Historia
Aitor Jiménez: “El franquismo es un régimen fascista, pero sobre todo es un proyecto racista y colonial”

Vivimos en una sociedad profundamente atravesada por el racismo. Esta forma de división, que incide directamente sobre los cuerpos, moldea y condiciona la realidad cotidiana en la que habitamos. Aunque cierto antirracismo de corte moral tiende a interpretar este fenómeno como una anomalía dentro de sociedades que se autodefinen como igualitarias y democráticas, lo cierto es que persiste un espeso velo que dificulta comprender sus raíces institucionales y simbólicas. Se trata, en definitiva, de un fenómeno estructural que solo puede abordarse desde una mirada histórica y materialista crítica.
En Enemigos del imperio. Los orígenes coloniales, racistas y opresores del Estado español (Verso Libros, 2025), Aitor Jiménez se adentra en los orígenes de la modernidad tomando como punto de partida el “año cero”: 1492, fecha en la que la caída del Reino Nazarí de Granada y la invasión de América marcan el tránsito del Reino de Castilla al Imperio Español. A través de un riguroso recorrido que explora distintos ámbitos del poder, Jiménez ilumina y desentraña las herramientas que han regido nuestras sociedades y cuyos fundamentos, arraigados en el pasado colonial e imperial, continúan operando hasta el presente.
En tu trayectoria de investigación y militancia has abordado la relación entre el derecho y el poder. En Enemigos del Imperio examinas este enfoque desde los estudios jurídicos, prestando especial atención al hecho racial. ¿Qué te llevó a investigar la genealogía racial del imperio español?
A lo largo de la historia, el derecho se ha presentado como una disciplina neutral, encargada de estudiar y regular las relaciones entre las personas. Sin embargo, desde las corrientes críticas se ha puesto de relieve su dimensión de poder: el derecho no solo ordena, sino que también configura y construye la realidad social. En lo que respecta al racismo, ha funcionado como una tecnología de fijación de categorías. Sabemos que las razas no existen en términos biológicos, que son construcciones sociales; pero el derecho ha sido una herramienta fundamental para definirlas, consolidarlas y asignar a las personas lugares específicos dentro de las jerarquías sociales, en función de un determinado modo de producción.
El Imperio español fue pionero en la creación de estas categorías racializadas. La categoría “indio”, por ejemplo, no era únicamente una etiqueta legal, sino también teológica. Lo mismo ocurrió con la de “negro”, que antes no existía en los términos en que después fue institucionalizada. Lo que me interesó especialmente fue rastrear esa genealogía y analizar cómo estas categorías se relacionan con el modo de producción en cada momento histórico.
El Imperio español fue pionero en la creación de categorías racializadas. “Indio”, por ejemplo, no era únicamente una etiqueta legal, sino también teológica. Lo mismo ocurrió con la de “negro”, que antes no existía en los términos en que después fue institucionalizada
¿De qué manera el racismo ordena nuestra sociedad y genera toda una serie de negación de derechos en una sociedad capitalista como la actual?
En la actualidad existe una interpretación errónea del fenómeno histórico del racismo. Lo mas común en la sociedad multicultural y democrática neoliberal es interpretar el racismo como un elemento discriminatorio. Por ejemplo, se piensa que el racismo queda definido por actitudes como “los negros me caen mal” o “los gitanos no son de fiar” y ese tipo de cosas, que constituyen una parte de este fenomeno, pero muy parcial.
Sin embargo, desde una postura crítica materialista, que parte de una comprensión profunda del racismo tendemos a interpretar este fenómeno como un aparato ideológico que sirve para afianzar el régimen capitalista. En ese sentido, el derecho continúa operando como una tecnología para decidir quién va a tener qué derechos en cada momento histórico. Antes, el racismo —como ideología legal, política y económica— fijaba a las personas en categorías como “negro” o “indio”; hoy, esas categorías pueden ser “inmigrante sin papeles”, personas con visado, turistas u otras.
Todas estas personas son extranjeros que llegan a un territorio, pero tienen un arco de derechos distinto y previamente definido que enmarcan a estos individuos en una categoría legal particular. El régimen de fronteras funciona igual, configurando quien entra o no en un determinado espacio. Todo esto, claro está, para sostener una serie de intereses que requieren qué haya gente jodida y otra que se ubique en la parte alta de la jerarquía.
En este esfuerzo teórico por situar la función racial en nuestra sociedad recurres a los autores del campo de la biopolítica ¿Qué te llevó allí?
