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Memoria histórica
El niño que cantaba el “Cara al Sol” para hacer rabiar a su abuela
Nunca había comprobado tan de cerca cómo la mala leche con la que se decidía fusilar a unos jóvenes y se humillaba a sus mujeres en los años treinta mantendría viva su eficacia durante más de ocho décadas.
Mucha gente nos había dicho que eso de “los 12 minutos” era una idea que tenía que trasladarse a todos los ámbitos de trabajo. Para nosotros era sencillo y no era ni original, ya habíamos visto en otros sitios que cuando se llegaba al trabajo lo primero que hacían era dedicar un ratito a algo de formación, una charlita... pero, a veces, las cosas más sencillas y que ya han experimentado los que han venido por delante tuya son las más útiles para lo que uno persiguen.
Nosotros buscábamos un espacio donde compartir experiencias, donde todos nos sintiéramos protagonistas e ir construyendo grupo...
Muchos de los que formamos parte del colectivo venimos con mochilas cargadas de experiencias vitales muy duras: Feith que llegó en patera con su marido y su hijo de un año, Abraham, que sufrió la irregularidad sobrevenida por no poder renovar los papeles a causa de una enfermedad, Amelio, que vivió durante años en la calle, Tina que lo había sufrido todo: la calle, la enfermedad, la violencia machista, la droga y también la cárcel, de donde también salió Luis después de pasar media vida dentro, cuya historia parece sacada de una de esas películas que dirigía Eloy de la Iglesia en los ochenta y que no sabemos cómo sobrevivió a aquello, Jose, que fue maltratado y luego abandonado por sus padres biológicos y que todavía hoy, cuando ya pasa de los veinte años, sufre las consecuencias de lo que vivió los primeros años de su vida, pese a que ya apenas es capaz de poner en pie un relato de todo aquello y pese a haber tenido la fortuna de ser adoptado por una familia que se ha desvivido por darle lo mejor.
Así que para nosotros el llegar por la mañana, mirarnos a la cara, darnos los buenos días y darnos un tiempo antes de “echar a trabajar” era esencial. Acordamos en su momento que cada día se encargaría una persona y que podría hacer lo que quisiera: ponernos a bailar, contar una historia o unos chistes, leernos un cuento, poner un vídeo sobre su pueblo, hablar sobre su vida, sobre el último fin de semana o de política, incluso de trabajo se podría hablar...
A lo largo de estos años esos doce minutos nos han dado la oportunidad de conocer recetas nigerianas y paisajes paradisíacos de Cabo Verde, hemos aprendido mucho de reciclaje y reutilización, que para eso nos dedicamos a ello, nos hemos reído con más de doscientos chistes, hemos bailado al son de los éxitos del momento, le hemos dado la bienvenida a nuevos compañeros y despedido a otros que se marchaban, hemos comentado casi como tertulianos de televisión lo que más nos llamaba la atención de la actualidad, hemos aprendido geografía, historia, biología, lengua y matemáticas, hemos compartido duros problemas personales y alegres noticias, hemos conocido el proceso de cultivo del cacao y de los caracoles, hemos debatido sobre genero e igualdad, inmigración e igualdad, exclusión e igualdad. Hasta sobre la vida extraterrestre hemos llegado a conversar.
Fascismo
El fascismo banal
Los movimientos sociales y los derechos reconocidos de los colectivos minorizados se han convertido en las bestias negras del fascismo. El sujeto político que integra las filas de la reacción de la normalidad es el hombre banal, incapaz de rebelarse y enemigo de cualquier movilización.
Unas veces la cosa no da para más, como esas ocasiones en las que el encargado de turno se olvida de preparar algo, nos aburre con una charla de la que no comprendemos mucho o nos lee, un lunes por la mañana, un cuento infantil en un tono monocorde que abre más de una boca y cierra por momentos algún qué otro ojo. Pero otras veces, muchas, ese escaso lapso de tiempo logra cambiarnos el estado de ánimo, nos despabila, nos hace iniciar el trabajo con una sonrisa o deja una muesca en nuestras conciencias.
Como ocurrió aquel día en el que Benito quiso hablar de sus abuelos: creíamos que aquella mañana en la que le tocaban los doce minutos hablaríamos de fútbol, como en casi todas las ocasiones en las que había sido el encargado de conducir aquellos momentos. A lo sumo podíamos esperar que trasladara, con su particular manera de expresarse, alguna queja sobre el trabajo, sobre el funcionamiento de la oficina, la tienda, el almacén... o sobre la hora del desayuno.
Sin embargo cogió la pose de uno de esos cantaores flamencos a los que tanto admira y cuando ya todos creíamos que se iba a arrancar por un fandango nos sobrecogió con esta historia: “Yo a mi abuela, la madre de mi madre, cuando la quería hacer rabiar le cantaba el Cara al Sol y ella salía corriendo detrás de mi con una zapatilla”.
