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This is the end. Los resultados electorales del pasado domingo son seguramente un parteaguas. El PSOE pierde frente al PP, y la llamada «izquierda del PSOE» se hunde sin remisión en la mayor parte de los territorios. No solo Colau queda como tercera fuerza en el ayuntamiento de Barcelona, o Más Madrid pierde 200 mil votos en el ayuntamiento, sino que Podemos sencillamente desaparece en un buen número de comunidades autónomas y ayuntamientos, incluido Madrid.
Para muchas personas estos son días de lamento y acusaciones. Montada sobre el cañón giratorio, la izquierda apunta hacia todos los lugares: hacia el electorado pasivo e inmaduro, incapaz de votar a «aquellos que le defienden»; a Pablo Iglesias o a Yolanda Díaz en el juego interminable de desplantes cruzados entre los capataces de la izquierda; a aquellos que no votaron siendo de «izquierdas» —siempre la izquierda tan paternal— por no emplear su voto-privilegio en pro de quienes más lo necesitan y que paradójicamente presentan los niveles de abstención más elevados, etc. En este festival de vanidades y resentimientos no hay, sin embargo, apenas análisis de cierto recorrido que plantée la pregunta más evidente y obvia: ¿cómo desde el 15M o desde los movimientos sociales hemos vuelto a sentir tan imperiosamente la responsabilidad y la identificación institucional, justo cuando el desinterés, la desafección y la abstención de buena parte de la población vuelven a niveles que podríamos considerar tradicionales?
Lo que sigue es solo un borrador de una respuesta a esta pregunta.
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Partamos de una premisa más o menos sencilla. Estamos todavía en el radio de acción del 15M y sus vidas posteriores. Seguimos, por tanto, dentro de las inercias generadas en la maduración de ese ciclo, que pasó de la fase insurreccional o de movimiento (2011-2013) a la articulación de una «nueva política» institucional (2014-2016) y de esta a lo que llamamos «reconstrucción de la izquierda» (consagrada en la entrada al gobierno de Podemos en 2019), en tanto polo funcional al turnismo político de la democracia española.
Que estemos todavía dentro de la órbita de ese ciclo político no implica, sin embargo, que este ciclo esté vivo. Seguramente caeríamos en el autoengaño, caso de suponer que existe una reserva de creatividad contenida en los elementos que impulsaron lo ocurrido en 2011 y que todavía podría actualizarse a través de alguna forma de movilización o invocación. El ciclo político 15M acabó con la llegada de las candidaturas locales a los gobiernos municipales de 2015 o si se prefiere con la grandes movilizaciones feministas de 2018 y 2019. Desde entonces, no se ha presentado ninguna otra gran etapa que, cultural o socialmente, tuviera su arranque en 2011. De forma muy resumida, y de nuevo en esta esta secuencia de tres fases: (1) hemos asistido a la emergencia de una generación política que protagonizó el acontecimiento-15M, (2) asumió el reto político de la institucionalización y (3) fue positivamente integrada dentro los marcos políticos y culturales de un régimen apenas reformado. Por ser claros, estamos en el momento terminal de la última fase, un estadio de aparente normalidad, así como agotamiento definitivo de las fuerzas que empujaron el 15M.
Hay ya poca duda de que la política se ha volcado, una vez más, sobre el Parlamento, los partidos y la polaridad izquierda / derecha. Hemos vuelto a la normalidad, por novedosa que esta se nos aparezca
El objetivo de este artículo es analizar este recorrido a partir de su conclusión, dando toda la centralidad a los nuevos mecanismos de «integración» a los que damos el nombre de «nueva izquierda». Bajo esta perspectiva, la recomposición de la izquierda —en extremo paradójica cuando se considera como consecuencia, aunque sea involuntaria, de un movimiento que había nacido de la total desconfianza hacia la misma— constituye el final de la fase de movilizaciones e innovaciones abierta en 2011, así como la entrada en una nueva fase de estabilización de la política española. En términos más generales, la renovación interna del PSOE y la formación de la «nueva política», con todas sus miserias internas, ha reordenado este polo nuclear de la representación política (la izquierda), empujando a su vez la fragmentación y posterior renovación del polo opuesto, tal y como se manifiesta en los cambios internos del PP, el auge y caída de Ciudadanos (2012-2019) y la emergencia y consolidación de Vox (a partir de 2018).
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Por medio de estas operaciones sucesivas, la política española ha adquirido de nuevo simetría, y a pesar de la dramatización de la polarización política y de los grandes peligros (desde la ruptura de España hasta la llegada del comunismo o el fascismo), estabilidad y gobernabilidad. Toda apariencia contraintuitiva que trate de contrastar esta afirmación debiera simplemente considerar el comparar la situación actual —cada vez más sometida a la letanía de rituales políticos crecientemente consolidados— y los años 2011-2013, en medio de una crisis económica que amenazaba con la bancarrota del país y de una ola de protestas que entonces llegó a alcanzar incluso a los cuerpos del núcleo duro del Estado (como la policía y la judicatura). En 2023, hay ya poca duda de que la política se ha volcado, una vez más, sobre el Parlamento, los partidos y la polaridad izquierda / derecha. Hemos vuelto a la normalidad, por novedosa que esta se nos aparezca.
De hecho, desde cierta perspectiva podría parecer que la política ha vuelto a los tiempos pre15M. Y en efecto, la política aparece hoy, una vez más, relegada y encauzada en espacios y canales bien establecidos: la clase política se confirma como la «representación» del país, sus debates construyen la opinión pública, su monopolio político resulta tan natural que ya no es cuestionado, etc. La paradoja de esta restauración —que lo es en más de un sentido— reside en que su pieza maestra coincide con la recomposición de la izquierda.
