Educación
De Pisa a Corinto, pasando por Atenas y la Isla de Eros

La obsesión de los exámenes PISA por medirlo todo deja entrever la mercantilización de la enseñanza pública a todos los niveles.

Profesor de secundaria en la educación pública navarra

5 sep 2022 06:34

Permítasenos, aunque sólo sea por espacio de unas pocas páginas, dejar que nuestra imaginación vuele. Y cuando hablo de vuelo, lo hago en múltiples sentidos, que trataré de ir aclarando a medida que avance por el proceloso océano de las líneas. Un océano que nos va a llevar de viaje por diversos lugares, que nos servirán para acercarnos al no menos proceloso mundo de la educación.

Y, para iniciar el viaje, ningún lugar mejor que Pisa, esa deliciosa a la par que antigua y rica ciudad italiana, conocida principalmente por su torre inclinada, símbolo que nos va a servir como metáfora perfecta de lo que viene siendo el canon de medida de los sistemas educativos actuales y que, por una extraña casualidad, lleva su nombre. Metáfora perfecta por cuanto, al igual que la torre de Pisa está inclinada por problemas estructurales vinculados con la cimentación, el informe PISA está sesgado (inclinado) por problemas estructurales ligados a su fundamentación (cimentación). Pero empecemos por el principio.

Educación
Euskal Herria La educación pública navarra segrega
La escuela pública navarra en castellano segrega a su alumnado por su nivel de renta, aunque diga que los clasifica según su “aptitud académica”

Levando anclas en Pisa

El infierno (otro lugar estupendo para ir de viaje) está empedrado de buenas intenciones. No voy a discutir aquí lo que, en su origen, parecía una buena idea, sino en lo que se ha convertido esa idea. Todo empezó como una herramienta diseñada por la OCDE con el interesante objetivo de diagnosticar las debilidades y las fortalezas de los sistemas educativos nacionales, de cara a corregir aquéllas y fomentar éstos. Pero se ha convertido en otra cosa. Desde que en 2016, la compañía editorial británica Pearson (dueña, además, del Financial Times y de The Economist) se hiciera con el contrato en exclusiva para el diseño de las pruebas y el desarrollo de la plataforma digital que lo sustenta, esto se ha convertido, de entrada, en un negocio. Y de salida, en ya veremos qué.

Lo primero que le viene a uno a la mente, por su claro paralelismo, es el proceso que siguió el test de medición de la inteligencia de Binet. Este interesante psicólogo francés ideó a principios del siglo XX unos tests que pretendían medir el desarrollo intelectual, coincidiendo con la ley que hacía en Francia que la educación fuera obligatoria hasta los 14 años. Su única intención era medir el estado intelectual de los alumnos, para poder así facilitarles el proceso de adaptación a la escuela y que allí sacaran el mayor rendimiento posible. Su principal temor fue siempre que, por el contrario, este procedimiento se convirtiera en una etiqueta que no hiciera más que limitarlos. Temor que se hizo realidad poco después de su muerte, cuando en la universidad de Stanford (EE.UU.), el psicólogo Lewis Terman recogiera dichos tests y los desarrollara de tal modo que dieron lugar a todo un proceso de medición de la inteligencia a escala mundial (el tristemente famoso CI) que, inscrito en el contexto de la época, acabó dando como resultado la superioridad intelectual de los caucásicos sobre mediterráneos, asiáticos y, obviamente, negros, situados en la base de la escala. ¡Ah!, y de hombres sobre mujeres, por supuesto.