A mis abuelos no los conocí, a los dos los mató Franco. En el castillo de Lebrija todavía pueden verse los agujeros de los tiros contra el muro
Cuando era niño a mi aquello me parecía muy gracioso, porque no sabía muy bien porqué ocurría. Bueno, me resultaba gracioso si no me cogía, porque si lo lograba me dejaba el culo que no se me olvidaba. A mis abuelos no los conocí, a los dos los mató Franco. En el castillo de Lebrija todavía pueden verse los agujeros de los tiros contra el muro. Yo no sé a cuánta gente pudieron cargarse allí. Sś de uno que se libró porque se escondió en un zulo que excavó él mismo en mitad del campo y que luego su mujer, haciendo como que iba a recoger yerba para los animales, le llevaba comida, pero el resto... allí se cargaron a un montón: y mis abuelos eran de esos. Un día llegaron los falangistas, los montaron en un camión y les dieron el paseo. ¿Sabéis lo que es el paseo, no?
Y a mis abuelas, como eran las mujeres de ellos, pues las raparon, les dieron de beber aceite de ese que te cagas las patas abajo y las pasearon por todo el pueblo... Vete tú a saber lo que pasaron esas mujeres. Y luego sacar a la familia adelante, solas y con las puertas cerradas porque si eran las mujeres de no se quién, porque si tal, porque si cual. Después las pusieron a servir en casa del señorito que organizó el paseo de mis abuelos. Fíjate tú tener que estar durante un montón de años teniendo que estar haciéndole la cama y sirviéndole la comida al asesino de tu marido. Así que claro, cuando yo llegaba con esas... pues mucha gracia no le hacía.
Algunas veces mis padres me tenían que quedar en casa de mi abuela una temporada porque se iban a trabajar. Ella prácticamente me crió. Y yo, algunas tardes, iba a pedirle un duro y, cuando ella me decía que no tenía, levantaba el brazo y me ponía: “Cara al sol...”. ¡Anda que no corría! Y ella con la zapatilla en la mano detrás: “¡Ven, pacá, Quitín, sinvergüenza!” —Porque a mi siempre me han dicho Quitín—. La pobre, con lo que tenía encima. Lo mismo por eso me sacaron del colegio, porque la primera vez que lo hice fue llegando yo del colegio y como allí nos ponían a cantar eso pues yo llegué y se lo canté a mi abuela.
Benito era uno de los muchos hijos de una de esas familias muy pobres de Andalucía que lo mismo estaban recogiendo arroz, que algodón, que buscándose la vida de la forma que fuese, toda la familia junta, niños a partir de los diez o doce años y mayores, que algo podrían aportar cada uno de ellos, que la escuela, en aquellos años en los que el dictador todavía no había muerto, era un lujo que solo los que nacimos unos años después conocimos como obligación y que, según lo veía el padre de Benito, de poco servía para la vida de alguien que estaba destinado a la faena del campo. El padre de Benito bebía demasiado y una cirrosis se lo llevó demasiado pronto.
Su madre, probablemente, no daba abasto con tanto niño y sacó aquella familia adelante como vio hacer a su madre, como buenamente pudo, con la ayuda de la abuela a veces y otras, sencillamente, cerrando los ojos a riesgos que vivían sus hijos porque no había nada que ella pudiera hacer por evitarlos. En su infancia Benito vio morir, por enfermedades para las que ya existían tratamiento en la época, a dos de sus hermanas.
Fascismo
Andalucía: señas y santos
En un artículo anterior –'El fascismo banal'– se mentaba de pasada la ausencia de veleidades obreristas en la ultraderecha española a diferencia de otras formaciones europeas del mismo cariz ideológico. Entre una cosa y otra (debate de investidura, movilización feminista y toma de posesión mediantes) el análisis del cómo ha podido llegarse hasta aquí no quiere dejarnos.
Aunque en los años en los que Benito era joven muchos de sus amigos terminaron enganchados a la heroína él de lo que abusó y lo que le acarreó muchos de los problemas que sufrió después fue el alcohol, no sé si porque quería emular a su padre o porque vio demasiado pronto que la heroína traía de la mano riesgos desconocidos que, a la postre, llevaban a la muerte, la cárcel, la enfermedad... y prefirió quedarse enganchado en los dulces sabores del aguardiente que todas las mañanas tomaba en la tasca de turno.
Trabajó en el campo, recorrió casi todas las ferias de los pueblos de Cádiz, Huelva y Sevilla montando y desmontando una pista de coches de tope, volvió a trabajar en el campo, se asentó en Huelva, se casó, tuvo una hija y todo eso se fue a la borda porque bebía demasiado. Así que terminó en la calle. Unos pocos años. Iba a decir más de la cuenta, pero siempre lo es, nadie debiera pasar por esa circunstancia ni un sólo día.