En último término, la cuestión es si este ámbito institucional que llamamos democracia, organizado en torno a la polarizad izquierda/derecha, va a tener una capacidad suficiente de representación de las instancias sociales cada vez más complejas y opacas, siempre en formación en una crisis que se arrastra desde 2008. Dicho de un modo más claro: ¿Tiene esta «nueva izquierda» capacidad suficiente para consolidarse como un espacio de representación e identificación suficiente de las instancias sociales que poco a poco se van consolidando y que amenazan con estallar? ¿O, como es previsible, estamos condenados a una nuevo «efecto Izquierda Unida», que combine mayor radicalismo verbal, o a alternativamente «mayor responsabilidad institucional», con una pendiente degenerativa y autorreferencial? En términos más explícitamente políticos: ¿Podemos declarar ya, sin ambages y sin los chantajes habituales (de que «viene la derecha», «que esto es lo que hay», etc.) que la izquierda existente se ha convertido en una eficaz forma bloqueo y captura de toda energía política mínimamente creativa?
El éxito inicial de Podemos solo puede explicarse por la creciente angustia de tres años y medio de movilización continua pero menguante
A la hora de explicar este bloqueo al que damos el nombre de izquierda, debemos considerar los elementos que lo constituyen, analizar su consistencia, así como su pendiente de degeneración. Estos elementos se pueden comprender, de una forma muy resumida, en: (1) la consolidación de una nueva clase política; (2) la constitución una esfera mediática de izquierdas con una doble base en una nueva generación de medios digitales y en redes sociales; (3) la articulación de un nuevo marco ideológico para esta izquierda, que damos el nombre de «neoprogre»; y (4) la progresiva integración de los «movimientos sociales» en esta izquierda. En este análisis resulta de nuevo imprescindible remitirse al 15M como hecho fundante —aunque sea de forma imprevista y de nuevo contradictoria— de la nueva izquierda.
El retorno de la izquierda
El 15M fue tan explosivo en casi todo, como ambicioso en su potencia de impugnación, que abarcó desde la Constitución hasta la forma de Europa, desde la ley electoral hasta la propia forma partido. En su capacidad, no obstante, para «durar», para cuajar en una serie de instituciones de matriz popular en las que acumular fuerza, inteligencia y capacidad de maniobra fue muchísimo más parco. Al 15M no siguió, en efecto, una nueva generación de centros sociales —aunque se constituyeran algunos—, de organizaciones políticas y culturales que galvanizasen el nuevo impulso político, o de emergencias contraculturales que expresaran algo así como una nueva antropología. En otras palabras, el 15M no generó los espacios sociales capaces de cristalizar las relaciones políticas que prometió aquel «acontecimiento». Incluso a modo de excepción, la explosión de la PAH y del movimiento de vivienda no pudo compensar la realidad de un proceso complejo de movilización que no supo o no pudo construir sus propias organizaciones, movimientos, instituciones, esto es, que no supo dotarse de duración.
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En esas condiciones, apenas sorprende que el «techo de cristal», manifiesto en la asimetría de una enorme capacidad de movilización y una débil potencia de impacto sobre el Estado, se presentase pronto (hablamos de 2013-2014) como el principal reto del movimiento. Y que lo hiciese justo en el lado contrario sobre el que se había construido el 15M. De hecho, el éxito inicial de Podemos solo puede explicarse por la creciente angustia de tres años y medio de movilización continua pero menguante.
En 2014, en un contexto de creciente de falta de horizonte político, Podemos cubrió la necesidad de articular un punto de eficacia y de organización. Reduplicando de nuevo las contradicciones internas del periodo, el tan característico desprecio de Podemos a construir una organización política de movimiento o de masas (por viejo que suene tal concepto), se explica igualmente por el celo de su grupo promotor, psicóticamente alérgico a cualquier forma de contrapeso interno a la concentración de visibilidad y poder mediático, pero también por la desconfianza hacia la forma «movimiento» que tomó desde el principio el 15M.
La debilidad organizativa (y a la postre política) del 15M derivó en la concentración del poder político interno en un grupo de parvenus, esto es, de individuos cualquiera, que carecían de todo salvo de la ambición y de la inteligencia para llevar a cabo su propia apuesta. En este punto está seguramente contenida la vuelta a la izquierda de aquel movimiento que se definía como «ni de izquierdas ni de derechas», y que consideraba acabado el proyecto histórico que todavía el PSOE, IU o los sindicatos encarnaban, por pobre o degenerado que fuera este legado.
El año 2015, por tanto, abrió un boquete en la política institucional, para la entrada en tropel, improvisada y casi caótica de una generación que quería hacer política «seria»
Bajo esta perspectiva, la «nueva política» es continuadora del 15M, pero de un modo propiamente negativo: se construye a partir del vacío político que este crea, pero que es incapaz colmar. La construcción de una nueva clase política, entendida como un sector que vive de la representación —y que en sentido lato no se limita al partido, sino que se extiende a los ámbitos del periodismo, la cultura, la academia—, se sigue de la capacidad de los miembros de esa generación para colmar ese vacío, de mostrarse útiles como «solución» a la distorsión desvelada por el 15M, en los términos de una generación desahuciada, «precarizada», «exiliada», etc. En última instancia, la propia condición generacional de esta clase política ha resultado suficiente, por su misma «presencia» —por su encarnación como parte de una generación excluida y ahora incorporada/integrada—, para servir a este marco de representación restaurado.
De otra parte, la emergencia de Podemos, y luego de los llamados municipalismos, adquirió pronto la condición de fuerza material en la construcción de esta nueva izquierda. La entrada en ayuntamientos y comunidades autónomas en 2015 genera, por primera vez, un cuerpo amplio de «políticos profesionales» que viven de la «representación», institucionalizada en la jerarquía correspondiente de los aparatos de Estado. Para un partido prácticamente improvisado desde cero, así como para la vasta constelación de candidaturas municipales articuladas pocos meses antes, el éxito electoral tuvo algo así como la condición de hecho fundador, no tanto de un espacio político —que requiere de tiempos largos, y que el 15M apenas logró madurar—, como de una nueva nueva clase política que vive efectivamente de la política.
Si se recuerdan aquellos años, se podrá reconocer el mismo perfil social, simplificado en un/una joven o pos joven que apenas ha acabado sus estudios universitarios o lleva poco más de una década en una trayectoria laboral insegura y sin visos de consolidar en «carrera». La diferencia a partir de 2015 es que estos jóvenes son la nueva política encarnada en concejales, diputados autonómicos, asesores, directores de campaña, comunicadores, etc. El año 2015, por tanto, abrió un boquete en la política institucional, para la entrada en tropel, improvisada y casi caótica de una generación que quería hacer política «seria», una generación que en ocasiones no tenía ni la tarjeta de la Seguridad Social.
