Opinión
Talar Madrid

Este Puente de la Constitución hasta el último cuchitril turístico de la ciudad de las libertades ha sido ocupado por visitantes en busca de la Navidad.

Esta mañana han comenzado los trabajos de tala en el parque de la Arganzuela que arrancarán de cuajo, si no hay un milagro navideño, la vida de un millar de árboles sanos. Se hará en nombre del progreso, una ampliación del Metro, y del despotismo municipal que ha despreciado la movilización vecinal de un barrio en plena gentrificación, pero todavía barrio: Arganzuela. Cuando regreso de contemplar la escena, me cruzo con el ajetreo de maletas en los bajos de mi portal. Se marchan los últimos moradores que han habitado estos días el AirBnB que antes fue el bar de la calle, ese donde se arremolinaban los vecinos viejos y ociosos que me explicaban cómo aparcar mi coche cada vez que recalaba en su acera. La verdad, les echo de menos. Los bajos comerciales aquí son ahora cubículos sin ventanas, decorados con lucecitas cursis que pretenden dar calor de hogar, blindadas con puertas de cristal opaco por donde apenas pasa la luz. En cuestión de pocos años, pero los suficientes para responsabilizar a más de una alcaldía, han colonizado antiguos bares, almacenes, panaderías, para convertirse en lugares inhabitables para una vida cotidiana, pero utilísimos como cuartel general turista de un fin de semana en la capital.

A quienes no pagan por mirar, esta ciudad solo le ofrece escaparates, plasma y plazas inundadas de terrazas donde ya no sirven cañas, solo dobles

Precisamente este Puente de la Constitución hasta el último cuchitril turístico de la ciudad de las libertades ha sido ocupado por visitantes en busca de la Navidad. Una búsqueda que, nos dicen, pasa por pagar entradas a precios desmesurados por algún espectáculo teatral del Broadway-quiero-y-no-puedo de Gran Vía, recorrerse la gymkana comercial del chollo no chollo (ojo que no todo es Primark, que nos gusta un cliché, también está el Uniqlo, que es igual pero más caro) e intentar comer algo, lo que sea: viniste a por calamares, terminas comiendo ramen. La única de todas esas actividades que es gratuita, la de pasear, observar, vagar, disfrutar las luces de Navidad, es, por mediación de las otras, imposible. De hecho, se convierte en una tortura peligrosa de multitudes apretadas que no transmite nada parecido al alborozo popular y contagioso que ocurre cuando mucha gente se lo está pasando bien en un mismo sitio, sino la angustia de verse atrapada en una riada de codazos donde te acabas preguntando a qué viniste y si tuvo sentido coger el metro.

Tampoco es que la oferta sea espectacular: a quienes no pagan por mirar, esta ciudad solo le ofrece escaparates, plasma y plazas inundadas de terrazas donde ya no sirven cañas, solo dobles. Lo hermoso es exclusivo y limitado, pero tú, transeúnte, aún podrás comer migajas, y contemplar, por ejemplo, esa Menina gigante en el Paseo del Prado que es una especie de Gundam, de robot destructor gigante japonés, que temo que un día despierte, eche a andar con sus enaguas y dirija sus pasos al sur para aplastarnos a todas. En Alcalá, la gente se arremolina en torno al Four Seasons, donde una guirnalda gigante decora el chaflán del hotel que nunca podrás pagarte, y en cuya suite principal tuvo su despacho Mario Conde, fantasía. Para reformar aquella mole en Canalejas, Villar Mir y OHL hundieron el Metro y todo, (feliz Navidad José Manuel Calvo, wherever you are) pero hoy nuestra capital disfruta de un espacio gastronómico y comercial de puro lujo donde puede hacer su shopping el little Caracas y tomarse fotos frente a la fachada de Hermès. Un poquito más al norte, hacia la calle Goya, la iluminación navideña viene con sorna incluida, y sus bombillas forman la palabra “paz” el mismo mes en que Israel recibía la medalla de Honor de la ciudad. Las llaves de Madrid ya las tenía, que se las dio Carmena en 2017. Alegría, alegría, alegría, que ha nacido el niño en Belén.