Ahí lo conocimos nosotros: sólo —andaba yo por entonces preocupado por lo de las relaciones sociales y preguntaba a todo el que me encontraba viviendo en la calle una batería de preguntas al respecto: ¿A quién consideras amigo? ¿Tú tienes a alguien que te acompañaría si ingresaras en el hospital? ¿A quien podrías confiar tus pertenencias o tu dinero si tuvieras que viajar? Y él contestó: a nadie—, sin una mala paga a la que agarrarse y sin ninguna ilusión por salir de ahí.
Un día le propusimos que se viniera con nosotros a echarnos una mano, que necesitábamos a alguien que supiera distinguir el cobre de la calamina, la calamina del aluminio cárter y el hierro del acero... Y que si además sabía de campo mejor que mejor, que siempre venía bien alguien que supiera montar un huerto o un jardincillo, pero que para eso lo necesitábamos sobrio.
Todo lo que después vino ocurrió en cascada: el largo tiempo en el programa de desintoxicación pasó volando, cuando nos quisimos dar cuenta estábamos celebrando su alta terapéutica, el plazo que le dieron en la casa de acogida se terminó y la incertidumbre de si iba a terminar en la calle también, cuando nos quisimos dar cuenta estábamos hablando sobre cómo iba eso de las hipotecas porque lo mismo se compraba una casa, se echó novia y tres hijos y de pronto nos encontramos en un parque al que sacábamos a jugar a los chiquillos, él los suyos, yo los míos. Hoy por hoy la historia de Benito podría considerarse una historia con final feliz. Pero yo no dejo de preguntarme por qué la historia de tanta gente tiene que pasar por trayectos tan escabrosos, nadie tendría que pasar por esos terrenos por los que pasó Benito y a los que sobrevivió como excepción que confirma la regla.
Esa historia que me parecía haber leído ya o escuchado mil veces, ese paseo, esa humillación que debió ser en aquellos años tan habitual y tan normalizada como lo es ahora el maltrato
Y estando preguntándome el porqué de aquello me encontré con aquella historia de su abuela que parecía sacada de los Episodios de una Guerra Interminable, esa historia que me parecía haber leído ya o escuchado mil veces, ese paseo, esa humillación que debió ser en aquellos años tan habitual y tan normalizada como lo es ahora el maltrato al que intenta atravesar nuestras fronteras y no pude parar de pensar que mis abuelos sobrevivieron a la guerra y a la posguerra porque, entre otras fortunas, se encontraron con la de haber combatido en el Bando Nacional, que mi abuelo paterno, a la vuelta de la guerra pudo hacerse cargo del batán de mi pueblo, que se convirtió en un próspero negocio, que a mi familia le fue bien, lo suficiente como para poder permitirse ciertos lujos y costear la educación de sus hijos sin necesidad, si quiera, de becas.
Mientras eso ocurría, familias como la de Benito eran condenadas a una miseria que se transmitía de generación en generación. No he llegado a saber si la pobreza de la familia de Benito es anterior o posterior a la ejecución de sus abuelos. Tampoco importa mucho. Si vino después lo hizo para quedarse por muchos años. Si el caso era el contrario, si ya venía de antes y sus abuelos militaron en pro de una República que les prometía salir de ahí... la pobreza no se fue porque los terratenientes y poderosos que fusilaron o mandaron fusilar a los abuelos de Benito querían con ello dejar claro que su familia seguiría en la miseria y ese Golpe de Estado, esa Guerra y esa Dictadura acabaron con la esperanza de los que veían en la República la oportunidad de romper con las desigualdades, repartir las riquezas que concentraban los “señoritos” —esas pocas familias que desde siglos atrás habían concentrado la propiedad de la tierra en Andalucía— como prometía esa Constitución en la que se podía leer que “toda la riqueza del país, sea quien fuere su dueño, está subordinada a los intereses de la economía nacional” y “la República asegurará a todo trabajador las condiciones de una existencia digna”.
El niño que cantaba el “Cara al Sol” para hacer rabiar a su abuela tardó mucho tiempo en comprender que siempre había sido víctima de aquello que hacía indignar a su abuela
Franco y los suyos, al matar a los abuelos de Benito y condenar a la humillación a sus abuelas, querían dejar claro que las cosas no iban a cambiar, que ya era hora de dejarse de poesía y que la riqueza y la pobreza seguirían transmitiéndose de generación en generación, al servicio, una y otra, del “las cosas son como son” y los caprichos de los dueños del país. El niño que cantaba el “Cara al Sol” para hacer rabiar a su abuela tardó mucho tiempo en comprender que siempre había sido víctima de aquello que hacía indignar a su abuela.
Yo ya había sido testigo de cómo la exclusión social se transmite de generación en generación, viendo cómo desfilaban por los despachos de los Servicios Sociales abuelos, padres e hijos en intervalos de aproximadamente uno o dos lustros, pero nunca había comprobado tan de cerca cómo la mala leche con la que se decidía fusilar a unos jóvenes y se humillaba a sus mujeres en los años treinta mantendría viva su eficacia durante más de ocho décadas.
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