La condición de parvenus y la selección de este nuevo cuerpo de representantes por criterios prácticamente azarosos (sin excluir el nepotismo) vino acompañada no tanto de una reivindicación del amateurismo en política, como de justamente lo contrario. La urgencia de su consolidación como polo de representación a todas las escalas se impuso como prioridad inmediata de la nueva clase política. Para el grupo promotor de Podemos, esta necesidad quedó establecida alrededor de su monopolio sobre la presencia en las tertulias políticas de la televisión y en el control de la dirección del nuevo partido. Para todos los demás, el único criterio fue la consolidación y a ser posible el progreso dentro de la nueva «carrera política» que, por fin, se les había abierto.
De forma congruente, cualquier idea de que esta nueva izquierda tuviera una expresión orgánica en espacios organizados, con estructuras internas relativamente democráticas, al modo en que lo fueron los viejos partidos obreros de matriz no leninista, quedó inmediatamente excluida por la misma laguna organizativa que dejó el 15M, y que Podemos, principalmente, evitó con todos los medios a su disposición (destruyendo sistemáticamente su propia organización interna por medio de la competencia en primarias y de una estricta jerarquización).
El resultado fue una feroz competencia interna con efectos a todas las escalas. En el segmento profesionalizado, la división en fracciones derivó pronto en una feroz competencia interna, en la que pasados los meses los criterios políticos acabaron por perder relevancia. La división de Podemos en tres alas —derecha (Errejón), centro (Iglesias) e izquierda (anticapitalistas)— es solo el capítulo más relevante de un proceso que se repetía a todos los niveles y en casi todas las candidaturas. La única forma de solución al mismo, descartados los mecanismos formales de una organización amplia, plural y mínimamente democrática, eran las escisiones sucesivas y la organización por camarillas en torno a liderazgos carismáticos que exigían lealtad incondicional incluso en los niveles más bajos de organizaciones que irremisiblemente quedaron reducidas a los cargos institucionales. Los liderazgos de Iglesias, Colau, Carmena o Errejón fueron los más eficaces a la hora de estabilizar este tipo de candidaturas caudillistas, sostenidas por medio del reparto de cargos y una aquiescencia lacayuna.
Resultado inevitable de este tipo de organización carismática fue la progresiva destrucción del debate interno reducido a una lucha psicótica por el poder o la mera supervivencia dentro de la organización. Como suele ocurrir, esta izquierda fue pronto abandonada —cuando no expulsada— por los sectores menos comprometidos o menos dependientes con la «carrera política». Entre los que quedaron se impuso pronto un criterio de «selección negativa»: alrededor de los/las jefes solo quedaron quienes no tenían posibilidad alguna de hacerles sombra.
Por abajo, entre las decenas de miles que se sumaron a los círculos o las candidaturas municipales, el efecto fue todavía más dramático. En Podemos, desde su primer gran congreso en Vistalegre, los círculos quedaron reducidos a ser una comparsa de la verdadera organización en torno al secretario general y su consejo de fieles impuestos de forma pleibiscitaria en las elecciones internas, las cuales, en la práctica, no reconocían ningún derecho a las minorías. En términos políticos, se podría decir que el proceso de activación de masas que operó el 15M terminó aquí: cuando la inmensa mayoría se volvió a su casa a curarse las heridas o a asumir el nuevo papel de «votante consciente».
La nueva izquierda solo encontró un hueco estrecho y bien definido en su papel asignado en la gramática electoral-parlamentaria
La complejidad actual de las negociaciones entre Sumar y Podemos, así como la forma de las mismas, que no escapa en ningún momento a la feroz lucha entre fracciones, es en todo el resultado de esta específica conformación de la nueva clase política de la izquierda. Del mismo modo, la actitud expectante y nerviosa del «votante consciente» que anhela la unidad, o que por el contrario se posiciona con una u otra de las fracciones, es también el resultado de nuestra adaptación a este papel pasivo y delegado que en 2011 o incluso todavía en 2014 hubiera resultado impensable.
En la reducción de la complejidad del 15M al precipitado de la nueva izquierda, la constitución de esta clase política actúa como un poderoso catalizador de esta reacción química. La clase política actúa aquí como un compuesto altamente reactivo que destruye y simplifica todo aquello que toca. Desde 2014-2015, el debate político quedó reducido a ganar elecciones, representar a la «gente» y hacer políticas públicas «progresistas» —cualquier cosa que esto signifique—. Y por si esto fuera poco, tras la entrada de Vox en 2018-2019, el lenguaje político se simplifica aún más, ya se trata solo de «parar a la derecha».
Destruida toda forma de reserva estratégica, por expulsión de la inteligencia y la pluralidad que rodeó en principio a estas iniciativas, por empobrecimiento del debate, por pura delegación, la nueva izquierda solo encontró un hueco estrecho y bien definido en su papel asignado en la gramática electoral-parlamentaria. Como resultado inevitable, la izquierda se convirtió en el principal garante de que toda política (de protesta, indignación, etc.) no fuera más que política electoral-parlamentaria.
Sea como sea, la consolidación de esta nueva generación política, representada de forma paradigmática en Podemos, requirió de algo más que de su incrustación en los aparatos de Estado. Su confirmación como polo de representación (lo que llamamos izquierda) ha operado también sobre la base de otras condiciones de posibilidad que también estuvieron contenidas en el 15M.
Una nueva esfera mediática de izquierdas
La construcción de un polo de representación requiere, en efecto, de un ejercicio efectivo de la representación. Sin duda cumplen aquí un papel todas las instancias o aparatos de Estado (diputados, liberados, visibilidad mediática, etc.) dirigidos a garantizar esas funciones de espejo o representación. No obstante, todo ejercicio de representación tiene un forma de simulacro («Yo, diputado, te represento a ti, ciudadano»), que debe ser insistentemente repetido para lograr algo de eficacia social. En esta repetición, cumplen un papel central las mediaciones sociales establecidas para que una y otra vez se confirme tal relación de representación. Dicho de otro modo, la constitución de esta nueva izquierda hubiera sido irrelevante sin la formación una esfera mediática también de «izquierdas». Esta esfera constituye el segundo pilar de la nueva izquierda, y esta estaba también in nuce en el 15M.
