Opinión
Lo nuestro era solo nuestro

Reviví la culpa de creer que eran por mí las peleas de mis mayores, el miedo a que se enteraran en el cole, la agonía de no poder ponerles fin. Las ganas locas de salir de allí. Me volvió a la cabeza el deseo de negarle a mis churumbeles todo eso.
Una madre con su hija
Elvira Megías Una madre con su hija
11 dic 2025 11:54

Me separé por mis hijas: por mi grande, por mi chica, por el del medio. Por todas ellas, porque no hay dedo de una mano que no duela al cortarlo. Pero fue la pesadumbre que vi en los sacais de mi grande lo que me hizo acudir a la trabajadora social del Ayuntamiento para ir gobernando los papeles del divorcio.

Por amor, por inercia, por salir, por cambiar, por costumbre. A día de hoy no sé decir qué me llevó a casarme: si fue por coraje, por dinero o por las vacaciones. No sé, a ciencia cierta, por qué me casé, pero sé que, mientras duró, duró, y que me separé por mi y por mis niñas. 

Tampoco me da la memoria para saber cuánto tiempo antes de la separación la convivencia empezó a pesar. Lo que no olvido es la conversación, a voces rotas y oídos sordos, entre yo y mi marío aquella tarde, a principios de diciembre, cuando, por el rabillo del ojo, me topé con la mirada de mi grande. Una milésima de segundo me bastó para reconocer su pena en la mía. Dibujadas en su cara, se me figuraron todas las ducas de mi propia niñez.

Reviví la culpa de creer que eran por mí las peleas de mis mayores, el miedo a que se enteraran en el cole, la agonía de no poder ponerles fin. Las ganas locas de salir de allí. Me volvió a la cabeza el deseo de negarle a mis churumbeles todo eso. Juro por dios que, apartándolas de ese infierno, les brindaba los setenta cielos. El paraíso de una casa sin voces, ni reproches rumiados, ni gélidos silencios clavados como alfileres en el tercer chakra.

Antes de hablar con mi familia —con mi madre, mi marido, mi suegra— empecé a entollinar papeles. Mi plan era agarrarme a ellos cuando empezaran las mediaciones familiares y no dar ni un paso atrás. Así que empezaría por la burocracia. 

Bastante trabajo me costó dar el paso del divorcio como para tener que aguantar las preguntas impertinentes de la trabajadora social, su condescendencia y los consejos que para si no tiene.

Me van a permitir un inciso para echar por la boca sapos y culebras. Mal dolor le den a la trabajadora social del Ayuntamiento: una gorda traicionera, capitalina y mala, que se cree mejor que una porque va al gym. Es muy propio del funcionario rural abusar del legado caciquil heredado. Ya no pueden negarle los servicios a una; sin embargo, sí ponen trabas a quienes no les dan ofrendas, como antiguamente. Antes eran gallos, huevos, chorizos de la matanza o frutas de temporada. Ahora son desayunos pagados en el café del pueblo, que todo el mundo sabe que no son obligatorios, pero que aligeran la tarea.

Cualquier administrativo te hace un trámite telemático —por ejemplo, presentar la solicitud para que tu vehículo entre a la zona de bajas emisiones de la ciudad— y luego te saluda en el bar, sin decir nada explícitamente pero diciéndolo tó. Esta no es la cuestión ahora, pero me da la gana sacarlo a relucir.

Bastante trabajo me costó dar el paso del divorcio como para tener que aguantar las preguntas impertinentes de la trabajadora social, su condescendencia y los consejos que para si no tiene. Me puso de un humor de perros, y mira que hacía tiempo que trabajaba en mi ataraxia.

Las condiciones informales en las que se llevó a cabo la separación no fueron idílicas ni propias de una feminista empoderada: fueron fruto de las reglas no escritas que rigen el lugar de la mujer en la sociedad y especialmente el reino donde vivo. Elegí mis batallas y mis luchas en aras de un objetivo mayor, que por aquel entonces me era preciso.

Durante mucho tiempo he escuchado palabras muy duras por cómo hice las cosas, lo que acepté, lo que sacrifiqué, etc. Aquel proceso también fue duro para mí. Una cosa es ser moderno para mezclar flamenco y reguetón, y otra es serlo para la gestión de los asuntos afectivos y domésticos.

