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Soberanía alimentaria
Sistemas alimentarios justos o cómo salir del Fortnite de la comida chatarra
Conforme pasa el tiempo, nuestro campo de acción y de seguridad se estrecha. Diversas pantallas nos informan de lo que contienen las cosas, en particular las tierras que están bajo nosotros y nosotras. Crece el conflicto entre participantes. Más poder para las élites, más obligados a migrar quienes están más abajo. Crece el riesgo de no seguir vivos.
Así es el Fortnite para sus seguidores, que poseen 350 millones de cuentas y llegan a jugar más de 3.000 millones de horas durante un mes. Así también es nuestro sistema agroalimentario, cada vez más globalizado, y donde unas 800 millones de personas no saben si van a comer alguna de las 2.400 millones de raciones que suponen tres ingestas al día durante el siguiente mes.
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¿Realidades transformadas en juegos? ¿O juegos que conquistan realidades? No se trata de un ejercicio metafórico. Si algo ha caracterizado nuestros cambios de usos y costumbres desde que se decretaron medidas restrictivas a colación de una pandemia mundial, ha sido el estrechamiento de una realidad cada vez más mediada por la tecnología y sus demandas energéticas, ya hablemos de formas de comunicación, de ocio o de alimentación. La cosa no empezó ahí. Como señala el investigador canadiense Pat Mooney, en el último informe de la ONG IPEs-Food, acerca de la entrada de tecnología en los campos de monocultivos intensivos durante la última década:
“Aplicada al mundo del agronegocio, esta revolución trata de digitalización de datos y ADN, inteligencia artificial y aprendizaje automático, sensores e imágenes hiper-espectrales conectadas a robots, drones y satélites, todo respaldado desde las nubes por jugadores que alimentan cadenas de suministro de secuenciación genética: Fortnite se convirtió en Food Fight”.
Comemos a través de una gran pantalla. Nuestra proximidad y conocimiento a cómo son producidos los alimentos y qué compone nuestra dieta está gobernada por la publicidad, la educación del gusto a través de aditivos
Podemos afirmar que comemos a través de una gran pantalla. Nuestra proximidad y conocimiento a cómo son producidos los alimentos y qué compone nuestra dieta está gobernada por la publicidad, la educación del gusto a través de aditivos, la restricción de compras motivada por 6 grupos de distribución que controlan más de la mitad de nuestra cesta alimentaria. Sobre todo llama la atención la progresiva erosión de la biodiversidad en nuestros campos (menos insectos, menos polinizadores, menos microorganismos) y en nuestras mesas (20 cultivos ocupan el 80% de nuestra superficie agraria y sólo cuatro especies, cada vez con menor diversidad familiar -arroz, trigo, maíz y patata- constituyen el 60% de las calorías que ingerimos). Algo que también ocurre en la ganadería y la pesquería: 40 especies mundiales son el eje de la producción ganadera, concentrándose en la vaca, el cerdo y el pollo; se hallan en extinción más de un cuarto de las razas ganaderas locales; mientras que un tercio de las poblaciones de peces acusan una sobreexplotación.
¿Qué sabemos de ello entre signos de colores? Los signos acaban invisibilizando realidades y presentándonos como sanos alimentos cargados de azúcares, grasas o tóxicos. Algo que se potenciará con el Nutriscore o propuesta de etiquetado nutricional que se impone en la Unión Europea: los que presentan contenidos altos en fibra y los alimentos convenientemente ultraprocesados desplazarán al queso manchego y al aceite de oliva en el escalafón de “comida sana” según el algoritmo que rige la puntuación que ofrece dicha etiqueta. Somos presa del humo, como si de un volcán turístico se tratase. Miramos con deleite el espectáculo (música incluida) que nos ofrece un supermercado, mientras por nuestros estómagos correrá un río de lava tóxica: metales pesados, contaminantes orgánicos persistentes o microplásticos están presentes en toda la cadena alimentaria ya que, o bien individualmente no llegan a umbrales considerados seguros, o bien no se analiza nunca qué ocurre cuando se acumulan o cuando interaccionan entre ellos, que es es lo que acontece siempre bajo los actuales estándares de “seguridad”.