El 15M creció sobre la posibilidad —llamémosla con un término que ha envejecido mal— «tecnopolítica», manifiesta en la generalización del smartphone y de las redes sociales. El desarrollo de la blogosfera, así como de Facebook, y sobre todo de Twitter, permitió la convocatoria e información a tiempo real, la discusión generalizada de propuestas e iniciativas, así como un suplemento eficaz a los déficit organizativos de un movimiento que tenía su principal medio de comunicación cara a cara en asambleas abiertas e interminables, las cuales construyeron un canal expresivo tremendamente rico pero poco operativo.
Twitter, con su arquitectura de premio al karma y su contabilidad del éxito en número de seguidores, dio igualmente paso a formas cada vez más profesionalizadas del uso de la herramienta
El desarrollo de este espacio comunicativo complejo se puede considerar en los términos de una contraesfera mediática. Durante la fase de movimiento (2011-2013) esta supo organizar un marco de creación de noticias, discusión y propuesta al margen de los grandes grupos de prensa y de las grandes cadenas de televisión. A su vez, este desarrollo en redes y en las blogosfera fue el caldo de cultivo de la fundación o reorganización de una nueva constelación de medios de comunicación, fundamentalmente de base digital, que se produjo casi en paralelo al 15M: ElDiario (fundado en 2012), Público (en 2007, refundado en 2012), Ctxt (2013), La Marea (2015), InfoLibre (2013), El Salto (2017, antes Diagonal), Crític (2014), etc.
De otra parte, el desarrollo de las redes sociales, y especialmente de Twitter, con su arquitectura de premio al karma y su contabilidad del éxito en número de seguidores, dio igualmente paso a formas cada vez más profesionalizadas del uso de la herramienta, y consecuentemente al empleo de la misma en la construcción de figuras públicas, al modo de influencers políticos. Incipiente todavía en 2012-2014, también en el ámbito de la teconopolítica del movimiento —presuntamente horizontal y distribuida— se estaba produciendo un proceso de decantación, que tendía a construir un espacio de representación cada vez más convencional. Prueba de la capilaridad social de este proceso es que en esos años se instituye la carrera del comunicador político que empieza como twittero y concluye como opinador profesional (en prensa, en las tertulias televisivas, etc.) o como gestor de redes y comunicólogo experto al servicio de la «nueva política».
En una suerte de automatismo, a veces rayano en la caricatura, el debate y la agenda política han tendido a reducirse a lo que aparece y se percibe en las redes sociales
La institucionalización de esta esfera mediática se convirtió así también en un motor insospechado de reconstrucción de la izquierda. Este ámbito público constituye, no obstante, un espacio mucho más dinámico y abierto que el de la carrera política dentro de los partidos. La lucha por la distinción en redes está estrictamente basada en las competencias individuales del gestor-comunicador a la hora de leer las tendencias, los temas de actualidad, su facilidad en el desempeño en las batallitas culturales y de emitir discurso-opinión respecto de los mismos. Esta competencia «valorativa» y «enunciativa», tan propia de la época, presenta un dinamismo y una energía muy superiores a la lucha competitiva dentro de las agrupaciones electorales, donde la lógica de subordinación a la corriente o al líder, impiden toda libertad de crítica. En cierto modo, la «discusión en redes» se ha convertido en el espacio último de orientación política de la izquierda, y a la vez en el espacio «único» de la política.
Por eso, la figura del twittero, al modo de la condición de «todólogo» al alcance de cualquiera, se ha conformado como el eje articulador de la esfera mediática pos15M. Esto no implica, por supuesto, que la política de redes escape a la inercia impuesta por la integración institucional. De un modo que todavía no se ha calibrado de forma adecuada, esta esfera, ya profesionalizada en un puñado de nuevos medios digitales y en unos pocos miles de cuentas de Twitter, ha ocupado el papel de ágora pública de la nueva izquierda. En una suerte de automatismo, a veces rayano en la caricatura, el debate y la agenda política han tendido a reducirse a lo que aparece y se percibe en las redes sociales, con todos sus sesgos característicos: tendencia a la inflación verbal, propensión al juicio y a la indignación morales, reducción de la política a un juego de enunciación verbal, y sobre todo escasa o ninguna conexión más allá de los marcos sociológicos y generacionales característicos de sus participantes. La misma lógica de las redes sociales de constituir «charcos» cultural y políticamente homogéneos ha ido decantando esta constelación —en sus orígenes muchos más amplia y plural— del activismo en redes hacia el horizonte más estrecho de la nueva izquierda.
La articulación entre clase política y esta esfera mediática tiene pocos misterios. Surgidas ambas del ecosistema generacional y político heredero de las movilizaciones del 15M, han tendido a rotar sobre los mismos ejes, a retroalimentarse entre sí, al tiempo que muchas de las nuevas personalidades públicas, que habían surgido en este medio ambiente, iban y volvían entre uno y otro campo. De hecho, a partir de 2014-2015, la crisis de la movilización social, la ausencia de instituciones de movimiento y la falta de conflictos a los que asirse, obligó a esta incipiente esfera mediática pos15M a girar sobre sí misma o a concentrar su atención en la emergente clase política, que desde mayo de 2015 adquiere posiciones de gobierno en muchos ayuntamientos y en 2019 en el mismo corazón del Estado. La aceleración y profundización de este proceso coincide con la consolidación de la izquierda como horizonte único de la acción política, ya concentrado en el mantenimiento de las posiciones institucionales, en la acción de gobierno y en la oposición rabiosa al otro polo de representación: la derecha convencional o «extrema».
En este intercambio entre la nueva clase política y el periodismo más o menos distribuido de la esfera mediática pos15M, lo más significativo es su carácter cada vez más autocentrado y excluyente. Se trata de un precio habitual en todo proceso de construcción de un espacio de representación. Pero como suele ocurrir, el coste es pocas veces bien evaluado, en otras cosas porque la accountability del nuevo espacio político (de izquierdas) descansa en un solo lado de la transacción, aquellos que concentran los poderes de representación. Para nuestro caso, son varias las consecuencias a considerar.