Tuve muy claro desde el principio que lo ideal sería que yo me quedara en la casa con las criaturas y que mi marío se fuera a vivir a otro lado: la casa de su madre o donde fuera que le prepararan la capacha, como llevaba yo haciendo años. Así que empecé las negociaciones marcándome un farol: —Niño, así no podemos seguir. He buscao una habitación en Gabia, me voy a vivir allí. Evidentemente, de primeras él pensó que había otro hombre. La cosa acabó con que yo me quedara con las niñas en la casa. Demasiado fácil.

Empezaron las visitas, los asaltos, los derechos y el “echo mucho de menos a mis hijos”. Aquella nostalgia familiar duró hasta que el caballero tuvo certeza de que no había otro. Por otra parte, cada vez que venía, le pedía si me hacía el favor de hacer algún chapuz: poner un enchufe, limpiar el filtro de la lavadora, desatascar los conductos del butano de la hornilla, echarle un ojo al calentador.

Que yo no me acostara con otro hombre y que él siguiera teniendo control sobre una parte de mi vida fue el precio que pagué por el cielo de debajo de los pies de una madre.

Cuando ya no pudo más, vivir a ca su madre, se fue a la casilla de protección oficial de su primo, y yo estuve yendo a limpiar la zahúrda cada diez o doce días. Fueron meses largos de negociaciones, de malos ratos, de visitas familiares, de ataques de llanto, de sarpullidos de angustia y madrugadas de fatigas.

Que yo no me acostara con otro hombre y que él siguiera teniendo control sobre una parte de mi vida fue el precio que pagué por el cielo de debajo de los pies de una madre. Mi decisión no fue personal: fue consecuencia directa del contrato social, que yo conocía y para el que no tenía fuerzas de echar por alto.

Vecinas más promiscuas que yo veían bien que fuera a limpiarle a mi exmarido, ya que “yo me había quedado con la casa”, y veían en su celo por mi abstinencia sexual una muestra de amor verdadero. Una de ellas, hasta hoy día, me dice que por qué me separé con lo güeno que era. 

Ahora se siente hablar en el internet de una tendencia feminista que consiste en el celibato y el fin de la relaciones sexo-afectivas con hombres, por salud mental, por seguridad, por evitar movidas. Justo lo que yo hice por intuición y sin hashtag. Cuento todo esto ahora porque ya no importa. Y porque vengo de despedir  a una de las personas más importantes en aquella época de mi vida. Quienes tienen criaturas saben lo difícil que es criar sola. En mi pueblo estaba mi madre y mi suegra que aviaron olla cuando hizo falta, que recogieron a sus nietas del colegio, los multideportes, la música y el cumpleaños de turno. Que tuvieron el tiempo (y los dineros) de comprarle braguitas, calcetines y conjuntillos para que a las niñas no les faltara de ná. Hasta para mi hubo detalles del mercadillo. Pero las amigas son otra cosa. Aquel soplo de aire fresco llegó a mi vida una mañana, pidiendo café y cerillas. Embutida en una bata de guatiné, con una manicura perfecta hecha en casa. Se coló en mi cocina, me hizo reír y olvidar el embolado en el que me había metido a partir del divorcio. Desde entonces solo tuvo palabras de confianza —“é sobre isso”, “vai dar certo”, “vôce sabe o que faz”— para mis cuentas de cabeza que, estoy segura, no entendía.

Hubo veces en las que llegué a creer que no le importaban mis peroratas y que simplemente dejaba que acabara para luego preguntarme cosas tan a la virulé como la marca de detergente que usaba, los años que tenía mi coche, algún truquillo para no planchar o qué me parecía Albert Rivera. 

Casi todas las tardes que mis niñas se iban con su padre, para ser cuidadas por su abuela, ella se acercó un rato a mi casa con una fiambrera de arroz con calabaza para quitarme de guisar. Me obligó a acompañarla al Neptuno los días que o salía o enloquecía. Limpió y frotó conmigo cuando la suciedad era la excusa de mi desasosiego, y jamás obligó a sus criaturas a que quisieran a las mías. Lo nuestro era solo nuestro.

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