Opinión
H de Hamás, hispanidá y jalogüín

Los últimos días veintisiete de cada mes son un bucle cuesta arriba para millones de hogares en el Reino de España, que hacen un esfuerzo monumental por sostener un entramado estatal que los desprotege frente a los intereses de las guerras de los hombres, los balances de las multinacionales y los deseos sugeridos por el algoritmo.
Tetuan Paseo de la Dirección 3
David F. Sabadell Un bloque de viviendas en un barrio
16 oct 2025 06:00

La del segundo

Aquí estoy de nuevo, con otro fracaso a la espalda. Mi libro de autoayuda dice que, ante estas situaciones, he de recordar viejos éxitos. ¡Tanto éxito desembocando en este fracaso! No, no me han dado el trabajo. La de recursos humanos, con su asqueroso acento norteño, me ha dicho que mi candidatura ha sido yonosequé, pero que seguirán contando conmigo para (...) ya no escucho. ¿Cómo iba a conseguir el curro con la de años que llevo criando?

Me vibra la panza. Conforme sentía su respuesta negativa me iban dando náuseas y mareo. Hacía mucho que no habitaba la penumbra que deja el rechazo y la vergüenza. Estoy más hecha a la cueva fría del miedo, la desesperanza, la ira. En un ataque de valentía, estaría ovulando, se me ocurrió postular para el puesto, creer que sería posible. Soñé y encaramarmé donde me he descalabrado. He vuelto a casa, la odio. Si pudiera meterle fuego. Vaciarla de marido, muebles, olores, tareas. Son las cuatro. Tengo un par de horas para llorar y lamentarme antes de que vuelvan las niñas.

Debería de ponerme a régimen de adelgazar. Mientras el pecho se me oprime y las tripas parecen deshacerse, cada parte de mi cuerpo vive el fracaso a su guisa. La mente no se da por apagada ni con el par de rulas de farmacia; los ojos se han rebelado contra el llanto, como si no mereciera el consuelo que derraman. Gimo para invocar las lágrimas. El gemir me alivia; hace tiempo que perdí el sentido del ridículo cuando estoy a solas. Recuerdo otras técnicas de autorregulación que he visto en el internet: me balanceo, canto, respiro, susurro palabras nunca dichas y, finalmente, rompo a llorar.

Van a dar las seis; tengo que recomponerme. Pronto llegarán mis hijas. Nadie de mi entorno sabía que estaba buscando trabajo, así que pensarán que esta agonía no tiene razón de ser. Este fracaso es otro de los muchos que me atormentan desde que decidí que quería divorciarme, sin tener que volver a la casa familiar cargada de churumbeles.

Sin saberlo están asistiendo al borrado de Palestina, el desmantelamiento de la sanidad pública y el secuestro de la atención plena, presa en una cárcel de luz led

Han llegado las niñas del catecismo. Las trae mi vecina. Me pregunta si estoy bien; le respondo que algo me ha sentado mal sin especificar que haya sido la comida. Que dé por sentado lo que quiera. Le digo a la niña grande que haga la merienda para ella y su hermana. Yo, con ocho años, hacía mucho más que untar pan de molde. Me replica, como de costumbre, y sí, pierdo los nervios. Esta niña me tiene harta es clavadita a su padre, una dominanta respondona. Acabo untando yo, mientras le falto a su casta, sucedáneo de queso y mermelada en unas rebanadas de pan. Las dejo frente al televisor.

Fumo medio cigarro en la cocina y lo apago porque reducir la ansiedad fumando está mal. De pie, junto las manos sobre mi cabeza y voy de un lado a otro del cuerpo, estirando, porque estirar es muy bueno. Las niñas lloran en el salón. Me cachis en mis puñeteros menguis. Salgo gritando que por su culpa estoy así, apago la tele, tiro el mando al suelo con violencia, castigo a la grande en su cuarto, y le doy el móvil a la pequeña para que me deje en paz. ¿Qué estaba yo haciendo? ¡Ah, sí! Fumar. Fumar mientras recuerdo viejas glorias que me consuelen este fracaso arrasador.

En el tercero

“Agüela, zoi io”, grita la rapagona, abriendo la puerta. Desde el rellano se oye el llanto de las niñas del segundo. La agüela está en la cocina, sentada en su silloncillo de siempre, con las piernas en alto, acompañada de la tele —que vocea a un volumen atronador— y un rosario de cuentas moras en las manos.

En esta casa siempre huele a comida, aunque haga días que no se guisa. Como si el aroma de los banquetes de antaño se aferrara a los cientos de objetos de decoración que cubren todas las superficies horizontales: las cajitas de nácar, las figuritas de alabastro , los candelabros dorados, los libros que nadie sabe leer.