En primer lugar, la aceptación de la polaridad izquierda/derecha ha implicado un inevitable empobrecimiento del debate público, cada vez más concentrado en detener o bloquear a la «derecha», especialmente tras la emergencia de Vox. De forma correlativa, la posición institucional de la izquierda ha aparecido como el único freno frente a la amenaza a la nueva ola parda, que arrastraba la «derechización social». En parte por estas razones, la capacidad de iniciativa ha quedado cada vez más limitada a la iniciativa de la clase política en el gobierno, propuesta por lo general limitada a la producción legislativa. Todo ello nos ha devuelto, paradójicamente, a una versión apenas modificada del cretinismo parlamentario y del fetichismo legislativo de la socialdemocracia de finales del siglo XIX. (Ejemplos extremos de esta propensión se pueden reconocer en la feroz adhesión, con grados casi nulos de autocrítica, a propuesta legislativas que apenas han producido cambios nominativos o cosméticos en figuras de la política social, el código penal, etc.).
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De forma correlativa a este empobrecimiento del debate y de la capacidad de propuesta política, la doble faz de la esfera mediática de la izquierda pos15M —medios y redes— se ha ido especializando en un suerte de batalla cultural perpetua, que se ha convertido en prácticamente la única forma de articulación de la adhesión-representación social. La inevitable propensión a conformar cada acontecimiento, noticia o problema en una batalla cultural, ha operado con una inevitable exceso ideológico, que ha adquirido su sustento en un nuevo estilo de comunicación y gobierno que podríamos llamar neoprogre. Resulta aquí importante subrayar la condición de «neo», a fin de distinguir este nuevo progresismo del viejo, característico de la Transición y los primeros años de democracia.
Lo neoprogre: una ideología de gobierno
Lo «progre» representó en su momento una ideal de modernización social, que cubría el terreno de los derechos civiles y valores de carácter liberal, así como una diferenciación ideológica con la derecha, en tanto representante eterna del espíritu retrógrado, carca y antimoderno de la «otra España». Lo progre, en la crítica y en la autocrítica —entonces de inspiración libertaria e izquierdista—, iba asociado también a una radical desconexión de los viejos principios del movimiento obrero (igualitarios) y de lo mejor de la contracultura (acusada en los años ochenta de excéntrica, irrealista y nihilista). En cierto sentido, lo progre representaba el abrazo del socialismo triunfante de 1982-1997 a la modernidad neoliberal de corte europeo.
En la retórica neoprogre, convertida hoy en el principal rasgo discursivo —y por ende tout court— de la nueva izquierda, estos viejos contenidos, al igual que la vieja hipocresía, aparecen acusados, pero declinados de otro modo, con otro estilo. De un lado, la gazmoñería y moralismo de esta nueva retórica ideológica es mucho más fuerte; de otro, conserva toda la vieja duplicidad que siempre acompaña a las formas ideológicas moralizantes. El análisis de este estilo neoprogre es, no obstante, difícil de resumir en un par de párrafos. Sin duda, acompaña a una condición de clase, salida de las mismas fuentes de la mesocracia que se expresaron y luego se confirmaron tras el 15M. En este sentido, se trata de una pretensión de valores cargados de una positividad exagerada y acrítica: inclusión, integración, diversidad, sostenibilidad, ecologismo, feminismo… Al tiempo que se construye el polo, igualmente exagerado y acrítico, de los males sociales y políticos: derecha, machismo, fascismo. En este aspecto, la ideología neoprogre apenas esconde la voluntad de respetabilidad y distinción, o en términos nietzschanos la propia voluntad de poder manifiesta en todos los instrumentos que se sirven de la mala conciencia.
La fuerte impregnación moral lleva a sus mejores exponentes a operar como los practicantes de una religión mundana de salvación, que separa a los justos y a los buenos de los malos e impíos
En este sentido, lo «neoprogre», como forma ideológica particularmente hispana, tiene notables correspondencias con el wokismo liberal de origen estadounidense y con la tiranía de lo políticamente correcto también común en el medio anglosajón. Observa, sin duda, la misma vocación de convertir cada enunciado en un marco de posible ofensa de valores o a colectivos sociales minoritarios. Una igual centralidad de las formas (como el lenguaje inclusivo, siempre según la centralidad comunicológica antes señalada) y una igual tendencia al juicio/indignación moral sobre casi cualquier cosa. También se comporta como un amplio movimiento de reforma moral, que opera en términos de pacificación de todas las violencias y opresiones (salvo obviamente las impuestas por el Estado, que si es de «izquierdas» son en última instancia legítimas, y por el mercado, que son inevitables).
En este aspecto, la izquierda se presenta públicamente como una sociedad por la mejora moral, no muy distinta de los viejos estilos del reformismo burgués, que comprenden desde los grupos protestantes de moral victoriana del siglo XIX hasta las formas de filantropismo moderno. Sobra destacar la antipatía que todo ello genera entre aquellos que deben ser «reformados» y que comprenden a todo el conjunto de la sociedad que no se identifica con la izquierda o en ocasiones es «de izquierdas» pero ya no «progre».
El éxito de lo neoprogre reside en que va más allá de una ideología política, en el sentido convencional de un cuerpo de ideas o principios que sirven tanto de interpretación de la realidad como de apuesta política. La fuerte impregnación moral lleva a sus mejores exponentes a operar como los practicantes de una religión mundana de salvación, que separa a los justos y a los buenos de los malos e impíos. El miedo al error, a la equivocación, el requisito de iniciación en los códigos del juicio, en los lenguajes arcanos (que incluyen toda clase de modismos lingüísticos), o en las formas de comportamiento y modales (que en ciertas versiones también tiene que ver con los hábitos alimentarios) refuerza el fuerte sentido de posición y unidad de aquellos que participan de esta «religión» y de los apenas iniciados, que se deben comportar con reverencia y miedo.
