Aristócratas aventureros, fascistas renegados y “tontos útiles”: un vistazo al antifranquismo de derechas

Con la excepción de Catalunya y Euskadi, la oposición al franquismo de la derecha protodemócrata fue poco más que anecdótica durante la dictadura y sus más egregios representantes no consiguieron consolidarse en la democracia.
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Manifestación de apoyo a Franco después de que se produjera la reunión conocida posteriormente como "contubernio de Múnich".

Historiador y redactor de Nortes.me
BSK: @diegodiaz1981.bsky.social

20 nov 2025 10:50

1962 no fue un buen año para el franquismo. En la primavera la dictadura acusó un fuerte golpe por el flanco obrero. Las huelgas del silencio iniciadas a principios de abril en las cuencas mineras asturianas se extendieron a otros sectores laborales y terminaron siendo secundadas por unos 300.000 trabajadores en toda España. Desbordado, el régimen decretaría en mayo el estado de excepción en las tres provincias con más seguimiento de los paros: Asturies, Bizkaia y Gipizkoa.

Si las huelgas de la primavera supusieron la resurrección de un viejo enemigo del régimen, el movimiento obrero, en junio llegaba otro golpe, este más inesperado. En Múnich el IV Congreso del Movimiento Europeo reuniría a más de un centenar de españoles, escenificando la unidad de toda la oposición antifranquista, con las significativas excepciones, eso sí, de anarquistas y comunistas.

En la reunión celebrada en la capital bávara no solo participarían socialistas, republicanos, nacionalistas vascos y catalanes, sino también algunas personalidades que se habían ido progresivamente distanciando del régimen. Las más relevantes, el abogado José María Gil Robles, antiguo diputado y líder de la Confederación de Derechas Autónomas, y el escritor Dionisio Ridruejo, falangista de primera hora, admirador de la Alemania nazi en los años 30, y voluntario de la División Azul durante la Segunda Guerra Mundial.


Junto a estos veteranos, también figuraban un puñado de jóvenes que se movían entonces en la órbita democristiana o monárquica, si bien el pretendiente Don Juan de Borbón, especialista en el noble arte de nadar y guardar la ropa, se desmarcaría públicamente de sus partidarios en un comunicado que define bien al hijo de Alfonso XIII y padre de Juan Carlos I: “El Conde de Barcelona nada sabía de las reuniones de Múnich hasta que después de ocurridas escuchó en alta mar las primeras noticias a través de la radio”.

La reunión entre los demócratas del exilio y los demócratas del interior, serviría para sentar, 13 años antes de la muerte de Franco, las bases de un programa político basado en el perdón general y la reconciliación de los dos bandos enfrentados en la Guerra Civil; el reconocimiento de las libertades democráticas, sindicales y “regionales”, y la incorporación de España al proyecto de una Europa federal. “Hoy ha terminado la Guerra Civil” exclamaría eufórico el intelectual liberal Salvador de Madariaga.

El escándalo sería mayúsculo y tendría tanta repercusión internacional que la prensa franquista no podría ocultar. La presencia en el congreso de antiguos aliados, devenidos ahora en opositores políticos, así como de algunos cachorros de la burguesía, e incluso de la aristocracia, como Íñigo Cavero o Antonio de Senillosa, encendió las alarmas de la dictadura, que bautizó como “Contubernio de Múnich” al encuentro de la oposición democrática no comunista.

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Recorte de 'El País' con un brindis al sol del exministro de educación Joaquín Ruiz-Giménez.


En comparación con otras herejías surgidas del interior de la propia dictadura, como el falangismo disidente, los fascistas nostálgicos de “la revolución pendiente”, una constante desde Manuel Hedilla en la Guerra Civil hasta la Transición y Falange Auténtica, la aparición de una oposición no comunista, liberal o democristiana, capaz de ser escuchada en Europa preocupaba bastante más.

A su regreso a España los participantes del encuentro de Múnich serían reprimidos con multas y penas de destierro, castigos muy livianos si los comparamos con los sufridos aquellos mismos días por los mineros y obreros en huelga, pero que no dejan de ser significativos de la irritación de la dictadura con lo que consideraba la aparición de una corriente quintacolumnista surgida del interior de sus propias filas.

Conspiradores de salón y antifranquistas activos

La oposición de derechas, liberal, conservadora, o democristiana, no pasaría en la mayor parte de los casos de la mera conspiración de salón. No obstante, habría algunas excepciones. Aunque la dictadura era también clasista a la hora de reprimir, un joven médico llamado Jordi Pujol no se libraría de la tortura y la cárcel tras su detención con motivo de los sucesos del Palau, cuando en mayo de 1960 un grupo de jóvenes catalanistas y católicos interrumpió, desafiante, un concierto del Orfeón Catalán para cantar el Cant de la Senyera. Todo ello en el marco de una visita de Franco a Barcelona.