Pues bien, desde hace unos años ha empezado a recorrerse un camino similar, aunque de manera más sibilina. De momento, lo primero que se mira es la clasificación en la que cada país ha quedado tras la realización de las pruebas, como si de una competición liguera se tratase. Y, en función de eso, sacar pecho o iniciar cambios… sin entrar en cuestiones de fondo. Porque, en el fondo, la pregunta debería ser: ¿es fiable PISA? A este respecto nos gustaría hacer dos consideraciones:

1.- Se sabe que no se hacen las mismas pruebas ni las mismas preguntas en todos los países, así como no es igual el grado de dificultad. Más aún, en algunos países se han dejado de hacer algunas de las pruebas, de modo que PISA se limita a hacer “estimaciones plausibles” de los resultados. Algo parecido a lo que se hizo aquí con el recibo de la luz hace unos años…

2.- Para analizar sus datos, PISA echa mano de un complejo sistema matemático llamado “método de evaluación de Rasch”, muy discutido por algunos matemáticos, que consideran que contiene errores. Y no sólo eso: el estadístico danés, Svend Kreiner (discípulo del propio George Rasch, creador del método), advirtió que, para colmo, PISA no lo ha estado usando bien, básicamente porque no se deberían equiparar los resultados si las preguntas no tienen el mismo grado de dificultad. Más aún, dependiendo de cómo se analicen los datos, las diferencias pueden ser tremendas. Aplicando el mismo método y con variaciones mínimas a la hora de privilegiar uno u otro parámetro, Canadá ocuparía el 2º puesto o el 22º, Japón el 8º o el 40º y el Reino Unido el 14º o el 30º. Todo muy objetivo, como se ve. El propio director de PISA, Andreas Schleicher, reconoció todo esto no hace mucho (por no hablar de las sospechas de trampas que planean sobre China o Singapur).

Pero aparte de la fiabilidad del estudio (algo nada desdeñable, sin duda), tenemos unas cuantas consideraciones más que hacer:

3.- Si es una empresa privada la que se dedica a realizar las pruebas, es lícito pensar que el interés radica fundamentalmente en obtener beneficios. Así, detrás de todo el proceso puede existir toda una estrategia tan simple como eficaz: diseño las pruebas y los soportes para realizarlas, extraigo los resultados y, a continuación, ofrezco a los estados los textos para que mejoren, la tecnología para que la apliquen y los exámenes para que se entrenen. En una palabra: negocio redondo. Pero hay más: las empresas de capital-riesgo ya se han fijado en el mercado y están entrando a saco en las compañías digitales de desarrollo de creación y evaluación de pruebas, tests y exámenes. ¿Apoyo a la educación o negocio especulativo?

4.- A todo lo anterior se suma la sospecha legítima de que los resultados de las pruebas están mediatizados precisamente por esa tecnología que se utiliza. En los centros no se utilizan los soportes en los que se realizan las pruebas, lo que podría dar como resultado una baja calificación en las mismas. Pero eso nos lleva al punto anterior: si se tienen malos resultados es porque no se dispone de esos recursos, ergo si usamos éstos, mejoraremos nuestra posición en el ranking. Conclusión: compremos el material que nos quieren vender estos señores tan simpáticos que realizan las pruebas…

5.- Por terminar: ¿es éste el modelo educativo que queremos? Pruebas, tests, exámenes y más exámenes. Quizá sea cierto que los tiempos en educación están cambiando, pero si hay algo que no cambia es la obsesión por los exámenes y las pruebas. ¿Y qué mide un examen? Ni más ni menos que lo que nosotros hemos metido ahí dentro antes. Pero, ¿y la creatividad, la expresión artística, el desarrollo emocional, las competencias, la cantidad de calorías que se necesitan para responder esos tests…? Y así hasta el infinito (y más allá).

Pruebas, tests, exámenes y más exámenes.  ¿Y qué mide un examen? Ni más ni menos que lo que nosotros hemos metido ahí dentro antes.

No entendemos esta obsesión por medirlo todo, especialmente cuando el trasfondo que se deja entrever (aunque en realidad cada vez se ve con más claridad) es un proceso de mercantilización de la enseñanza. Lo que, al menos en teoría, debería ser un medio que desarrollara las capacidades de los alumnos de cara a integrarlos laboral, cultural y socialmente en la comunidad en la que viven, se está convirtiendo en un mercado en el que los clientes (antes denominados “alumnos”), comprarán una serie de mercancías culturales/cognoscitivas (antes conocidas como “saberes”) dispensados por unos técnicos especialistas en coaching y desarrollo de competencias personales, expertos en manejo de instrumentos de última generación tecnológica (antes llamados “profesores”).