En otra dimensión, lo neoprogre no se separa un ápice de las posiciones culturales de época, y en cierto modo debe ser leído como la versión de «izquierdas» de la cultura neoliberal. En la reducción de la política a un juego de víctimas y agresores, o de privilegios escalados, expande la misma promesa de igualación e inclusión dentro del cuerpo de la nación (con independencia de la procedencia, del color de piel, la diversidad sexo/género, etc.) sin cuestionar la promesa de un reparto del poder y la riqueza legítimo según criterios de esfuerzo y trabajo (siempre en una economía capitalista). Se trata de nuevo del supuesto de la igualdad de oportunidades, según el cual cada individuo debe ser reconocido en su singularidad y en su mérito con independencia de todos los «handicaps» culturales en forma de sexismo, racismo o clasismo todavía vigentes en esta sociedad.
Además, al considerar a los colectivos desprovistos de poder o en franca situación de explotación (por utilizar un lenguaje más preciso que el del privilegio cultural) como una colección de víctimas individualizadas a veces de forma multifactorial, impide tanto su consolidación en grupos-sujeto, como su alianza en nuevas constelaciones proletarias. En tanto víctimas, estas deben tener una reparación por parte del Estado y ser «objeto» de sistemas de protección de las violencias, así como el reconocimiento cultural por parte de la sociedad. Curiosamente para los practicantes de lo neoprogre, en posiciones supuestamente de privilegio, basta con reconocer «me siento culpable, soy bueno», y seguir haciendo básicamente lo que se hacía. La hipocresía, y el origen mesocrático de esta ideología moral, resulta por todo ello evidente a quien no ha caído en su órbita gravitatoria.
En todo caso, lo que caracteriza a lo neoprogre como fenómeno específicamente hispano, no es tanto que predomine un elemento católico (de mala conciencia) frente a uno protestante (de reforma moral), sino de que se trata, en sus versiones más suaves, de una ideología de gobierno, que sirve para legitimar una posición política y para construir políticas públicas. Lo neoprogre es para la izquierda el gran motor de las guerras culturales que se activa contra su némesis «facha» o «reaccionaria». Pero también es el gran motor legislativo que entre 2019 y 2023 ha convertido el código penal en el instrumento preferido de reforma social. De ahí la centralidad de los delitos de odio, de la persecución de los enunciados racistas, xenófobos o sexistas. De ahí también que produzcan más escándalo los insultos racistas a un futbolista brasileño que la ley de extranjería, las expulsiones en caliente, la política europea de fronteras o los reiterados episodios de asalto a la valla de Melilla.
Melilla
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La izquierda, no lo olvidemos, consiste en un sector político que gobierna amplias parcelas del Estado y que requiere de continuo material ideológico sobre el que sostener su posición. El estilo neoprogre se presta como un mecanismo rápido de identificación y legitimación, como el medio más rápido para organizar la polaridad con la «derecha» y también como un mecanismo eficaz de disciplinamiento interno. En última instancia y como toda ideología de gobierno (o incluso de Estado), lo neoprogre se ha convertido en una batidora capaz de triturar y hacer tragable cualquier contenido de la crítica social, venga de donde venga, siempre y cuando esté desprovisto de sus contenidos activos, esto es, de organización, conflicto y a la postre violencia.
La asimilación de los movimientos sociales
Entre los pilares de la nueva izquierda hay otro espacio que es preciso analizar. Este es importante en tanto consigue lo que podríamos llamar una unificación «por abajo» de la izquierda. Se trata de la figura política comprendida dentro de la rúbrica «movimientos sociales». Pero aquí es preciso cierta aclaración, la categoría «movimientos sociales» ha servido como un cajón de sastre dirigido a abarcar dentro de sí casi cualquier forma de movilización social que no pasara por los canales institucionales (los partidos principalmente), al menos en sociedades ricas, fragmentadas y dominadas por las posiciones sociales características de la clase media.
La política de los movimientos sociales, hecha por lo general de demandas sociales parciales, significaba en el ámbito de las ciencias sociales el fin de la centralidad obrera característica de la modernidad industrial y el advenimiento de una conflictividad más compleja y también más soft característica de las sociedades posindustriales. De forma algo imprecisa, la sociología ha tratado de discriminar estas formas de movilización como resultado, alternativamente, de un cambio general de los consensos sociales (un cambio de valores de aquellos materiales a otros nuevos postmateriales), de la propia opulencia del largo periodo keynesiano-fordista (en la que amplios sectores ya no están subordinados a condiciones de inseguridad material), de las contradicciones entre ese mismo progreso material y sus consecuencias contradictorias o catastróficas (tal y como se han descrito por el movimiento ecologista y pacifista), y de las contradicciones surgidas de una ciudadanía restringida dentro de las formas sociales normativas del Estado nacional, así como de su necesidad de ampliarla (al modo en que han expresado todas las luchas de «minorías»).
Es sintomático que la gran mayoría de los sectores políticos activos —lo que podríamos reconocer, con un viejo nombre, como el tejido militante— haya aceptado el término «movimientos sociales» como categoría de autoidentificación. De hecho, desde la década de 1970, la referencia a los viejos marcos ideológicos de la acción política (marxismo, socialismo, anarquismo) no ha hecho más que perder terreno, frente a la autosuficiencia de la acción contenida en la práctica local, comunitaria o en la lucha sectorial.
A pesar, por tanto, de los numerosos intentos por reflexionar sobre otros horizontes menos vinculados a la categoría «movimientos sociales» —como la vieja denominación «movimientos alternativos» o el intento de retomar la idea de sindicalismo, aunque sea declinado como «social», o de reivindicar el universalismo a partir del «sector» o «problema» concernido como proponían ecologismo o feminismo—, el nombre, pero también la lógica, de los «movimientos sociales» se ha impuesto como forma dominante de comprensión de toda aquella forma de activación política que no pasaba directamente por las instituciones de Estado.
En la estela que siguió al 15M, el paradigma de los «movimientos sociales» ha seguido siendo dominante, pero de una forma que resulta cada vez más diferenciada respecto de la existente antes de 2011. La forma movimiento social se ha visto, de hecho, arrastrada por las mismas fuerzas que han empujado la recomposición de la izquierda, hasta el punto de convertirse en lo que podríamos llamar el cuarto fundamento de este espacio de representación. En un sentido lato, la forma movimiento social ha experimentado una suerte de proceso de institucionalización tardío. De forma muy resumida, en el curso de los últimos 15 años, esta ha pasado de ser una modalidad organización de lo político, relativamente marginal, casi siempre antiinstitucional, atravesada por un libertarismo de base asamblearia y de matriz antiestatal, a ser progresivamente otra cosa, que también se entiende dentro de la izquierda.
