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En un raro ejercicio de autocrítica entre los de su gremio, el economista marxista Michael Roberts iniciaba sus predicciones económicas para 2020 con el reconocimiento de que sus previsiones de los últimos cinco años han resultado erróneas. Lo hacía quizá obligado por lo redondo de la cifra —un lustro—, o por lo simbólico de un año —2020— que marca la referencia mental para la nueva década: sea como fuera sus avisos de un socavón inminente en la principal economía del mundo chocaban con el mantenimiento de la expansión económica más duradera desde el fin de la Segunda Guerra Mundial.
Si el panorama económico mundial al comienzo de 2019 estaba lleno de nubarrones, el de 2020 se presenta algo más despejado. Dos de las amenazas que preocupaban a los analistas han perdido tamaño: por un lado, las disputas comerciales entre EE UU y China se han enfriado tras el anuncio en diciembre de una primera fase de acuerdo de retirada de aranceles; por otro, la incertidumbre sobre la salida del Reino Unido de la Unión Europea quedó resuelta definitivamente con la victoria del conservador Boris Johnson en las elecciones británicas de diciembre.
Cualquiera de las dos podía iniciar una nueva ronda de pánico en los mercados financieros al estilo de 2008; lejos de eso, las bolsas cerraron 2019 en máximos y en EE UU se han revalorizado un 30% en un año. Otros hitos, como la evolución de la economía alemana, que ha evitado la recesión, parecen apoyar el consenso de las principales agencias sobre que lo peor ha pasado. “Lo peor” era en 2019 que el descenso del comercio mundial y la bajada generalizada de la producción industrial se contagiasen al sector servicios y a las bolsas. El Financial Times sitúa ahora el riesgo de recesión en un 5% para EE UU y un 15% para la eurozona. ‘Solo’ el crecimiento de la deuda pública y privada y posibles nuevas burbujas en los mercados financieros son considerados amenazas sistémicas que podrían desatar una recesión en 2020.
Economía
Desvelos del capitalismo marca España
Las grandes fortunas españolas se encuentran en fase de “intranquilidad”. Más allá de la incertidumbre sobre el nuevo Gobierno, las multinacionales han entrado en una fase de baja rentabilidad que ha atraído a tiburones de las finanzas internacionales. La inestabilidad internacional puede ser una oportunidad para la redistribución... o para que esas empresas exacerben su lógica de acumulación caiga quien caiga.
Con toda probabilidad, los previos a la firma prevista –el 15 de enero- de esa primera fase del acuerdo comercial entre EE UU y China se convertirán en un buen medidor de este optimismo económico. En diciembre el Gobierno norteamericano coqueteó astutamente durante dos semanas con una retórica de más enfrentamiento que le ha resultado provechosa: a cambio de no poner en marcha una nueva ronda de tarifas y de reducir a la mitad algunas de las que ya habían entrado en vigor, los productos agrícolas estadounidenses tendrán más acceso al mercado chino —en 2022 se habrán casi doblado con respecto a 2017— y, lo que puede ser más importante: Pekín relajará sus exigencias de transferencia tecnológica a las empresas norteamericanas que quieran invertir en China y se abstendrá de usar la devaluación del yuan como instrumento para ganar competitividad.
Está por verse que esta victoria de Trump por goleada en pleno año electoral compense los males de baja productividad, enfriamiento comercial y inversión industrial anémica que suscitaron los peores temores en 2019. De momento la previsión de que la auténtica retirada del grueso de aranceles que entraron en vigor con la guerra comercial se posponga hasta una segunda fase del acuerdo no promete grandes alegrías para el comercio mundial. La guerra comercial, además, tiene otros frentes.
Un día antes de la fecha prevista del acuerdo, el representante de comercio de EE UU, Robert Lightizer, tiene previsto detallar las represalias del Gobierno de Trump en respuesta a la tasa digital del ejecutivo francés, que amenaza simbólicamente a las tecnológicas norteamericanas que han dominado la economía tras la Gran Recesión. A la amenaza de imponer tarifas a las importaciones de quesos y bebidas francesas por valor de 2.400 millones de dólares se le suma el ‘sí’ de la Organización Mundial del Comercio (OMC) a la represalia comercial de EE UU por los subsidios europeos a Airbus, con Francia, Alemania y España (los tres grandes accionistas de la aeronáutica europea) como principales perjudicados por las posibles tarifas sobre otros 7.500 millones de dólares en exportaciones al país de Trump.