El párrafo anterior, obviamente, es una caricatura más o menos sardónica. Pero, por desgracia, está muy cerca de convertirse en realidad. Sin ir más lejos, en la Comunidad Foral de Navarra (que es desde donde escribo estas líneas) ya ha iniciado lo que dejábamos caer (también irónicamente) hace apenas un par de párrafos: el departamento de Educación se ha entregado a Google por completo y todos los centros educativos navarros funcionan ya con su tecnología. En las aulas prácticamente todo el alumnado tiene un Chromebook, funciona con Classroom y desarrolla todas sus actividades educativas en lo que se denomina entorno G-Suite (o Google Workspace). Y este dato sería interesante analizarlo más en profundidad en algún otro artículo, por lo que supone de entrega a una empresa privada de un servicio público tan importante como la educación.

Por terminar con PISA (y antes de partir rumbo a otras direcciones), esta obsesión por medir me recuerda los hermosos alejandrinos finales de la deliciosa canción de Javier Krahe “Un burdo rumor”, que transcribo para solaz del lector:

“Es mísero, sórdido y aun diría tétrico / someterlo todo al sistema métrico, / no estés con la regla más de lo que es natural, / te aseguro chica que eso puede ser fatal”.

Tribuna
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El primer impulso de aquellos que han gritado a los cuatro vientos su compromiso con la Escuela Publica Vasca y han impulsado el Pacto Educativo, ha sido la creación de un decreto de planificación totalmente privatizador del sistema educativo.

Pasando por Atenas con destino a la Isla de Eros

Es momento ya de dejar atrás Pisa y continuar viaje. Una torre inclinada (lo mismo que un informe sesgado) puede ser algo interesante de ver, una curiosidad turística, un ejemplo que merece estudiarse, pero es, por su propia esencia, un lugar inhabitable (un informe inviable e inútil). Alejémonos de ella y pongamos proa hacia Atenas, lugar mítico donde dicen que por primera vez apareció la democracia. Porque, al fin y al cabo (y ya va siendo hora de que lo digamos de una vez), lo que aquí estamos buscando es un modelo educativo democrático. Y claro, lo típico y tópico es pensar en Atenas. Lo malo es que aquella democracia parecía estar muy limitada, desde luego (y si no, que les pregunten a las mujeres, los esclavos, los emigrantes y etcéteras que allí habitaban). Por eso, quizá a la hora de hablar de democracia esto se nos quede un poco corto. Por eso… ¿democracia ateniense? Quizá no sea el mejor ejemplo, en efecto. Pasemos de largo, avistando sus playas y agradeciendo su invención, pero tratando de ir un poco más lejos. Se nos ocurre ahora que quizá podríamos encontrar un ejemplo más brillante en el de los corintianos. De modo que allí nos dirigiremos, pero pasando antes por la Isla de Eros, para encomendarnos al primero de los dioses, el de los dos sexos (así se le representaba en las iconografías más antiguas), la fuerza primordial que engendra al mundo, el primer nacido (protógoros) y por cuya acción surgieron Océano y Gea… Confío en que se me disculpe esta digresión mitológica aunque, por si acaso, regresaré inmediatamente al mundo del logos… pero sin perder de vista a Eros.

Me propongo, en los párrafos que siguen, hacer una propuesta educativa radical, en el sentido de “acudir a las raíces”. Pero, al mismo tiempo, abierta, porque todo proyecto educativo debe mantenerse siempre alerta, moviéndose al mismo ritmo que el mundo en el que vive y respira. Y, siguiendo con el tono del artículo, continuaré viaje haciendo uso del símil erótico que ya he anunciado, un símil que tiene mucho de irónico (aunque también un bastante de ontológico) y que espero se me perdone por ser ya parte de mi deformación profesional. Es lo que tenemos los deformes…

Conociéndonos

¿Existe algo más generoso que compartir tu saber con los demás, que transmitir lo que tú sabes para que el otro transite por un camino que le lleve a saber incluso más que tú? Pues probablemente sí haya otro tipo de actitudes más generosas, sin duda, pero nadie podrá negar que, en el caso que nos ocupa, generosidad haberla, hayla.