Básicamente, hoy un movimiento existe si dispone de los instrumentos para su presentación pública, esto es, mediática. Y esto constituye su verdad
Este proceso no ha seguido el curso del viejo movimiento sindical, convertido en una suerte de aparato estatal incrustado en la negociación colectiva y en la cogestión, por parcial que sea, de los sistemas de bienestar. La característica difusa, emergente, sin centro de los movimientos sociales se ha conservado, aunque solo sea porque estos constituyen la condición definitoria de la forma «movimiento». Pero incluso a partir de esa matriz descentralizada, con cristalizaciones apenas sólidas, sujeta a ciclos de emergencia y retracción, los movimientos sociales han experimentado un particular proceso de institucionalización.
Tal institucionalización tiene que ver, antes que nada, con la aceptación por buena parte de los «movimientos sociales» de un rol o papel dentro de las fuerzas de izquierda. Este consiste en concebir y disponer su actividad según una posición que se considera «externa» a los canales institucionales convencionales (principalmente los partidos), pero funcional a las posiciones institucionales de izquierda. Dicho brevemente, esta posición podría resumirse como «presionar desde fuera para sancionar conquistas en forma de leyes y derechos de la mano de la izquierda».
En ningún caso esta adecuación a esta «función» se manifiesta de forma más acabada que en la transformación de los movimientos según el paradigma «comunicológico» antes descrito. De hecho, la construcción de la visibilidad mediática se ha convertido en el principal criterio de eficacia del movimiento. Así, la elección de portavocías, de una «estrategia comunicativa», la teatralización de las acciones para su representación en los medios, han cobrado todo el protagonismo frente a la construcción de «comunidades de afectados», instituciones propias o la articulación de conflictos sostenidos en el tiempo sin responsabilidad alguna respecto de las posiciones institucionales de la izquierda.
Básicamente, hoy un movimiento existe si dispone de los instrumentos para su presentación pública, esto es, mediática. Y esto constituye su verdad. Paradójicamente, la principal consecuencia de este proceso de institucionalización reside en la crisis de la forma «movimiento» como instancia de representación social, esto es, como forma de movilización política que precisamente por no estar institucionalizada logra legitimidad y reconocimiento, al menos dentro de un segmento significativo de la sociedad.
Esta adecuación al «paradigma comunicológico» de los movimientos sociales ha impedido que dentro de los mismos se establezca una lógica tensión entre «activistas» y «afectados/representados», al modo de un conflicto interno, que podría resultar productivo, entre una suerte de élite representativa y de comunidades organizadas. En tanto el objetivo prioritario es la representación mediática —último grado de la eficacia política de un movimiento— la comunidad de lucha se vuelve prescindible, pudiendo quedar relegada a una condición de mero espectador en la negociación entre sus representantes y las instituciones del Estado. La forma movimiento social, asociada cada vez más a la izquierda, o incluso a la izquierda en el gobierno, se ha convertido así en una forma más de representación, que en ocasiones sirve antes a la desmovilización que a la movilización.
Hay otro elemento que tiende a sellar este proceso de institucionalización, y que tiene que ver con la capa activista que opera bajo el nombre movimientos sociales. Esta ha experimentado un proceso de profesionalización, que en determinados sectores y territorios podría haber culminado en su consolidación como una fracción o segmento de lo que se ha llamado clase proyectista. La clase o fracción «proyectista», comprendida dentro la nueva clase media profesional, se distingue de otras posiciones dentro de la misma, a partir de su capacidad de generar redes y emprender proyectos monetizables en última instancia para sí misma. En lo que se refiere a este segmento activista de la clase proyectista, su campo de oportunidad habría estado en su capacidad para convertirse en portadora de distintos saberes expertos, asociados a las demandas de los movimientos sociales en términos de sensibilización, asesoría y pedagogía (ambiental, de género, antirracista), solución de conflictos (mediación), promoción comunitaria, etc.
De forma correlativa, el experto activista se ha convertido en objeto de una atención creciente por parte de las administraciones —no solo aquellas gobernadas por la izquierda—, que han encontrado en sus saberes, y sobre todo en su promoción pública, un instrumento de racionalización y ampliación del sentido de la acción pública, en la misma línea sobre la que se construyó el Tercer Sector. De hecho, una parte creciente de este segmento de actividad parapública está siendo capitalizado por la figura del experto activista.
De otra parte, a nivel propiamente interno de los movimientos sociales, la figura del «experto activista» ha adquirido el rango carrera profesional, con consecuencias inevitables. La creciente profesionalización de este tipo de activismo ha logrado realizar la promesa de un «militancia con premio», tras años de generosidad y voluntarismo desinteresado, en un espacio hasta hace poco prácticamente imposible de monetizar. Integrado en institutos y observatorios con abundante financiación pública, o en cooperativas y asociaciones que trabajan por encargo principalmente de las administraciones, el experto activista se ha consolidado como una suerte de parafuncionario ligado, quiera o no, a la fortuna de las posiciones de la izquierda en las instituciones del Estado. En la medida en que este experto activista es también uno de los principales portadores y generadores de la ideología «neoprogre», su función técnica (cuando existe) se acompaña inevitablemente de un fuerte componente ideológico con alto valor en el mercado político.
La pregunta a la que se tiene que someter este tipo de integración, sigue siendo la misma: ¿es la nueva izquierda un espacio capaz de convertirse en instancia de representación de las figuras de la crisis?
