciones, para todas las personas.

En un contexto en el que el trabajo en general, y particularmente en su variante cultural, encuentra cada vez más dificultades para traducirse en ingresos, parece oportuno preguntarse si el empleo puede sostener una vida digna. Y más bien parece que no, que el trabajo suficientemente remunerado es un espécimen raro hoy día y ha perdido su capacidad (si es que en un tiempo la tuvo) de redistribuir la riqueza con un mínimo de garantías para la reproducción social. La renta básica se propone como un puntal para recuperar la capacidad de negociación colectiva por las condiciones laborales: “con la renta básica podríamos decir no”, dice el manifiesto. Además, según se afirma en el texto, supondría una mejora de las condiciones de vida muy por encima de cualquier medida sectorial. Por último, la propuesta tiene en cuenta que la cultura no se construye ni se sostiene solo con el trabajo de quienes se dedican a ella, también hace falta que el público pueda vivir para que la cultura tenga sentido y no se convierta en entretenimiento para capas privilegiadas.

El coronavirus ha supuesto una paralización sin precedentes de la actividad económica y ha dado pie a medidas sociales excepcionales. Una de las claves más ampliamente compartidas ha sido “las vidas primero”. Algunas de las soluciones gubernamentales que se pretendían más ambiciosas, como el Ingreso Mínimo Vital, se han mostrado claramente insuficientes y plagadas de trabas burocráticas. La renta básica universal se perfila, vista la situación, como una demanda lógica e irrenunciable en el proceso de resituar el derecho a vivir dignamente en el centro de la organización social y no subordinado a las lógicas del máximo beneficio.

Las personas trabajadoras se encuentran desprotegidas, como hemos visto, frente a la explotación por parte de las grandes plataformas de contenidos digitales. Parece complicado que ningún productor cultural le arañe unos euros a YouTube o Spotify a base de reclamaciones o procesos judiciales. Sin embargo, los estados u organismos aún mayores como la Unión Europea sí tienen la capacidad de imponer condiciones a la actividad de estos gigantes de la distribución. En el cajón de los tímidos experimentos que deberían dar más de sí, aparte del IMV, también tenemos la Tasa Google (o Tasa GAFA), un impuesto que, planteado con la debida osadía política, podría contribuir significativamente a sostener una renta básica en condiciones.

Esenciales para qué

“Trabajos esenciales” fue una de las expresiones más utilizadas en los días duros del confinamiento. Se concedía esta etiqueta, y con ella licencia para desplazarse, a aquellos oficios imprescindibles para la reproducción cotidiana de la vida: agricultura, limpieza, transporte, sanidad, cuidados… La nueva categoría tenía varias lecturas. En primera instancia, parecía comportar cierto reconocimiento social, un homenaje bien merecido. La cosa tenía un aire de reparación, como cuando se salda una deuda larga y se ponen las cosas en su sitio. En una segunda mirada, sin embargo, podía perfectamente entenderse como una maniobra de propaganda. Un efectivo truco de comunicación para empujar al trabajo a esa mano de obra feminizada, racializada y precaria que realiza cada mañana las tareas imprescindibles. Un heroísmo trampa, como señalaba el escritor Javier Pérez Andújar: “No son héroes, son víctimas. Llamar héroe a quien está trabajando contra viento y marea para que salgamos de esta es como decirle que Dios se lo pague”. Visto así, la condición de “esencial” parecía enmascarar un juego de manos, un auténtico timo: reverencia sí, pero sin un salario mayor, sin medidas de seguridad, sin compensaciones, sin traducción material.

Coronavirus
Tres de cada cuatro trabajadores del sector gráfico quedarán por debajo del salario mínimo tras la pandemia

La Plataforma SOS Sector Gráfico alerta del calamitoso estado de las condiciones laborales en el mundo del cómic, la fotografía o la ilustración. Ya era malo antes del covid-19, pero los trabajadores estiman que seis de cada diez podrían quedar por debajo del umbral de la pobreza y reclaman al Gobierno medidas específicas ajustadas a las realidades del sector.

Entre la gente del ramo se ha comentado mucho estos meses lo imprescindible de la cultura. Al parecer, el coronavirus ha demostrado, una vez más, que los productos y servicios culturales son básicos para la vida. Es una verdad comúnmente aceptada: los libros, Netflix, la música y los videojuegos nos han arrancado de las garras de la muerte durante el confinamiento y en estos momentos de restricciones. En función de tal evidencia, se reclama para las trabajadoras y trabajadores de la cultura el estatuto de “esenciales”. Pero, ¿qué quiere decir eso? En la mayoría de los casos, como en las movilizaciones convocadas por Alerta Roja, lo que se plantea son reivindicaciones sectoriales. Es decir, se reclaman ayudas del gobierno y modificaciones legales que favorezcan los intereses del gremio o, en general, de la industria. La edición pandemia, para entendernos, del clásico “qué hay de lo mío”.

En un extremo brillan unas pocas estrellas millonarias, pero fuera de ese pequeñísimo círculo una enorme cantidad de pequeños profesionales compite por conseguir una mínima retribución

En otras ocasiones, no obstante, se intuye la posibilidad de algo más. En el artículo de Anna Pacheco del que he tomado las palabras de Javier Pérez de Andujar, por ejemplo, varias voces se preguntan por el significado de esa distinción entre trabajos esenciales y no esenciales. Esa extraña distinción se utiliza como punto de anclaje para una duda radical. ¿Por qué no existe un vínculo más directo entre la utilidad social del trabajo y su valor, las condiciones en las que se desarrolla y retribuye? Visto que el mercado reparte de forma tan injusta las necesidades, los tareas y las recompensas, ahora que el virus nos ha dejado claro lo que de verdad va primero… ¿podría la reproducción social convertirse en el principio rector de un nuevo reparto? Belen Gopegui señala que “la pregunta es si solo el hecho de darse cuenta, tal como sugieren las grandes palabras de esta cuarentena, tiene consecuencias. Mi impresión es que no es así, que la conciencia o el ‘darse cuenta’ se desvanecen si no arraigan en un espacio de trabajo en común”.

Tal vez sea esa la clave que permita recargar de sentido las prácticas culturales a día de hoy: que acompañen la creación de espacios de trabajo en común que asuman la tarea de, en palabras de Silvia Federici, “retomar la vida” a partir de una “redefinición del valor en torno a la reproducción”. Terry Eagleton, en Cultura, un libro del 2017 que parece escrito ayer al mediodía, señala que “la mayor transformación que haya tenido lugar jamás en la historia de la producción cultural” es la que se da cuando “la cultura pasa de ser una crítica de la manufactura moderna a un sector muy rentable de esta”. No va a haber momento más propicio que el presente para revertir esa transformación.

Desde luego, hacen falta movilizaciones por los derechos laborales y más ayudas públicas. Pero, además, si quienes trabajamos en esto nos desprendemos de la lógica del “sector”, cuestionamos la organización social bajo el capitalismo e impulsamos formas de vida más deseables, quizás, después de todo, 2020 no habrá sido un mal año. Y la producción cultural podrá reclamar con justicia el sello de trabajo esencial.

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