Y si estamos de acuerdo en que algo de generosidad hay en todo esto, podremos seguir estando de acuerdo en que, al fin y al cabo, toda generosidad incluye un porcentaje mínimo (aunque también puede ser máximo) de amor. Y algunos, como es mi caso, añadiríamos que tampoco está exenta de pasión.

El Departamento de Educación de Navarra se ha entregado a Google por completo.

Juegos preliminares

Dice una conocida tautología que es bueno empezar por el principio. Y la experiencia que todos tenemos en la materia nos anima siempre a ir poco a poco, comenzando por los roces, las caricias y los susurros antes de entrar en materia. De modo que eso haremos, para no provocar ningún rechazo previo.

Todos los sistemas educativos oficiales tienen en su base dos errores fundamentales que nadie se cuestiona y que condicionan de manera contundente y, a mi juicio, definitiva todo su desarrollo:

– La agrupación de alumnos según su fecha de nacimiento, esto es, todos los nacidos entre el 1 de enero y el 31 de diciembre de un mismo año natural constituyen un grupo cerrado de aprendizaje. Esto hace que estén incluidos en el mismo grupo gente que se lleve hasta 11 meses de diferencia y otros, apenas separados por días o semanas, pertenezcan a grupos distintos. Se puede contraargumentar diciendo que en algún sitio habrá que decidir dónde se pone el corte. En este sentido, da igual que se elija el 1 de enero, el 15 de febrero o el 4 de mayo. Aunque, si nos ponemos tiquismiquis, al menos las fechas de los solsticios o los equinoccios sí marcan un cierre y una apertura de ciclo anual. Pero no importa. Como veremos más adelante, lo que falla no es la fecha, sino el criterio (que no es muy racional, todo sea dicho).

– Todos los alumnos del mismo grupo de edad (elegido arbitrariamente, insisto) aprenden las mismas cosas al mismo tiempo y con las mismas herramientas. Al menos, así se desprende de la elaboración de los currículos, las etapas y las programaciones, lo que provocará problemas de manera inevitable, por cuanto las diferencias entre el alumnado son enormes. Se podrá decir que en esos currículos se incluyen ya medidas de atención a la diversidad para atender a este problema, pero la realidad es la contraria: la inclusión de esas medidas es la prueba de que el sistema está mal concebido.

Sorprendentemente, estos dos errores rara vez son no ya discutidos, sino siquiera tenidos en cuenta. Están ahí, pero nadie parece darse cuenta de que existen. Tampoco es de extrañar, quizá por el simple hecho de que nuestras vidas están tan completamente condicionadas y regidas por el calendario, que parece casi imposible pensar de otro modo. Alguno hasta podría escandalizarse, diciendo que un año es un año, es decir, el tiempo que la Tierra emplea en dar la vuelta alrededor del Sol y no hay vuelta de hoja (de hoja de calendario, claro). Y es cierto, no la hay, pero esos 365 días (y un poquito) se pueden organizar de muchas maneras, de lo que dan fe los muchos tipos de calendarios que existen en las distintas sociedades humanas. Podría hacer aquí una crítica del más o menos arbitrario sistema de organización del año en meses y semanas (¿por qué 12 meses? ¿Por qué ese reparto de días desigual entre ellos? ¿Por qué semanas de 7 días? ¿Por qué no 13 meses de 28 días, cada uno con 7 semanas de 4 días, tal como hacen los Igbo de Nigeria?), pero no es éste el objeto de este escrito. Sirva, eso sí, para dejar claro que hay un error de base que va a condicionar, ¡y de qué modo!, todo el sistema educativo.