En aquellos territorios —principalmente en Catalunya— donde esta figura se ha desarrollado con más amplitud, las transferencias públicas han llegado construir un verdadero subsector económico, dominado por esta figura del «activista experto». Se trata de un amplio tejido conformado por institutos parapúblicos, asociaciones, cooperativas, pero también espacios de socialización, consumo y actividad cultural. La ambigüedad de este espacio social puede resultar inquietante y, desde luego, desconcierta. De un lado, se presenta públicamente como el reflejo de una nueva y verdadera sociedad civil, basada en la autogestión y la autoorganización. De otro, resulta evidente la fuerte dependencia de este segmento laboral respecto de la contratación pública y de distintos paquetes de subvenciones y ayudas públicas. En último término, este espacio se asemeja más a una suerte de nueva forma de clientelismo político y patronazgo social que al desarrollo de algún tipo de contrasociedad. Por si esto fuera poco, la propia condición social del activista experto —recuento en la mayor parte de los casos de la clase media profesional precarizada—, su desarrollo profesional dentro de este sector parapúblico y las prebendas a su alcance (como por ejemplo, la promoción de cooperativas de vivienda sobre suelo público, en régimen de cesión o donación), tienden a separarlo del conjunto de los sectores sociales más precarios. Su carácter «populoso» no coincide así con una condición «popular».
En este breve análisis de la nueva izquierda, propiamente de sus bases materiales, parecen definirse, por tanto, tres figuras sociales principales: el político, el comunicólogo y el activista experto. En lo que respecta de la/el político es, seguramente el tipo social más representativo y tradicional, se trata de una persona a sueldo en la industria de representación, que ha convertido esa condición de «servicio público» en su oficio y en su principal medio de promoción social. La/el político de la nueva izquierda se distingue, sin embargo, del viejo, por sus condiciones de promoción y reproducción. No se trata ya tanto de una persona de partido, que se educa desde joven en una estructura disciplinaria y en la que según sus dotes y su docilidad progresa dentro de la misma. El nuevo político de izquierda opera antes bien como un empresario o empresaria de sí mismo, capaz de aglutinar o aglutinarse en determinado rango de adhesiones en el caldo siempre revuelto de candidaturas y de alianzas cambiantes (Podemos, Unidas Podemos, candidaturas municipalistas, Sumar, etc.). El ecosistema de la nueva izquierda dominado principalmente por notables y subordinado a su capacidad para «comunicar» según una lógica de tipo fundamentalmente carismático, es por eso seguramente más frágil y más dúctil (también para los poderes fuertes del Estado y la economía) que los equipos salidos de las viejas estructuras partidarias.
La segunda figura es la del especialista en comunicación, según sus distintas variantes: el periodista en los medios digitales, pero siempre con fuerte presencia en redes; el comunicólogo profesional como community manager, diseñador, estratega de medios; y el comunicador semiprofesional, que ha convertido la red (principalmente Twitter, pero no solo) tanto en su principal militancia, como en su medio de distinción y visibilización social. Este espacio es también mucho más dinámico que el de las viejas estructuras de los grandes medios de prensa, y por lo mismo también más frágil y maleable. Es además extremadamente funcional a la lógica de polarización según las formas de la guerra cultural y de la subordinación de la acción política a la acción comunicativa.
Por último tenemos al activista experto, militante de los movimientos sociales, que ha convertido esa militancia en un medio de vida asociado a la ciudad por proyectos vinculada a la subvención pública y al Tercer Sector. Por señalar un precedente importante, el activista experto recorre una trayectoria parecida a la de la militancia de la extrema izquierda que en la década de 1980 empujó y se acopló a la proliferación del nuevo espacio de las Organizaciones No Gubernamentales. Las ONG fueron, efectivamente, el embrión del Tercer Sector y de una nueva forma de producción ideológica institucionalizada, al modo de las organizaciones de sensibilización y ayuda a minorías, refugiados, etc., o también de forma plenamente funcional a la lógica partidaria. Aunque existen algunos casos interesantes, la tónica de este movimiento asociativo ha sido políticamente irrelevante y en algunos casos rayana en la caricatura, como Jóvenes contra la Intolerancia.
Las tres figuras mencionadas son espacios de integración de segmentos políticos antes marginales en términos institucionales, a través de canales oficiales o paraoficiales auspiciados por el Estado, y siempre en última instancia sostenidos por el mismo. Un posible lectura de este proceso de institucionalización podría explicar este proceso como una inserción positiva de las «luchas» dentro de los aparatos de Estado, esto es, como un avance institucional. La pregunta a la que se tiene que someter este tipo de integración sigue siendo la misma: ¿Es la nueva izquierda un espacio capaz de convertirse en instancia de representación de las figuras de la crisis? ¿Es un medio aprovechable como lugar de articulación o alianza de los conflictos sociales potenciales? ¿O incluso en términos más modestos, puede esta izquierda siquiera operar como mecanismo de integración y pacificación de los mismos, según su largo papel en las democracias liberales? En cualquier caso, el interrogante está más allá de la recomposición y unidad de la «izquierda», la fidelidad de la izquierda a sus principios, o el «votemos que viene la derecha».
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No he sido capaz de entender lo que quiere decir: ese tipo de lenguaje no puedo consultarlo en un diccionario normal.
Este artículo, como algunos otros que se publican en El Salto, está escrito para "lumbreras" y para el lucimiento de su autor.
Sugiero que El Salto haga una adaptación didáctica de este tipo de artículos académicos para que la mayoría de las suscriptoras podamos leerlos y entenderlos.
Por favor.
No he sido capaz de terminar el artículo. Hay varias cosas que me chirrían mucho. A ratos me ha parecido rojipardo y todo... Yo me temo que soy más bien neoprogre, qué le voy a hacer.
Coincido contigo. El artículo acaba dando dolor de cabeza. Tampoco he sido capaz de terminarlo. Estilo pomposo y autocomplaciente.
Errejon derecha? Pablo centro? Anticapitalistas izquierda?. No Emmanuel:
Errejon libertario. Pablo leninista. Anticapis troskistss, esto se acerca más, bajo mi punto de vista.
Te aviso que esos a los que te estas arrimando ya tienen corifeos de sobra, tu trabajo soltar mierda contra la izquierda es muy posible que no sea recompensado.
Resumen para los que se les hace cuesta arriba: análisis político donde se ordenan con lenguaje académico los argumentos de Alberto Olmos, Soto Ivars y Lenore contra la izquierda.
Muy buen artículo, un poco largo, y a veces casi incomprensible al usar lenguaje académico intelectual... De aquí a una tesis, un libro... más. De verdad, currazo, gracias.