Digamos que los dos conceptos fundamentales de la teoría política de la escuela biopolítica —Agamben, Benjamin y, por supuesto, Foucault— son gubernamentalidad y biopolítica. De forma sencilla, podríamos decir que la gubernamentalidad es la capacidad que tiene una organización política de movilizar, controlar y sujetar a la población; y la biopolítica consiste en inscribir el texto de la vida de esa población dentro del metatexto del capital. A la hora de pensar cómo se gestionan y controlan a poblaciones como la morisca o judía en el territorio peninsular y más tarde a los pueblos indígenas en América el estudio de las herramientas y tecnologías de poder que se desarrollan para ejercer la gubernamentalidad resultaba fundamental.
Sin embargo, Foucault señala que la gubernamentalidad surge fundamentalmente a partir del siglo XVII, y se desarrolla en el XVIII; y que la biopolítica aparece ya en el siglo XIX. Pero esto siempre lo plantea prestando atención exclusiva a fenómenos dentro del territorio europeo. Ese eurocentrismo metodológico del que se ha acusado siempre a Foucault rara vez ha sido analizado a fondo en términos prácticos, porque pocas veces se ha tenido en cuenta lo que pasaba más allá de ese marco eurocéntrico.
Para suplir el eurocentrismo presente en Foucault, en el libro también te acercas a los marxismos negros y la teoría decolonial para explicar las raíces del “capitalismo racial”.
En todo momento, el libro —o al menos lo que he intentado aportar en el plano teórico— busca servir de puente entre las dos corrientes fundamentales que han cuestionado la génesis del capitalismo contemporáneo. Hasta hace relativamente poco —digamos, hacia mediados del siglo XX— predominaba la idea de que el capitalismo se había desarrollado principalmente en fases europeas: la acumulación originaria, la revolución industrial, entre otras. El resto del mundo, en ese esquema, aparecía reducido a un mero escenario secundario.
Más adelante aparecieron los marxistas negros, como Cedric Robinson y C. L. R. James, quienes plantearon una hipótesis distinta: “Un momento, el epicentro económico durante la revolución industrial no estaba en Europa, sino en el Atlántico”. Esa economía atlántica no solo implicaba innovaciones logísticas y tecnológicas, sino también una movilización brutal del proletariado racializado. Tanto la escuela marxista negra como la decolonial han cuestionado, desde ahí, la sociología tradicional del capitalismo.
La conquista y colonización de América pone en marcha los primeros dispositivos de movilización de la diversidad y de racialización de la población, en función de un modo de producción extractivista
Sin embargo, hasta ahora ha habido pocos diálogos entre ambas a la hora de explicar el origen de lo que en el libro denomino “capitalismo racial”. Mi propuesta es precisamente establecer esos vínculos. La tradición del marxismo negro ubica el epicentro del capitalismo racial en el punto más extremo de la esclavitud y en la posterior gestión racializada de los cuerpos libertos. Yo planteo una ampliación y retrotracción de esa génesis apoyándome en la escuela decolonial: llevarla hacia la temprana modernidad, a la conquista y colonización de América. Es allí donde ya se ponen en marcha los primeros dispositivos de movilización de la diversidad y de racialización de la población, en función de un modo de producción colonial y extractivista.
La genealogía del racismo español se remonta varios siglos atrás, a los albores de la modernidad en el siglo XV. En aquel momento, una obsesión homogeneizadora por construir un pueblo único marcó el tránsito del Reino de Castilla al Imperio español. Surgen entonces figuras como el “cristiano viejo” o el “marrano”, junto con edictos que sitúan la raza en el centro de la vida social. ¿Qué ocurrió en ese contexto histórico?
Este es uno de los ejes centrales del libro. Habitualmente, cuando analizamos la historia de España en el marco del sistema-mundo, tendemos a estudiarla como si se tratara de un elemento aislado del espacio atlántico. Sin embargo, en 1492 confluyen diversos fenómenos: los más conocidos son la toma de Granada y la conquista de América, pero también se producen otros hitos, como la publicación de la primera gramática de la lengua española o la promulgación de edictos que operan como dispositivos de creación de homogeneidad.
En la Península Ibérica se desarrolla un proceso de aplanamiento de la realidad social y del orden jurídico que no se consolidará plenamente hasta el siglo XVIII, con los Decretos de Nueva Planta. Mientras en la metrópoli se estandariza y homogeneiza a la población, al otro lado del Atlántico se despliegan esfuerzos para integrar las diversidades coloniales e indígenas preexistentes en el régimen imperial. En ese sentido, la legalidad indígena pasa a incorporarse al marco del Imperio, aunque siempre subordinada a él, a través de un régimen de pluralismo jurídico que, pese a su apariencia inclusiva, resulta plenamente funcional al orden imperial.