Se estrecha el marco de actuación. Mejor dicho lo estrechamos la especie humana. Ello da lugar al progresivo salto de enfermedades zoonóticas como nunca había ocurrido antes. Explotan las 6 gripes de tintes bíblicos en las últimas décadas: gripe aviar, gripe porcina, Zika, SARS, familias de coronavirus. Deforestación, macrogranjas y mundialización de mercados se encuentran detrás del avance de enfermedades de origen animal. Las élites imponen su estrechamiento a través de 3 “m”: mundializar, mercantilizar y monocultivar una veintena de productos como base del negocio de la comida. Por contra, los ricos, diversos y generadores sistemas agrolimentarios locales nutrían a la humanidad de zonas de seguridad nutricional. Ciertamente no eran de opulencia, ni de acceso las 24 horas a cualquier tipo de barrita de chocolate y también llenos de desigualdades. Pero conservaban resistencias mayores a los cambios climáticos y se enfocaban hacia la nutrición de la población cercana. Todo lo contrario de lo que ha hecho la Fundación Bill Gates bajo la propulsión de su programa AGRA que busca favorecer las tres “m” y añadirle una “t”, la de transgénicos.
Los signos acaban invisibilizando realidades y presentándonos como sanos alimentos cargados de azúcares, grasas o tóxicos. Algo que se potenciará con el Nutriscore o propuesta de etiquetado nutricional que se impone en la Unión Europea
Según una revisión de lo acontecido en los países subsaharianos, la producción de maíz para la exportación ocasionó la reducción de un cuarto de la producción de mijo, fundamental para la dieta. El hambre aumentó en estos países hasta un 30% entre 2006 y 2018, lejos de alcanzar el propósito del AGRA de reducir el hambre crónica a la mitad. O sea, la llamada “globalización” insiste en disminuir el papel de las 3 “c” relativas a la cooperación local, los circuitos cortos y el cuidado de personas. Para imponer las 3 “m”, que a su vez desatan las “6G”. Expresado matemáticamente, las élites que encumbran el Fortnite de la comida chatarra nos han traído una ecuación que corre en contra de nuestra supervivencia como especie (3C – 3Mt = 6G).
Pero el juego tiene sus límites: la propia realidad. Es posible que en un futuro no muy lejano, los usuarios y usuarias de Fortnite vean que no llega combustible a sus juegos al disminuir los suministros de energía o la reposición de chips procedentes de algún país asiático. Más dramáticamente, quienes “jugamos” a comer más de dos veces al día nos enfrentaremos progresivamente a la disminución de los fosfatos disponibles, esenciales para la agricultura intensiva. O veremos como la alteración de los ciclos de nitrógeno nos deja suelos más ácidos, aguas menos habitables para seres vivos y mayores emisiones de gases invernadero. Y, de nuevo, que el cambio climático alimente la sequedad de arroyos y campos, pues se calcula que la evotranspiración (humedad que pierden las plantas) se ha multiplicado por dos en las últimas décadas, y que la evaporación de los cauces de agua dulce asciende a un 24% del total. Malas noticias para quien quiera apostar por una “agricultura de precisión” o una “agricultura inteligente”: los drones no traen fertilidad, por muy interesantes que puedan ser (y lo son) para el cuidado de bosques o de ganado en extensivo.
La agricultura llena de químicos consume hoy el 70% de dicha agua, pero omite el debate milenario de cómo reponer nuestra fertilidad. Mira para otro lado cuando comprobamos que supone más del 50% del carbono emitido a la atmósfera. Petróleo, comemos petróleo, se ha impuesto momentáneamente una alimentación adicta a los combustibles fósiles, escribía Esthter Vivas: es la gasolina en los cada vez más gigantescos tractores y en el desplazamiento por más de 4.000 kilómetros de alimentos que compramos, es la fertilización química adicta también al nitrógeno, es la energía consumida en el procesamiento y el plástico que envolverá la mayor parte de la comida chatarra.