Cuando las madrileñas decimos que no pisamos el centro en Navidad no hay ningún elitismo cañí en esta crítica. Lo que subyace es la amargura de ver cómo la ciudad que has habitado y las calles que tienes derecho a ocupar y a vivir son solo vomitorios hacia ninguna parte, y nosotras, sus ciudadanas, puro atrezo, molesto incluso, si no abrimos la cartera para ejercer la libertad. No hay clasismo, tampoco, en criticar a la masa abarrotada de la que yo, a menudo, también soy parte, porque probablemente muchas de las personas que acuden a este Madrid lo hacen guiadas por la inercia, o por el legítimo deseo de disfrutar de la Navidad, y se aplastan en el metro el sábado para acercar a las crías a ver Cortilandia o la Plaza Mayor, que imaginarían como algo agradable y divertido, y no una tortura a empujones y una competición por no quedarse sin sitio. La ciudad expulsa a quienes solo quieren ejercerla, y se oferta para otros, efímeros, inversores, clientes; un destino en el que solo terminan por caber quienes pueden pagarse el AVE, el Airbnb, las entradas del Rey León o quienes capean con holgura financiera las compras, el taxi, la lotería y los churros, los regalos, las cenas, el piso, la letra del coche. Tampoco hace falta que sea Navidad.

Se trata de reivindicar nuestro derecho a callejear y sentirnos parte de nuestra ciudad y no unas intrusas, de pasear sin tener que gastar dinero

Recuerdo un episodio de Manolito Gafotas, profeta de mi generación desde Carabanchel (Alto) en el que su madre le mandaba de recados a Pontejos: “En mi barrio, que es Carabanchel, hay de todo, hay una cárcel, autobuses, niños, presos, madres, drogadictos y panaderías pero no hay cuernos para las trencas; así que mi abuelo Nicolás y yo cogimos el metro para ir al centro”. En su excursión se topaban con una manifestación, veían también a una presentadora famosa, se comían una hamburguesa, y volvían al barrio de nuevo en el metro. En esa emoción de Manolito de viajar de mano del abuelo al centro de Madrid nos reconocemos muchas todavía: salir del barrio, encontrar otras personas, ver otras fachadas, ir al cine, probar algo rico, regresar paseando a casa. Ese es nuestro patrimonio popular navideño, y en esta disputa de la ciudad, también esto está en pugna, porque no se trata ni de extrañar ni de lamentarse, (bueno, igual un poquito, no pasa nada) sino de reivindicar nuestro derecho a callejear y sentirnos parte de nuestra ciudad y no unas intrusas, de pasear sin tener que gastar dinero, nuestro derecho a rodearnos de lo hermoso, nuestro derecho a una cultura y un ocio que no implique llegar siempre corriendo, apretujarse en todas partes, temer siempre quedarse sin entradas.


En el siguiente libro de Manolito, las navidades transcurrían en Carabanchel. El Imbécil —su hermano— se perdía cuando iba con sus colegas a pedir aguinaldo, pero al final lo encontraban comiendo polvorones donde la vecina. Y después, el padre de Manolito desfilaba en la Cabalgata de Reyes del barrio, para vergüenza de su hijo, con un par de botellines encima y vestido de romano, y al final llegaban los Reyes, y molaba, como decía él, pues claro que molaba. No sé qué opinaría Manolito de que Carabanchel (Alto) vaya a tener ahora una línea de metro ampliada a costa de arrancar los árboles de los parques donde juegan los niños, un metro donde dentro de unos años sus vecinas podrán viajar hasta el centro, sí, pero a un centro hueco, hortera, excluyente y aburrido donde probablemente ya no se les haya perdido nada. Quizá sea mejor disputar Carabanchel. Menos mal que nos quedan los barrios, Manolito.

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