Ahora bien, estos dos errores no están solos a la hora de corromper el sistema educativo desde su misma base. Existe un tercer elemento disruptor: la obligatoriedad. Desde la aparición de los sistemas educativos, se ha presentado la enseñanza obligatoria como una conquista irrenunciable de nuestros tiempos. Por fin, tras milenios de oscurantismo y desigualdad, todos los miembros de una sociedad van a disfrutar de las mismas posibilidades educativas. El viejo sueño de Platón, las iniciativas de los ilustrados, las reivindicaciones de tantos reformadores sociales se veían por fin cumplidas. De modo que no seré yo quien critique este hecho. Considero, sin lugar a dudas, que el acceso universal a la enseñanza reglada es una conquista irrenunciable, sí, pero estoy lejos de creer que se ha conseguido casi nada de lo que se pretendía, esto es, una ciudadanía crítica y bien formada (una ojeada a las preferencias de ocio, a las parrillas televisivas o a los hábitos de lectura bastan para confirmar lo que digo). Y sí, considero que la obligatoriedad es la causa, al menos en parte, de esta situación. Trataré de explicar esto, aunque me temo que no será fácil.

Cuando hablo de obligatoriedad lo hago en dos sentidos distintos. Y haré lo posible por explicarlos por separado después de exponerlos:

– Un sentido general, es decir, el hecho de que todas las personas deben recibir obligatoriamente una formación básica hasta una determinada edad;

– Un sentido particular, esto es, el hecho de que es obligatorio para cada individuo la asistencia a todas las sesiones lectivas diseñadas para él, independientemente de sus intereses, sus capacidades e incluso de la idoneidad de esas sesiones.

El primer sentido de “obligatoriedad” es el que comentaba en el párrafo anterior, obviamente. Y es unánime (yo mismo me incluyo) su valoración positiva. Pero ignorar ciertos elementos, digamos “colaterales”, es peligroso a la hora de entender, valorar y, sobre todo, mejorar lo que entendemos por “sistema educativo”. No está de más recordar que la educación obligatoria sólo empezó a extenderse por Europa a lo largo del siglo XX, es decir, cuando la mano de obra infantil empezó a dejar de ser útil y rentable. El alargamiento de la esperanza de vida, la cada vez mayor incorporación de la mujer al mercado de trabajo y el incremento de la población de manera exponencial, unido a la imparable mejora de la eficacia de las máquinas (sin olvidar, ni mucho menos, la presión ejercida por las revoluciones comunistas y las luchas sindicales) fueron convirtiendo a la infancia, poco a poco, en mano de obra “de estorbo”. De este modo, y a medida que se iba generando una clase media “tapón” en los países industrializados, se pudo dar paso paulatinamente a la aparición de “sistemas educativos” que iban aumentando, también progresivamente, esa edad hasta la que se debía tener a la infancia ocupada en espera de incorporarla al mundo laboral.

Porque de eso se trataba. Al fin y al cabo, al igual que sucede con el resto de elementos de nuestra sociedad (sistema político, estructura jurídica, etc.) el sistema educativo es hijo de la Revolución Industrial. Por eso, no es de extrañar que su estructura sea tan similar a la de un entorno fabril (aunque, con el paso del tiempo, las condiciones originales se han ido suavizando, si bien no así su significado): jornadas laborales de X horas, jerarquías muy marcadas, compartimentación del tiempo y los espacios y, en algunos institutos, incluso la maldita sirena que marca los tiempos. Todo esto es parte de lo que se conoce como “currículo oculto” y que no voy a desarrollar aquí, aunque sí apuntaré las líneas generales: en los centros de enseñanza no sólo se enseñan distintos tipos de saberes(también llamados “asignaturas”) sino otras cosas: sumisión a la autoridad, inexistencia de procesos democráticos, desconexión de los saberes entre ellos y con la vida diaria, etc. Pero, como digo, no abundaré en esto. Quien esté interesado, no tiene más que acudir a internet (o a cualquier otra fuente) y buscar “currículo oculto”. Lo que intento decir es, simplemente, que nuestro sistema educativo es fruto de unas condiciones materiales muy concretas ya citadas y, en consecuencia, está determinado por ellas. Al universalizar la enseñanza sólo se dio un paso (importante, sin duda) que convenía al sistema productivo, pero no solucionaba sus contradicciones. De hecho, y por poner un ejemplo muy simple, cualquiera puede darse cuenta de cómo las élites sociales han seguido manteniendo a sus hijos en compartimentos educativos diferentes al resto.

