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Fascismo
La clase media en peligro y el peligro de las clases medias
Sorprende que la sociométría no se ponga de acuerdo en definir qué es la clase media. Y la sorpresa llega al pasmo cuando encontramos que, según el INE, en enero de 2020 más del 70% de la población del Estado se consideraba como tal. El dato no deja de ser perturbador a la vista de que los marcadores económicos que reporta la misma encuesta contradicen tal percepción. Los números son lo que son al fin y al cabo, pero es quela clase media es algo más que una clase.
Es una aspiración, en principio económica e individual, pero que llega a transformarse en problema político y colectivo. Porque cuando la única expectativa deseable de vida se torna inaccesible a la mayoría el resultado sólo puede ser la frustración en masa. Max Weber hablaba de ella como de “la clase permanentemente ascendente”, el mito de Sísifo trasladado a la dinámica social. Theodor Shanin motejaba al pequeño campesinado ruso pre-revolucionario como “clase incómoda”, que ya no es jornalera pero que tampoco goza de la propiedad como un latifundista. A Enrique Tierno Galván se le atribuye la frase: “a la clase media le gusta lo que tiene, pero no lo que es”. En definitiva, si hay un marcador común es el descontento.
Cuando hablan de la crisis de las clases medias como uno de los detonantes del ascenso del fascismo, pierden de vista que la crisis y la incertidumbre forman parte de su naturaleza.
Cuando los especialistas hablan de la crisis de las clases medias como uno de los detonantes del ascenso del fascismo, pierden de vista que la crisis y la incertidumbre forman parte de su naturaleza. El peligro de caída (o vuelta) a los infiernos del proletariado por los colapsos económicos de los años 20 y 30 constituía sólo un añadido más. Su situación previa era la de una marcada dependencia de la banca (préstamos), los seguros, la gran industria (precios de monopolio de la materia prima) o por la volatilidad del empleo público y las pensiones. Pequeños comerciantes, artesanos, agricultores, funcionarios, rentistas, pensionistas o profesionales liberales, unos más que otros, se hallaban sujetos a unas dinámicas del capital y la política institucional de las que no podían emanciparse. Porque otra de sus notas paradójicas es la reticencia a la sindicación de clase, algo muy coherente con su heterogeneidad como grupo.
Podría decirse que en la actualidad el panorama ha cambiado poco. Pero hay un ingrediente nuevo que la encuesta que citamos deja entrever. Si la clase obrera “en sí” (que sólo dispone de su capacidad manual e intelectual) lleva décadas perdiendo derechos, la clase obrera “para sí” (la que tiene conciencia de serlo) prácticamente ha desaparecido. Deslocalizaciones, terciarización, robotización y precariedad pueden explicar en parte el fenómeno sin desmentir que todavía el grueso de la sociedad depende de la puesta en venta de su mano de obra.
La clase obrera está atrapada en un inmenso zoco de sucedáneos de lo que fue el estilo de vida las clases medias. Y como decía Marx, la experiencia crea conciencia.
¿Adónde han volado pues las expectativas de la clase obrera como sujeto colectivo?: atendamos a ese 70% que se percibe como clase media. El entorno cultural en el que se vive favorece el escamoteo de las condiciones de existencia del trabajador y de la figura misma del asalariado. En las últimas dos décadas se ha ido levantando a su alrededor lo que algunos llaman “sociedad low cost”: un inmenso zoco de sucedáneos de lo que fue el estilo de vida las clases medias. Y como decía Marx, la experiencia crea conciencia. Hipotecas subprime, bajada del precio de los insumos tecnológicos, ropa y aerolíneas asequibles, apartamentos turísticos, “coliving”, “coworking”, “jobhopping”, vuelta del “capitalismo popular” thatcheriano pregonado por los “traders” -trasunto anglosajón del trilero-, “uberización” del trabajo (el “empresariado de sí mismo”, heraldo de la substitución de los contratos laborales por contratos mercantiles)... son experiencias, discursos y perspectivas que han usurpado el lugar de las viejas reivindicaciones obreras. El trabajo asalariado es el “plan B” de buen número de sujetos y así es como la clase media estadística se ha vuelto inflacionaria.