Las élites imponen su estrechamiento a través de 3 “m”: mundializar, mercantilizar y monocultivar una veintena de productos como base del negocio de la comida
Y, definitivamente, lo alimentario no es un juego: la covid-19 ha obligado a ingresar a 120 millones en las listas del hambre crónica, la ayuda alimentaria significa hoy ingesta de calorías de lo que haya llegado al centro que hace dependientes a “las que malcomen”, llegamos a los 2.300 millones de personas que no tienen una adecuada nutrición en el mundo, siendo un 16% en este país. Y, como no cesan de aumentar los conflictos armados, y con ellos los desplazamientos forzosos, tampoco deja de hacerlo la inseguridad alimentaria. Una mala expresión actual de la distopía de los “juegos del hambre”.
Industria alimentaria
Extremadura regulará la venta directa de productos agrarios
¿Podemos jugar a otros juegos? ¿Podemos hacer que la alimentación sea un derecho real como la vida digna y verdadera? Construir sistemas agroalimentarios justos y viables requiere, en primer lugar, apostar conjuntamente por iniciativas y medidas que nos lleven a una producción sostenible y que aporte dignidad a quien nos alimenta (imperativo productivo-viable), un derecho a la alimentación y nutrición saludables (imperativo democrático-social) a la vez que relocalizamos nuestros sistemas agroalimentarios para no engrandecer nuestro suicidio (imperativo ecológico-humano). Si no miramos las tres patas difícilmente podremos pasar la primera pantalla: salir del embudo que construye (para quien produce, para quien consume, para quien acerca los alimentos) el negocio de la comida chatarra.
Las iniciativas han de pensar en conjunto. Han de actuar, puede que localmente, pero siempre observando que queremos cuidar al unísono cuerpos, lazos y hogares (el planeta lo es). No vale trocear. Los parches son otro pantallazo más del sistema. Por ejemplo, contribuir al consumo etiquetado bajo “ecológico” puede hacer subir nuestra huella en el mundo, insistir en superar los límites bajo alimentos que no son próximos, frescos en buena parte, que nutren un mundo rural vivo que puede cerrar ciclos (materia, energía) para producir una comida sana. De igual manera, si lo local se establece como prioritario, y esto ha de vehicularse a través de la gran distribución globalizada, no avanzaremos en el derecho a la alimentación saludable para las personas más vulnerables. O no repararemos por qué las mujeres apenas tienen acceso a la titularidad de tierras mientras sí son titulares en las tareas reproductivas del hogar, la comida particularmente.
Definitivamente, lo alimentario no es un juego: la covid-19 ha obligado a ingresar a 120 millones en las listas del hambre crónica, la ayuda alimentaria significa hoy ingesta de calorías de lo que haya llegado al centro que hace dependientes a “las que malcomen”
El mercado por sí mismo no resolverá. Ya nos advertía de ello Karl Polanyi hace 80 años en su libro La gran transformación. Tiende, bajo su fórmula capitalista, a basarse más en la depredación (mover cosas de su sitio, extraer) que en la producción que atiende necesidades. Conforma oligopolios que son difíciles de explicar al mundo, como ocurre hoy con el panorama energético. Tradicionalmente ha sumido al mundo rural en un estereotipo de “atraso” cuando también es fuente de vínculos, lejanos para la cultura urbana más individualista: vínculos entre personas, y entre éstas y la naturaleza. Interfiere en las leyes, precisamente, para que opciones de cambio transversal (afectando a la salud, la producción, la economía, la nutrición) no puedan ponerse en marcha sin pasar por cómo el Estado adjudica infraestructuras, explotaciones y privilegios a grandes corporaciones.