En el libro insistes en el hecho de que el Imperio Español destaca por haber desarrollado toda una tecnología imperial de inteligencia y captura, con intelectuales como Bernardino de Sahagún o instituciones como los Jesuitas y más concretamente la Escuela de Salamanca.
El aparato gubernamental español fue capaz de articular una movilización temprana de la población, primero gracias a la preeminencia académica de la Escuela de Salamanca y, después, por la experiencia material de gestionar y controlar comunidades como la morisca y la judía en la Península, y más tarde los pueblos indígenas en América. Un buen ejemplo es la categoría de “morisco”: una figura que no existía previamente y que fue creada jurídicamente para encuadrar la enorme diversidad de poblaciones musulmanas. Bajo esa etiqueta podían incluirse tanto un campesino analfabeto en Murcia como un médico altamente formado en Córdoba. Esa heterogeneidad fue reducida y homogeneizada, un proceso que constituye una de las claves de la gubernamentalidad a la que nos referíamos antes.
Todas esas categorías y tecnologías de poder, que Michel Foucault identifica como rasgos definitorios de la gubernamentalidad, ya operaban en el territorio peninsular durante los siglos XV y XVI, al mismo tiempo —e incluso de manera más desarrollada— que en América. De hecho, buena parte de los manuales económicos de la Castilla del siglo XVI —los textos de economía política del arbitrismo castellano— sentaron las bases de lo que más tarde se conocería como mercantilismo en el mundo anglosajón. Algo similar ocurrió en el ámbito jurídico del derecho internacional: figuras como Francisco de Vitoria y el entorno de la Escuela de Salamanca establecieron los fundamentos para justificar conceptos como la “guerra justa” o el comercio internacional. Todos estos desarrollos inspiraron, con el tiempo, la conformación de la infraestructura jurídico-política y legal del capitalismo moderno.
Una de las demandas centrales de los liberales era la libertad para comerciar con esclavos. Esa era su “libertad”: no la del pueblo, sino la suya, la de operar económicamente con total autonomía
Haití y la gran insurrección de esclavos de 1791, que culminaría en la Revolución, representan un terremoto para ciertas interpretaciones de la Ilustración y del proyecto liberal, porque evidencian su parcialidad. Demuestran hasta qué punto el liberalismo —en sus versiones enseñadas en la escuela: estadounidense, francesa y, en menor medida, la inaugurada con la Constitución de Cádiz— está profundamente entrelazado con el esclavismo.
El liberalismo económico dio lugar al liberalismo político, que siempre fue privilegio de los libres: de las personas libres y propietarias. La propiedad se erigía como eje central, incluyendo un derecho natural a apropiarse de tierras y de personas. Esclavismo y liberalismo coexistían como dos caras de un mismo proyecto político, orientado al enriquecimiento personal y protegido por el Estado —en este caso, colonial e imperial.
Para comprenderlo, es necesario recordar que el liberalismo siempre ha estado vinculado a los sectores más dinámicos de la economía y de la política. En el siglo XVIII, el liberalismo dieciochesco promovía una idea de libertad inédita hasta ese momento, un lenguaje y una conceptualización que surgieron bajo la sombra de la esclavitud. El sector más dinámico de la economía estaba estrechamente ligado a la trata de esclavos. No se trataba de una economía libre en el sentido clásico, sino de un capitalismo de Estado. Una de las demandas centrales de los liberales —quienes miraban hacia Inglaterra, Francia y otros centros— era la libertad para comerciar con esclavos. Esa era su “libertad”: no la del pueblo, sino la suya, la de operar económicamente con total autonomía
En tiempos recientes, sectores de corte reaccionario han intentado blanquear el legado imperial atribuyendo su imagen histórica negativa únicamente a la llamada “leyenda negra”. Según este argumento, el Imperio español habría tenido una vocación integradora, a diferencia de los imperios francés o británico. Sin embargo, su legado esclavista demuestra que esta visión no se sostiene.
Como señalamos, el liberalismo surge de la mano de la esclavitud y se acomoda perfectamente a ella. En el Estado español, esta relación se mantuvo hasta épocas tardías. Hasta la segunda mitad del siglo XIX, el liberalismo —camino del constitucionalismo español— creció, se desarrolló y se consolidó de la mano de la esclavitud. Los liberales que luchaban contra conservadores e incluso contra los carlistas defendían la libertad en la Península mientras sostenían un régimen brutal de excepción en territorios como Cuba, para preservar su derecho a la propiedad de personas.
