Opinión
Las etarras nunca sonríen
¿Una nueva película sobre ETA? Después de La infiltrada, dirigida por Arantxa Echevarria, premiada en los Goya de este mismo año, se estrena Un fantasma en la batalla, dirigida por Agustín Díaz Yanes, que trata el mismo tema: el caso real de una agente, en este caso guardia civil, infiltrada en la banda armada. Un fantasma, puntuada con un 6,7 en la popular página especializada Filmaffinity, y saludada por la crítica española con unánimes y superlativos elogios: “modélico”, “vibrante”, “hondo”, “potente”, “cine de verdad”, “magnífica lección”...y “claridad ética”.
En principio, resulta inevitable comparar ambas películas ya que explotan en curiosa sincronía la misma temática, con significativos parecidos pero también con algunas diferencias destacables. Mientras que La infiltrada mostraba un registro más emocional pero era un disparate de guion, Un fantasma se presenta como un dechado de rigor y verosimilitud —chequeado por la propia Guardia civil, aunque no por etarras— pero con una contención expresiva que, de tan extrema, resulta extraña, perturbadora.
Un fantasma alterna escenas de pura ficción, basadas en los hechos reales que acontecieron durante la Operación Santuario en pos de los zulos en Iparralde, “la más importante contra ETA, porque fue la que marcó su final”, con fragmentos documentales de la época infausta de la “socialización del sufrimiento”, que le confieren la pátina de un docudrama. No obstante, ambas comparten su querencia por el estereotipo estético del terrorismo vasco...
En Donostia llueve y llueve, siempre, sobre mojado. Las etarras son irakasles en una ikastola. Las calles repletas de pintadas y agitadas por la kale borroka. Las herriko tabernas como antros de perdición. Los deprimentes pisos franco y los sospechosos caseríos idílicos. Los brutos etarras erdaldunes. Los ‘cacharros’ encima de la mesa. Los sempiternos cigarrillos… o las eficaces fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado que, como la Benemérita, “no (son) meros recogecasquillos” sino “hiperprofesionalizados”, pero con su corazoncito a resguardo. No hay una excesiva objeción sobre este atrezo, más o menos reconocible. Y, al menos, nos han ahorrado la txalaparta en la banda sonora, sustituida por un sintetizador siniestro y la italianada setentera Parole, parole.
En el afán de demostrar “que no eran una panda de anormales, sino un grupo bien organizado”, las etarras no hablan, sueltan proclamas; no matan, ejecutan; no viven, no sienten, no vacilan, simplemente existen para el mal
El problema es, como señalamos, otro muy distinto, y que se podría resumir en una constatación: las etarras nunca sonríen (aunque tampoco ellos son la alegría de la huerta). En todo el metraje, no hay un sola actriz interpretando a una terrorista que deje traslucir una mínima sonrisa, ni que decir una risa o una carcajada. Ni siquiera entre ellas, ni siquiera celebrando sus terribles éxitos. Hoscas, torvas, despiadadas. En todo momento actúan como si estuvieran chupando un limón. Cuando todos sabemos que si una mujer, de naturaleza risueña, no sonríe es porque es doblemente malvada...
En el afán de demostrar, en palabras del director, “que no eran una panda de anormales, sino un grupo bien organizado”, las etarras no hablan, sueltan proclamas; no andan, se mueven; no matan, ejecutan; no viven, no sienten, no vacilan, simplemente existen para el mal. Parecen una suerte de ejército de autómatas salidos de Almas de metal, guiados por la mortífera programación abertzale radical. En justa compensación, la guardia civil se esfuerza por actuar de forma equivalente; hasta el oficial de control y la infiltrada, después de 12 años de operación, ¡se siguen tratando de usted! ¡Señor, sí, Señor!
¿Toda una lección de distanciamiento brechtiano para fomentar la reflexión crítica, o acaso una simulación interpretativa del polar de Jean-Pierre Melville para anestesiar al espectador incauto?
No, no es necesario humanizar a las terroristas, porque, como los guardias civiles, ya son humanos. Seres de carne y hueso que, como el Shylock shakesperiano, más allá o más acá de su abyección, pueden interpelarnos: “Si nos pinchan, ¿no sangramos?”. Un fantasma se manifiesta, aparte de la mecánica mejor o peor armada dentro del género de espías (con un par de escenas peliculeras pero eficazmente resueltas), como un thriller sin drama, tan desalmado que anula toda credibilidad psicológica o social sobre el problema del terrorismo vasco.