Se pasa de la lucha de clases a la “huida de clase”. Pero si la clase obrera es inhabitanle, la clase media se ha desecado como lugar social: es un simple catálogo de costumbres y objetos de consumo.
Se ha pasado de la lucha de clases a la “huida de clase”, el viaje astral hacia una prosperidad ilusoria sin embargo. Como interpelaba aquel rabino a su antiguo alumno converso en nazi en la escena final de The Believer: “ahí arriba no hay nada”... y ya no cabe nadie más. Si la clase obrera es inhabitable, la clase media se está desecando como lugar social. El pequeño negocio subsiste gracias a las condiciones deplorables que han facilitado las reformas laborales, la titulación universitaria no asegura una buena remuneración, las pensiones cuelgan de un hilo, el empleo público se somete a la dinámica empresarial, el ahorro es poco menos que imposible, las profesiones liberales no deparan ingresos como los del obrero especializado de los setenta. Pero queda, eso sí, un simulacro de Parnaso pregonado sin cesar por las apologías del folclore capitalista.
El efecto lenitivo del “low cost” mitiga en parte la obstinada realidad de las condiciones de vida. Sin embargo, a falta de requisitos económicos, no hay nada igual que figurar de pequeñoburgués para sentirse pequeñoburgués. Definirse como “de clase media” ya no es aducir estatus social sino, sobre todo, asumir un cierto catálogo de costumbres y objetos de consumo.
El vendaval de la pandemia ha barrido las doradas arenas de esa playa artificial en la que vivíamos dejando al aire las duras peñas que están debajo. En esa tesitura hay quienes pueden alcanzar la orilla porque tienen sandalias, y una mayoría que, si quiere hacerlo, debe lacerarse los pies. El virus nos ha devuelto a la realidad. Pero más tozuda que la realidad es la costumbre de negarla: nos hemos dejado cortejar por la idea de que, para ser pobre, hay que estar en las colas del hambre o vivir en un barrio marginal. Hemos viajado y nos hemos vestido barato, poseemos aparatos tecnológicos obsolescentes a plazo fijo, soñamos salir de unos empleos precarios por la puerta grande de un emprendimiento temerario, alternamos en unas noches que los reglamentos ya acortaron en su día. Nos desplazábamos así hacia el equivalente social al “centro” político. Llega la pandemia, todas esas magras alegrías se congelan y comienza a subir la incomodidad como el reflujo gástrico una mañana de resaca. Nuestro mundo de ilusiones blandas se derrumba y deja al aire ese ego compartido, duro, cicatero y suspicaz que nos hilvana uno a uno para formar la baratija de la clase media, y ahora también sin el poco solaz que nos permitía, al menos, ignorar que no pertenecíamos a ella.
Fascismo
El fascismo ha vuelto para quedarse
El fascismo de la primera mitad del siglo XX extendió la idea de que no había recursos para todo el mundo y que no era posible responder a los problemas de forma solidaria, por lo que era “lógico” que el grupo social “superior” pasase por encima del resto. En el inicio del siglo XXI esta idea ha vuelto con fuerza.
Como Cypher, el traidor de la película “Matrix”, algunos quieren que el sistema les reintroduzca en la máquina a costa de la salud si es preciso, como si no hubiese sido así siempre. La derecha profiere en Madrid llamamientos a la “libertad” para elegir el virus y seguir trabajando, divirtiéndose, viajando y consumiendo. El mensaje cala. El poder es seducción, la seducción son guiños y las clases medias, reales, vicarias o estadísticas, son su objeto de deseo por antonomasia. De pronto, un “partido de orden” como el PP se vuelve fiestero, se cuelga la guitarra y rasga el acorde exacto: a la hostelería le promete clientes y al trabajador cañas para olvidar. El programa tiene una ventaja: es muy barato, política “low cost”, y sigue la línea de menos resistencia.
Sería irónico que un consorcio que se asoma peligrosamente al fascismo llegase al poder con un discurso epicúreo y báquico aprovechando el efecto desalentador de las restricciones sobre pequeños placeres que antes dábamos por supuestos. Pero no nos equivoquemos: no todos viajamos en el mismo bar.
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Totalmente de acuerdo. Buen análisis de las dinámicas de fondo, más allá de los lamentos triviales de una izquierda que ha colaborado también con esa imagen ilusoria. Un artículo muy necesario.