La represión llevaría a algunos de estos antifranquistas de derechas a desaparecer de escena y concentrarse en sus labores a la espera de tiempos mejores. Tal sería el caso de Jordi Pujol, que no reaparecería hasta casi el final de la dictadura. Otros en cambio persistirían en su propósito de derribar a la dictadura, y lo que es más llamativo, comenzarían a aproximarse a la izquierda.

Con las importantes excepciones de Catalunya y Euskadi, el antifranquismo liberal o democristiano no pasaría de ser anecdótico en el resto del país

El caso más estrafalario sería el de los partidarios del díscolo príncipe carlista Carlos Hugo de Borbón, un pequeño grupo, con escasa fuerza fuera de Navarra, que fundaría en 1970 el Partido Carlista, monárquico, federalista, socialista y autogestionario, una organización surgida de las propias entrañas del régimen, ya que el carlismo había sido parte del bloque reaccionario vencedor de la Guerra Civil, que durante algunos años contaría incluso un brazo armado: los Grupos de Acción Carlista.

Otra significativa evolución, y con mayor impacto, al menos desde el punto de vista intelectual, sería la del del grupo democristiano organizado en torno al ex ministro franquista Joaquín Ruiz-Giménez.

Combatiente en el bando sublevado durante la Guerra Civil, Ruiz-Giménez ocupó al término de la contienda diferentes cargos políticos. Considerado demasiado blando con los estudiantes revoltosos, los disturbios de 1956 en la Universidad de Madrid le costarían la pérdida de confianza y su cese como ministro de Educación. A partir de entonces su distanciamiento de la dictadura iría in crescendo. En 1963, un año después del “contubernio”, fundaba la influyente revista Cuadernos para el Diálogo, clave en la aparición de una voz crítica, aunque tolerada, dentro de la prensa española.

Ruiz-Giménez no se limitaría a ser un intelectual crítico. Tras dimitir en 1965 del cargo de procurador en las Cortes franquistas, también pretendería ser, a su manera, y desde su posición católica y pequeñoburguesa, un opositor activo. Defendería a los sindicalistas de Comisiones Obreras juzgados en el Proceso 1001, fundaría el partido Izquierda Democrática, y participaría en la Transición en los organismos unitarios de la oposición. Tras el fracaso electoral de la Democracia Cristiana Felipe González le rescataría como independiente de prestigio para el cargo de Defensor del Pueblo en 1982, cargo desde el que investigaría las denuncias de torturas en el País Vasco. En 1987 el PSOE decidiría no renovarle en el cargo para el que le había nombrado cinco años antes.

Versos libres y tontos útiles

Ruiz-Giménez no sería la única figura procedente del régimen que se acercaría a la izquierda en los años finales de la dictadura. Santiago Carrillo, necesitado de promover figuras independientes, liberales o incluso conservadoras, que permitiesen romper al PCE el aislamiento que sufría como consecuencia de la Guerra Fría, promovería en la Junta Democrática a versos libres como el historiador católico Rafael Calvo Serer, veterano miembro del Opus Dei, o el extravagante jurista Antonio García-Trevijano, otro personaje de apellido compuesto que merecería un artículo monográfico.

Si bien el diagnóstico del PCE era acertado, la burguesía española más moderna y dinámica necesitaba desprenderse del pesado lastre de la dictadura para lograr el ansiado ingreso del país en la Comunidad Económica Europea, pocos burgueses estaban dispuestos a jugársela por la democracia, mucho menos en compañía de sus enemigos de clase. La columna vertebral del movimiento antifranquista seguirían siendo hasta el final de la dictadura la clase obrera organizada y los estudiantes politizados. Las excepciones que sí dieron el paso en los organismos unitarios de la oposición solían representarse poco más que a sí mismos y serían tachados por el régimen de “tontos útiles” o marionetas del comunismo.


El PNV y las fuerzas catalanistas que terminarían conformando Convergencia i Unió serían las excepciones en un magma antifranquista en el que comunistas, independentistas e izquierda radical fueron, con mucho, los sectores más numerosos y combativos. Aquellos que más arriesgaban mientras el resto de la oposición esperaba discretamente algún tipo de pacto por arriba que les permitiera presentarse a las elecciones y jugar un papel político en una nueva España postfranquista de calidad democrática por definir.

Con las importantes excepciones de Catalunya y Euskadi, el antifranquismo liberal o democristiano no pasaría de ser anecdótico en el resto del país. Prueba de ello sería el batacazo electoral de los democristianos “pata negra” como Ruiz Giménez o Gil Robles, frente a los nuevos partidos impulsados desde el corazón del Estado, UCD en su versión centrista, Alianza Popular en su declinación más derechista. Cuando las urnas se abrieron, la España conservadora y de orden tuvo claro quién verdaderamente le representaba.

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