De la ocupación al exilio: el grito silencioso de un joven palestino en Granada

La historia de Droubi no es una excepción, sino un espejo en el que se refleja el rostro de un pueblo entero silenciado e ignorado por la indiferencia global.
4 nov 2025 12:59

Nacer en un lugar donde la libertad se mide en checkpoints, demolición de casas, robo de tierras, restricciones a la educación y al movimiento, sistema apartheid, violencia cotidiana y humillaciones constantes deja cicatrices que duran toda la vida. Para Droubi, nacido en Arabia Saudí en 1996, la vida parecía normal hasta que, a los 17 años, regresó con su familia a Palestina, la tierra que vio nacer a sus padres. Un país que, como él pronto descubrió, vivía atrapado bajo la ocupación israelí. Lo que para muchos sería un regreso a casa, para él se convirtió en el inicio de un camino marcado por la violencia, la humillación y la necesidad de escapar para sobrevivir.

Su conciencia de la situación empezó entre 2000 y 2002, cuando en plena segunda intifada el gobierno israelí cerró todas las fronteras palestinas. “Normalmente, íbamos a ver a nuestra familia a Palestina durante las vacaciones de verano y ya no podíamos hacerlo. Entonces fue cuando pregunté a mi padre el por qué y él me explicó todo el conflicto por primera vez. Yo era aun demasiado pequeño como para entender la situación real, pero año tras año y, para ser exacto, a partir de 2013 cuando nos mudamos de vuelta a Palestina permanentemente, empecé a sufrir realmente lo que era vivir en un país ocupado”, relata Droubi. Los recuerdos de su infancia y adolescencia están llenos de checkpoints, insultos y golpes: “Empezamos a recibir agresiones físicas cuando nos movíamos de ciudad en ciudad. Esa es la realidad de Palestina. Vivir en un país ocupado es lo más parecido a ser un animal viviendo en una jaula”, sentencia Droubi.

“Empezamos a recibir agresiones físicas cuando nos movíamos de ciudad en ciudad. Esa es la realidad de Palestina. Vivir en un país ocupado es lo más parecido a ser un animal viviendo en una jaula”

La violencia no se limitaba a las calles. El legado de la ocupación afectaba también a la familia de Droubi de manera profunda y duradera. Sus abuelos vivieron la Nakba de 1948 en la villa de Shufa, cerca de Tulkarem (Cisjordania). Su abuelo huyó a Jordania y luego a Alemania para salvar su vida, ya que los soldados israelíes solían capturar a todos los hombres en edades menores de 40 años para torturarlos hasta la muerte o asesinarlos en lo que llamaban “ejecuciones de campo”. Después de la Nakba, sus abuelos regresaron a Palestina y formaron una familia. La infancia de su padre estuvo marcada por la guerra de 1967: tenía apenas 11 años cuando soldados israelíes irrumpían en la villa y su abuela lo escondía en las montañas cercanas porque los niños se consideraban parte del ejército de la resistencia. Décadas después, el trauma sigue vivo: Droubi relata que su padre todavía vive con un miedo constante de que algo malo pueda ocurrirle a él o a sus hijos, resultado de los horrores que presenció de niño. Este miedo condiciona la vida familiar y la percepción de seguridad incluso dentro del hogar. Para Droubi, crecer bajo la sombra de esta historia significa comprender que la ocupación no es solo un conflicto político o territorial, sino una experiencia intergeneracional de violencia, miedo, humillaciones y resistencia.

Durante su tiempo en la universidad Al-Quds, en el campus Abu Dis, Droubi presenció ataques directos a estudiantes: soldados israelíes lanzaban gas lacrimógeno dentro de la universidad, destruían propiedades e incluso secuestraban estudiantes. El miedo se volvió parte de su rutina universitaria diaria.

Droubi decidió salir de Palestina en 2015, pero la realidad era dura: no contaba ni con los recursos económicos ni con el título universitario necesario para emigrar legalmente. En un principio, su objetivo era mudarse a Canadá, donde vivía un primo de su padre. En 2022 intentó solicitar una beca de estudios, pero el proceso resultó enormemente costoso y complejo. Justo después de conseguir realizar todos estos gastos, comenzó la ofensiva en Gaza, y el gobierno canadiense endureció los requisitos para la entrada de palestinos, rechazando su visado tres veces y dejando sus esfuerzos y ahorros completamente perdidos.

Intentó solicitar visados en otros países, pero la situación se volvió cada vez más complicada; muchas embajadas cerraron temporalmente debido al conflicto y la inseguridad en Palestina. Ante la urgencia de huir y la imposibilidad de seguir esperanzado con vías legales, Droubi empezó a contemplar la opción de escapar ilegalmente a Europa, consciente de que cada día que pasaba aumentaba el riesgo para su vida a manos de los soldados israelíes.

Finalmente, España surgió como una alternativa viable, ya que el Gobierno estaba facilitando la entrada de ciudadanos palestinos. Con la ayuda de un amigo pudo reunir el dinero suficiente para viajar, comprometiéndose a devolverlo una vez encontrara trabajo en España. Su intención principal era continuar sus estudios, pero el contexto político y la amenaza constante sobre su familia en Palestina reforzaron la decisión de solicitar asilo político. Droubi logró llegar a España en abril de 2025, iniciando así un nuevo capítulo de su vida lejos de la ocupación y la violencia.