El conflicto Boeing/Airbus ilustra las dificultades del capitalismo estadounidense más allá del crecimiento de las FAANG (acrónimo de Facebook, Apple, Amazon, Netflix y Google). Los males del principal fabricante mundial de aviones se han exacerbado tras la dimisión de dos de sus consejeros a finales de diciembre, todavía consecuencia de los accidentes fatales sufridos por dos modelos B 737 Max 8 con cinco meses de intervalo. Solo el cierre de la producción de esta línea, anunciado en diciembre por el primer exportador norteamericano, puede restarle un 0,5% al PIB estadounidense en el primer cuarto de 2020. Además, la OMC tiene previsto resolver este año una demanda gemela, esta vez de la UE contra EE UU por los subsidios a Boeing.
El conflicto Boeing/Airbus ilustra las dificultades del capitalismo estadounidense más allá del crecimiento de las tecnológicas
En medio de estas tensiones, Trump dispone de dos grandes bazas para presionar a la Unión Europea. Una es extender las tarifas a la importación de coches europeos, y la otra boicotear las conversaciones comerciales entre el Reino Unido y la Unión Europea tras el Brexit, cuya fase definitiva se extenderá este año entre el 1 de febrero y el 31 de diciembre.
Sobre la primera baza, hasta ahora EE UU se ha limitado a posponer su decisión, y no se espera un nuevo anuncio hasta mayo (si hay que tomarse en serio la nueva prórroga de seis meses que anunció Trump en noviembre). El 29% del valor de las exportaciones europeas de coches está en las ventas a EE UU, un factor que convierte a Alemania en el segundo acreedor comercial de EE UU entre los países del G7, sólo por detrás de Japón. Pero EE UU también dirige un 19% de sus exportaciones de coches a la UE y es a su vez un blanco fácil de las represalias comerciales.
En cuanto a las negociaciones comerciales tras el Brexit, EE UU ya disfruta de un pequeño superávit comercial con Reino Unido (en torno a los 3.000 millones de dólares). La intervención de Trump a favor del actual primer ministro Boris Johnson en las elecciones británicas es conocida, así como su afán por negociar país por país nuevos acuerdos comerciales que socaven el poder de la UE. Para sofocar rumores, el mandatario norteamericano dijo no tener ningún interés en el sector sanitario público británico, uno de los temas más polémicos de la campaña electoral en el Reino Unido después de que el candidato laborista, Jeremy Corbyn, difundiera documentos de las negociaciones comerciales entre EE UU y Reino Unido en los que la sanidad pública británica figuraba como un sector más. La posibilidad de un acuerdo comercial entre ambas potencias antes de las elecciones norteamericanas de noviembre es, de todos modos, remota.
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La Unión Europea puede reclamar también algo de optimismo para este inicio de 2020. En 2019 se sofocó el que parecía único incendio que amenazaba las reglas de estabilidad presupuestaria de la zona euro: Italia evitó de momento caer en el procedimiento por déficit excesivo (presentado cuando se da un descuadre del 3% del PIB en las cuentas de los Estados miembros, sin contar para ello el coste de las ayudas públicas a la banca), y a su vez España salió de él después de 10 años. Lo que es más importante, ambos países cuentan –o contarán- con nuevas coaliciones en el Gobierno que se han apresurado a respetar el pacto fiscal y las normas de control de déficit.
En el caso español, los presupuestos heredados de Montoro (prorrogados por segunda vez desde 2018) gobernarán además las cuentas públicas de 2020. Esto implica, para el posible Gobierno de coalición PSOE-Unidas Podemos, que de no negociarse y aprobarse en el Parlamento un nuevo presupuesto para 2020, algunas de las medidas económicas con impacto presupuestario –como, por ejemplo, las prometidas subidas en el IRPF a declarantes ricos o el fin de las exenciones fiscales al diésel- tendrán que tramitarse por la vía del real decreto. Se trata de vías posibles pero que pueden poner a prueba los apoyos parlamentarios de un Gobierno que tendrá que seguir mirando de reojo lo que diga la Unión Europea: de momento, un ajuste de cerca de 8.000 millones de euros para cerrar 2020 con el objetivo acordado con Bruselas.
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