Veamos esto con mas detalle. En el siglo XIX, cuando el capitalismo se expandía en todos los territorios controlados por España, se desplegaron diversas tecnologías legales y represivas para controlar al proletariado. En ese contexto surgieron instituciones policial-militares como la Guardia Civil, cuyo objetivo era garantizar el control del mundo rural y la circulación del capital. Ese mismo conjunto de tecnologías se aplicó y multiplicó en los territorios coloniales, sobre un proletariado explotado y racializado. Este se convirtió en un campo de experimentación brutal, donde casi no existían contrapesos para limitar el poder represivo.
¿Puedes desarrollar por qué Cuba es un ejemplo tan importante para entender la institucionalización de la represión?
En Cuba, el capitalismo se expandió de la mano de la esclavitud durante todo el siglo XIX. A mediados de ese siglo, cerca de la mitad de la población —unas 400.000 personas— era esclava. Y esas personas se rebelan, resisten
Frente a su resistencia proletaria y racializada, se desplegaron todas las tecnologías represivas ensayadas en la Península, y se añadieron nuevas. Por ejemplo, el constitucionalismo, que afirmaba oponerse al absolutismo, contemplaba excepciones jurídicas para proteger las “libertades” de los propietarios. Cuba funcionaba así como un régimen de excepción permanente, gobernado por un capitán general, con una estructura militar, pero bajo el marco legal español: una dictadura de facto orientada al control de las poblaciones esclavizadas.
Ese modelo se institucionalizó y circuló hacia otros lugares. El régimen de excepción se consolidó no solo como cuerpo policial, sino también como aparato jurídico: un conjunto de tribunales y una narrativa ideológica que justificaba la represión. Esa narrativa describía a los esclavos sublevados como “enemigos de España”, “sediciosos” o “subversivos”.
Ese régimen de control aplicado en las colonias luego se trasladó a la represión de la Mano Negra en el campo andaluz y al naciente movimiento anarquista en la zona de Barcelona.
Los dispositivos diseñados y perfeccionados para gestionar poblaciones colonizadas —especialmente en Cuba, Marruecos y Filipinas— se volcaron hacia el interior del Estado. Esto es lo que Frantz Fanon y otros autores denominan “colonialismo introspectivo” o “colonialismo doméstico”. De hecho, ese modelo represivo se difundió a través de las distintas capas y estamentos del ejército español y se exportó entre territorios coloniales: del Caribe al norte de África, de Cuba a Filipinas, y de ahí de nuevo a la Península.
La represión del movimiento obrero —la Mano Negra en Andalucía, el anarquismo en Cataluña— no puede entenderse sin esos saberes coloniales. Esta tecnología se aplicó a los cuerpos subalternos del interior: obreros, campesinos y disidentes. Es una continuidad operativa. En la insurrección de Asturias de 1934, por ejemplo, no se envió al ejército regular a aplastar la revolución, sino al ejército de África, una tropa colonial con experiencia probada a la hora de llevar a cabo una represión eficaz.
Todos los generales que ejecutaron el golpe de Estado de 1936 y protagonizaron la posterior Guerra Civil provenían de campañas coloniales: eran africanistas. Eso es lo que aplicaron en la Península: una guerra colonial interna.
De hecho, todos los generales que ejecutaron el golpe de Estado de 1936 y protagonizaron la posterior Guerra Civil provenían de campañas coloniales: eran africanistas. Y eso es precisamente lo que aplicaron en la Península: una guerra colonial interna. La derecha aprendió perfectamente la lección: un choque colonial aplicado en territorio interno podía consolidar un régimen autoritario que protegiera los intereses de la clase dominante, en este caso, la clase propietaria. El fascismo español no puede entenderse si se separa de este aparato imperial y colonial. El franquismo es un régimen fascista, pero sobre todo un proyecto imperial: racista, colonial, con una genealogía que remonta directamente a la experiencia ultramarina.
En el libro argumentos que esos aparatos racistas y coloniales que el franquismo adaptó continuaron tras la muerte del dictador y también que siguen vigentes en el régimen que nos gobierna actualmente, como la Audiencia Nacional o la Guardia Civil.
Conviene tener claro que los tiempos del derecho y los tiempos de la seguridad no coinciden necesariamente con los tiempos políticos. Por ejemplo, fenómenos legales como la creación de un marco de excepción para derrotar a los enemigos de un régimen fascista —como los bandos de guerra destinados a juzgar a todos los enemigos de España a través de tribunales de excepción— forman parte de una arquitectura legal diseñada para controlar la disidencia o la rebelión.