Malos tiempos para la especie humana claro, puede que no para buena parte de las bacterias. Posibles herramientas desde lo público estatal podrían ser: incentivar mecanismos de compra pública para que las instituciones realmente recompongan la cadena alimentaria, y no se limiten a visibilizarla con leyes; la instauración del derecho a la alimentación, la prohibición de pantallas alimentarias, al estilo Fortnite, que generan deseos y nos desinforman de nuestra salud, como ha ocurrido con las casas de apuestas; o la apuesta, esta vez sí, decidida y sanadora por un mundo rural vivo, no al servicio de la globalización alimentaria si no del cuidado de territorios y personas.
Industria alimentaria
El patio trasero del sistema alimentario
Pero sin la presencia de un contagio cooperativo real en torno a los sistemas agroalimentarios, poco harán las políticas, salvo enumerar pobres, certificar que el “juego del hambre” está avanzando. Por eso son tan importantes las iniciativas productoras y transformadoras agroecológicas que apuestan por crear redes de apoyo para construir diagnósticos, comercializaciones o aprendizajes técnicos. Y han crecido, levemente, en tiempos de (post)pandemia, ante una ciudadanía y una humanidad que percibe la alimentación como algo “vital”, aunque, en zonas impregnadas por una intensa cultura consumista, está lejos de abordar las consecuencias de dicho razonamiento.
Y siendo la condición necesaria, no es la condición suficiente para el cambio: la creación de islitas puede ser conveniente e incluso hasta legitimador (hay alternativas, se dirá, pero no se ve que se reclamen) de un sistema que cada día deteriora más el planeta y nuestra salud. Ahí entraría lo público, pero bajo fórmulas que apunten a lo público-comunitario y lo público imbuido de lo biorregional. Lo público es también lo que nos dota de autonomía social a través de iniciativas que ya relocalizan el sistema agroalimentario. No es un problema de Estado, sólo, de Mercado, con sus lógicas depredadoras. Es la cuestión de que los “abajo” tienen que existir para incentivar una diversidad de accesos a una nutrición adecuada, bajo el paraguas real de un derecho a la alimentación que se cumple.
Está por ver qué aportan marcos supranacionales como la estrategia “De la granja a la mesa”, que por ahora nos han aportado debates sobre transiciones ecológicas, pero poco han dicho de quién gana y quién pierde, de cómo se van a contener (no digo ya eliminar) los privilegios de las grandes corporaciones con respecto al negocio de la comida
El conjunto de sistemas agroalimentarios no pueden ser cadenas verticalmente incrustadas en 7 empresas monopolistas. Debe obedecer a lógicas de autonomía. Y eso implica que la ciudadanía reconozca y acompañe experiencias ancladas en circuitos cortos, mercados sociales, producción saludable y que repone la fertilidad y la biodiversidad del planeta. Desde instancias municipales, lo público-comunitario puede consistir en abrir la co-gestión de cómo nos alimentamos: personas productoras, sindicatos que defienden la dignidad de quienes vivimos en el campo, personal sanitario o que trabaja en el sistema educativo, junto a hogares, tiendas locales y especializadas, así como asociaciones que apuestan por un mundo rural vivo (que es el que alimenta y puede nutrir saludablemente al mundo). Está por ver qué aportan marcos supranacionales como la estrategia “De la granja a la mesa”, que por ahora nos han aportado debates sobre transiciones ecológicas, pero poco han dicho de quién gana y quién pierde, de cómo se van a contener (no digo ya eliminar) los privilegios de las grandes corporaciones con respecto al negocio de la comida.
Para salir de Fortnite habrá que apagar el Fortnite, los múltiples Fortnite que insisten en estrechar la arena política, en reducir el presente al “no hay alternativa”, en decirnos que el futuro ya está aquí, y resulta que era esto. Mientras tanto, otro hardware y otro software intenta tejerse desde saberes y prácticas como la agroecología, la economía de cuidados o la economía social-solidaria. De la primera hemos dejado el rastro muchas gentes que se desplazaron en septiembre a tierras extremeñas para celebrar el I Congreso extremeño de Agroecología. En el Observatorio Extremeño de Agroecología dejamos algunas sesiones. Acaso sean ya semillas alimentarias para una Extremadura y un mundo más amable, al menos viable.