Y lo más paradójico es que el director declare que “un etarra es un etarra, pero también es una persona, y eso es un conflicto a la hora de contar”. ¡Cuando justamente esa es la esencia del cine adulto, y no de un blockbuster con palomitas! ¡Vaya fracaso!
En un clima de amoralidad hiperbólica los etarras deciden asesinar a Miguel Angel Blanco sin discusión alguna, simplemente levantando la mano
En un clima de amoralidad hiperbólica los etarras deciden asesinar a Miguel Angel Blanco sin discusión alguna, simplemente levantando la mano. La guardia civil utiliza la habitación hospitalaria de una anciana en coma como habitual punto de encuentro. Un etarra se ahorca en la cárcel y su mujer, también dirigente terrorista, no se inmuta, ni una lágrima asoma. Hasta la infiltrada decide renunciar a su boda en el último momento, para volver rauda a la llamada de la patria al combate, mientras del novio plantado ni se sabe... ¡Cuanto daño ha hecho el heroísmo! En la vida real, y más aún en la ficción que nutre el imaginario de los aspirantes a héroes. Y, especialmente, cuando el modelo es, como apunta Díaz Yanes, ese wéstern, cuyos “héroes sin futuro” son puros y unidimensionales, tanto como los monstruos.
Y ahora le ha tocado el turno a las heroínas. No para mostrar que se comportan como cada una de las mujeres a las cuales han de representar, sino, únicamente, para demostrar que pueden jugar el mismo rol masculino en el universo machirulo de policías y terroristas. Ay, la banalización del feminismo en la túrmix ficcional del cine español, de Hollywood o de cualquier plataforma (en este caso, Netflix).
Realmente, una lástima, y un desperdicio, que actrices tan competentes como las protagonistas (Susana Abaitua, Iraia Elias, Ariadna Gil) se vean guiadas, vestidas y hasta peinadas con flequillo a lo tazón como sicarias femme fatales. Una pena encontrar tanta corrección política oficialista en el director que filmó a la rompedora Victoria Abril de Nadie hablará de nosotras cuando hayamos muerto.
Un fantasma pasará, probablemente, como película notable sobre el tema, pero creo que en vez de avanzar en la representación dramática, psicológica, moral y política y hasta antropológica de la “violencia vasca”, tal y como analiza Joseba Zulaika, retrocede respecto a las primeras películas de la Transición o de propuestas kamikazes como La pelota vasca. La piel contra la piedra, de Julio Medem. Y se queda a años luz, por ejemplo, del cine irlandés e inglés en su tratamiento del IRA. Lamentablemente, todavía no estamos preparados para la fase compleja de los relatos singulares, solo del gran Relato maniqueo, al dictado del estilo ya canónico de la serie Patria, a mayor gloria de la victoria sobre ETA.
Esperamos que en algún momento un cineasta, quizá una cineasta, se atreva a contar la historia de todas las víctimas de la violencia vasca (profundizando en la línea de la correcta Maixabel, de Icíar Bollaín), también de la posguerra en Euskal Herria, del GAL y de la tortura policial, de Galindo y los señores X, ausentes o apenas apuntados en esta película tan documentada. O del heroísmo colectivo que supuso la consecución de la paz, protagonizada por mediadores internacionales, cansados exterroristas, artesanos de la paz, negociadores socialistas, y alentada por pacifistas y víctimas de ambos bandos. Esta sí, una verdadera epopeya, con vencedores y vencidos, pero en la que todas salimos ganando.
No abundemos más en esa ETA, “un juguete político demasiado goloso”, que en esta época de posterrorismo complaciente, también puede serlo narrativo y estético
Una pizca de humanidad, nada más, esperamos de la próxima película sobre la materia protagonizada, quizá en esta ocasión, por una agente del CNI infiltrada en ETA. Ante tanta impecable deshumanización: un grito, una mirada, incluso una sonrisa, aunque sea perversamente humana, demasiado humana...que no retrate a los terroristas (solo) como terroristas, esas marionetas del mal, sino como personas reales, como tú y como yo. No abundemos más en esa ETA, “un juguete político demasiado goloso”, que en esta época de posterrorismo complaciente, también puede serlo narrativo y estético.
Si no hay odio ni culpa, si no hay dolor ni alegría, es decir, si no hay drama, no necesariamente una tragedia en el sentido griego, el cine sobre ETA se convertirá en banal fascinación por la violencia bajo códigos ideológicos ocultos, esto es, un subgénero local del cine de psicópatas, y no arte mayor: un cine de catarsis política para asumir el sufrimiento y reconstruir la convivencia.
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Los artículos de opinión no reflejan necesariamente la visión del medio.
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