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Droubi conversa con nosotras en una conocida plaza granadina Jaime Cinca

Sin esperarlo, el proceso para solicitar asilo resultó muy complicado y difícil. Droubi tardó tres meses en conseguir una cita en la Policía Nacional, y solo fue posible gracias a la ayuda de un amigo que conoce a varios abogados. Mientras tanto, descubrió que existen grupos criminales que hackean el servidor de la Administración General del Estado mediante bots, bloqueando todas las citas disponibles en línea y vendiéndolas a inmigrantes desesperados que deberían acceder a ellas gratuitamente. “Otros oportunistas prometen citas por cientos de euros que luego resultan ser falsas, contactando a las víctimas desde perfiles de Telegram que crean y eliminan constantemente hasta obtener el dinero”, relata Droubi.

Droubi recuerda que recibió mensajes de un perfil que luego desapareció, dejando instrucciones para pagar desde otro perfil que nunca llegó. “Estaba tan desesperado que se me pasó por la cabeza pagar; entiendo perfectamente cómo otras personas caen en estas estafas”, admite. Aunque varias de estas redes han sido desarticuladas y se han recuperado miles de euros, la Policía Nacional sigue sin ofrecer citas presenciales, y el protocolo oficial exige esperar a que aparezcan citas online, que siguen siendo bloqueadas por estas organizaciones criminales.

Lo que más le sorprendió a Droubi es que, en la misma plataforma de la Administración General del Estado, los solicitantes ucranianos y los beneficiarios del Brexit tienen vías diferenciadas que les permiten obtener permisos de trabajo y residencia en cuestión de un mes, mientras que el resto del mundo debe esperar y enfrentarse a estos obstáculos. Cruz Roja ha podido verificar estas diferencias en la atención a los solicitantes según su nacionalidad cuando atendía a Droubi.

A día de hoy, Droubi sigue solo como residente legal en España. Tras pasar la entrevista presencial en la Policía Nacional, consiguió su tarjeta sanitaria, pero aún espera poder trabajar legalmente después de varios meses. Trajo ahorros desde Palestina que se están terminando, y en unas semanas deberá recurrir a alguna asociación para poder subsistir si no obtiene el permiso de trabajo a tiempo.

A Droubi le delata su mirada cuando describe la vida bajo la ocupación como una serie constante de amenazas, confiscaciones de tierras y humillaciones. Un familiar suyo perdió su hogar sin motivo, y una pequeña granja familiar fue destruida para construir una colonia israelí llamada Evni Hefets. Los jóvenes de su villa eran capturados, atados y dejados bajo el sol durante horas sin agua ni comida. Incluso después de llegar a España, su familia sigue en peligro, lo que reforzó su decisión de pedir asilo: “Mi padre me llamó llorando y rogándome que no volviera a Palestina. Ese fue el momento en que decidí solicitar protección internacional”, concreta.

“Mi padre me llamó llorando y rogándome que no volviera a Palestina. Ese fue el momento en que decidí solicitar protección internacional”

La historia de Droubi es un testimonio directo de cómo el proyecto sionista, con sus colonias, restricciones de movimiento, violencia sistemática y hostigamiento cotidiano, obliga a los palestinos a abandonar su tierra natal. Cada checkpoint, cada ataque a las universidades, cada confiscación de tierras familiares, no son hechos aislados sino parte de un patrón sistemático de control y opresión que afecta a generaciones de palestinos. Yo misma puede comprobar en 2022 que Palestina es la cima de la humillación y de la hipocresía internacional y una estaca en el corazón para todos aquellos que nos hemos paseado por sus calles. La decisión de Droubi de solicitar asilo político en España no es solo un acto personal de supervivencia, sino un reclamo de justicia frente a un sistema sionista que priva a millones de palestinos de derechos básicos.

Más allá del contexto político, su historia pone de relieve los desafíos que enfrentan los palestinos al llegar a países que se presentan como seguros. La burocracia, las desigualdades en el acceso a citas y permisos, y las redes criminales que se aprovechan de la desesperación, convierten el proceso de asilo en una prueba de resistencia y desesperación. Su experiencia evidencia la necesidad de reformas en la gestión del asilo, para que los sistemas respondan a la urgencia y vulnerabilidad de quienes huyen de conflictos armados y ocupaciones militares.

Detrás de las cifras y estadísticas hay vidas marcadas por la violencia, la pérdida y la resiliencia. La historia de Droubi no es una excepción, sino un espejo en el que se refleja el rostro de un pueblo entero silenciado e ignorado por la indiferencia global. Cada muro que se levanta en Palestina no solo encierra cuerpos, sino también futuros, lenguas y memorias. Israel, amparado por la impunidad internacional, continúa ejerciendo una violencia estructural que despoja a generaciones de palestinos de su derecho a existir con dignidad. Mientras la comunidad internacional mira hacia otro lado, los exiliados como Droubi cargan sobre sus hombros el peso de una injusticia que el mundo ha normalizado. Escuchar su voz no es un acto de compasión, sino un deber ético: porque mientras Palestina siga ocupada, la humanidad entera seguirá en deuda con su propio concepto de justicia.

Palestina
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