Esos tribunales, que fueron tribunales de guerra en Cuba y durante la España de los vencedores, pasan a ser tribunales de orden público durante los últimos años del franquismo. Con la transición, lo que hacen es transformarse en la Audiencia Nacional. Pero, en el fondo, sigue siendo un tribunal de excepción destinado a juzgar a los enemigos del imperio.
Efectivamente, el otro ejemplo claro es la Guardia Civil, un cuerpo represivo creado para el control de caminos y la represión colonial, que hoy gestiona el control de fronteras y constituye la punta de lanza de la represión más dura en operaciones antiterroristas en Euskal Herria. Nunca ha existido una auténtica depuración de estos cuerpos, ni siquiera durante la República, porque esta arquitectura represiva se consideraba útil y funcional para mantener el orden existente.
Tras los atentados del 11-S y del 11-M, hemos visto un trasvase de los esfuerzos antiterroristas anteriormente dirigidos contra lo vasco hacia un nuevo enemigo del Estado: el islamismo radical.
En las últimas décadas, este régimen securitario ha encontrado un nuevo enemigo: el “moro” como quintacolumnista eterno.
Especialmente debido a los atentados del 11-S y del 11-M, en los últimos veinte años hemos visto un trasvase de los esfuerzos antiterroristas dirigidos anteriormente contra lo vasco hacia un nuevo enemigo del Estado: el islamismo radical, generando un marco islamófobo que permite construir la imagen de un enemigo público. En España, este marco se suma a una retórica antiislámica preexistente, basada en la idea de la nación española como producto del mito de la “Reconquista” y la Guerra colonial del Rif.
Muchos de los instrumentos actuales para evaluar “riesgos de radicalización” —presentados como científicos o criminológicos— son en realidad dispositivos ideológicos. Como muestra el trabajo de mi colega Ainhoa Nadia Douhaibi, obedecen a una narrativa transhistórica que ha alimentado el miedo al “otro”. Los criterios establecidos para determinar quién es un sujeto en riesgo terminan señalando siempre al mismo tipo de enemigo. Algunos estudios absurdos incluso llegan a considerar terroristas a quienes juegan demasiado a videojuegos violentos, pero también a quienes no juegan ninguno, porque rechazan las modas occidentales. Si juegas mucho, mal; si no juegas nada, también mal.
Este patrón tiene raíces históricas. En los memoriales que se utilizaron para expulsar a los moriscos, se repetía la idea de su gran fertilidad y de que siempre estaban al acecho. Esa misma narrativa —“las moras tienen muchos hijos”, “siempre esperan el momento para atacar”— reaparece hoy al hablar del terrorismo islámico. En la época se hablaba de bombas; antes, de alzamientos como los de las Alpujarras. Es la misma lógica: una narrativa que atraviesa los siglos y llega hasta nuestros días.
Se debería otorgar un peso mucho más central a las formas en que opera el capitalismo racial en los movimientos populares
Es una cuestión fundamental, en primer lugar, para comprender cómo funciona la realidad. Para entender lo que ocurre en el sur de la Península Ibérica, por ejemplo, hay que analizar la agroindustria: un régimen de terratenientes que se aprovecha de una clase desprovista de derechos y sometida a un disciplinamiento sistemático.
Aquí conviene discutir directamente la afirmación de los liberales españoles de que “los inmigrantes hacen el trabajo que los españoles no quieren hacer”. Eso es una farsa. ¿Quién quiere trabajar en una platancion? Lo que existe es un régimen que fuerza a ciertas personas a estar ahí, bajo vigilancia.
Si observas el funcionamiento estructural del capitalismo, observas que siempre se necesita una masa de personas desposeídas de derechos, una población situada por debajo de otras. Para la izquierda y los movimientos sociales, esto también es una cuestión de interés directo. Aunque pensemos que lo que ocurre en los márgenes no nos afecta, la historia demuestra una y otra vez que el bumerán imperial regresa al centro.
Se pueden señalar muchas técnicas de dominación: desde la reconcentración, la identificación forzosa y la vigilancia permanente, hasta la normativa de inteligencia artificial, el Pacto Europeo de Migración y Asilo, y las leyes de deportación en discusión a nivel europeo. Estas políticas aplican control biométrico y campos de internamiento para migrantes, pero no aplican a ciudadanos europeos.
Cuando se autoriza este tipo de operaciones de dominación en los márgenes, terminan permeando toda la sociedad. El Estado, cuando tiene poder, lo ejerce contra todos. Siempre. En todo momento. En todo lugar.
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