En el salón está el nieto mayor, el militar. La zagala lo mira desde el quicio de la puerta. Él la saluda con un gruñido, sin levantar la mirada del móvil. Otra tele puesta en el salón. Allí, unos señores muy modernos hacen bromas que ríen sus compañeras muy delgadas.

Aún no se ha descolgado la mochila. Mira a su primo y recuerda las palabras que le ha contado hoy en clase su amiga, sobre la cita de ayer con él. Ellas nunca se han mentido en sus confidencias, pero les cuesta trabajo imaginar que su propio familiar haya expuesto al terror a su mejor amiga.

Toma asiento y fija la vista en la tele. Un malestar físico que emana del runrún del cerebro se va apoderando de su cuerpo. Estalla de ganas de preguntarle, de escuchar su versión.

- Hamé, me a dixo la Crîttina que ayêh te puçitê a dôççientô con er coxe por er camino de lâ abêttruçê

-êttábamô hugando

-puê çe moría de cangelo

-êh una quehica, no fue pa tanto. Dile que como çiga diçiendo coçâ de mi la mando aonde picó er poyo.

La muchacha sabe que, al volante, no se juega. Y que el miedo, cuando lo siente una persona cuya vida no está en sus propias manos, sino en las de quien lo provoca, tampoco es un juego. Es un mecanismo de control y sumisión. Eso es lo que dice una tía que ella sigue en redes.

El primo se levanta del sofá y ella escucha cómo se despide, con palabras cariñosas, de la agüela que comparten. Un joven normal que imparte violencia normalizada en una sociedad masculinamente violenta. El militar sale de la casa, y en el rellano del primer piso saluda con un “Salam alaikum” a la madre y a la hija que entran a su casa cargadas de bolsas.

En el primero

Apenas pisan el zaguán, la moza se quita el pañuelo del pelo. La madre avanza hasta la cocina, deja la compra sobre el poyo y llama a su hija para que la ayude. Está segura de que se acicala frente al espejo de la entrada.

—Mamá, ¿por qué me pongo el pañuelo si soy guapa? ¿Por qué me ha preguntado eso la cajera del supermercado?

—Mi dulce niña, antes de meter en la nevera las verduras nuevas, saca las viejas, a ver qué se guisa con ellas, que no se echen a perder.

—Dime, mamá. ¿Por qué nos ponemos el pañuelo si somos guapas?

—Por esa regla de tres, de que solo las feas usan pañuelo, la cajera del súper debería llevar una máscara como Batman.

Las dos se ríen, y luego la madre, buscando refugio en sus propias palabras, le aclara a su hija con tono docto:

—Llevamos pañuelos porque somos marroquíes.

—¿Y por qué las primas de Berkan no llevan pañuelo? Ellas también son marroquíes.

—Pero ellas viven en Marruecos, y allí todo el mundo es marroquí. Se acabó esta conversación. Lávate las manos, que vas a sacar las asaduras del pavo.

No puede ser que una identidad se reduzca a un trapo, pero tampoco sabe por dónde empezar a construirla. La nieta de la vecina de arriba lleva el mismo tocado que ella y no es marroquí. Se asoma por la ventana, clisada e inmersa en su propio cavilar, mira, sin ver, la vida del edificio de enfrente. Un armatoste de amianto, hormigón y plomo donde se resguardan las personas con vidas cuyas “cuestas” se alargan más allá del mes de septiembre.

Los últimos días veintisiete de cada mes son un bucle cuesta arriba para millones de hogares en el Reino de España, que hacen un esfuerzo monumental por sostener un entramado estatal que los desprotege frente a los intereses de las guerras de los hombres, los balances de las multinacionales y los deseos “personales” impuestos por el algoritmo.

Mientras sube por el ascensor, tras una larga jornada laboral de la que cobrará sólo dos tercios, piensa que se merece un burguer, un glovo, un gramo, unas birras o algo de la lista del carrito de la app de turno. En su casa la recibe su compi, que, frente al televisor, se pregunta si Hamás es un país. Sin saberlo están asistiendo al borrado de Palestina, el desmantelamiento de la sanidad pública y el secuestro de la atención plena, presa en una cárcel de luz led.

Cargando valoraciones...
Comentar
Informar de un error
Es necesario tener cuenta y acceder a ella para poder hacer envíos. Regístrate. Entra en tu cuenta.

Relacionadas

Cargando...
Cargando...
Comentarios

Para comentar en este artículo tienes que estar registrado. Si ya tienes una cuenta, inicia sesión. Si todavía no la tienes, puedes crear una aquí en dos minutos sin coste ni números de cuenta.

Si eres socio/a puedes comentar sin moderación previa y valorar comentarios. El resto de comentarios son moderados y aprobados por la Redacción de El Salto. Para comentar sin moderación, ¡suscríbete!

Cargando comentarios...