En los centros de enseñanza no sólo se enseñan asignaturas sino otras cosas: sumisión a la autoridad, inexistencia de procesos democráticos, desconexión de los saberes entre ellos y con la vida diaria...

De todos modos, el sentido que más nos interesa es el segundo. No creo que sea necesario explicar el hecho obvio de que cualquier cosa que se impone de manera obligatoria genera rechazo. Me permitiré aquí poner un ejemplo autobiográfico. Un servidor ha sido siempre, desde que tengo memoria, un lector compulsivo, casi enfermizo. Pero bastaba que en el colegio o en el instituto me mandaran leer un libro en concreto para que, invariable e inconscientemente, lo dejara siempre para el final e incluso le tomara cierta manía. Recuerdo el caso extremo de “La Ilíada”, que tuve que leer en 3º de BUP. Nunca olvidaré aquella noche delante de la máquina de escribir, mientras iba haciendo el trabajo al mismo tiempo que lo iba leyendo… porque al día siguiente debía entregarlo sin falta (lo que no quita para que disfrutara de su lectura: aún hoy, sigo teniendo a ese libro por uno de los mejores y con los que más he disfrutado). Estoy seguro de que cualquiera puede poner un ejemplo similar de cómo algo hecho por obligación se convierte en una carga, aunque a priori pudiera resultar interesante.

Y, entrando en el terreno que nos ocupa, tampoco será difícil entender por dónde van los tiros. Todo aquel que haya pisado un aula como profesor lo habrá vivido en sus carnes: ¿cómo es posible enseñar a alguien que no quiere aprender (básicamente porque está ahí a la fuerza)? Y lo más terrible del caso es que, como dice Aristóteles, el ser humano desea por naturaleza aprender. Nada hay con más ganas de aprender que un niño, siempre con una pregunta en la boca, siempre indagando los porqués. Pero luego, a medida que ese mismo niño va creciendo, es decir, a medida que va pasando las horas en el colegio y en el instituto, esas ganas de aprender van poco a poco marchitándose y, en muchos casos, muriendo del todo. Y, como siempre, se ataca a los síntomas en lugar de hacer frente a la enfermedad: no hace falta siquiera comentar el acento que la moderna pedagogía pone en la motivación. ¡Hay que motivar al alumno! El profesor debe transformarse, por arte y gracia de no se sabe bien qué musa, en una especie de showman que atraiga la atención del alumnado y para ello ha de usar cualquier medio a su alcance (preferiblemente tecnológico, eso sí). Una vez más, el parche en lugar del arreglo.

Con todo lo dicho, confío en que nos hayamos puesto ya a tono y estemos en disposición de dar un paso más y entregarnos al placer… de mejorar el sistema educativo.

Entrando en materia

Por seguir con el símil médico que hemos empleado hace un par de párrafos, podríamos decir que, una vez hecho el diagnóstico, no queda más que poner el remedio. Así, si hemos detectado dos errores de base y un elemento disruptor, lo que tendremos que hacer será eliminar los errores y neutralizar ese elemento. Obviamente, esto es un disparo de largo alcance: llega un momento en que uno se cansa de poner parches y, si de hacer el amor se trata, al menos hagámoslo bien y dejémonos de tonterías.

Espero que estemos de acuerdo en que, en el mundo en que vivimos, el objetivo principal de un sistema educativo es el de formar ciudadanos y profesionales. Es decir, gente capaz de vivir en una sociedad lo más democrática posible y, en segundo lugar, preparada para desempeñar una función laboral en esa sociedad. Así, no habría ningún problema en mantener una enseñanza primaria de mínimos, una secundaria que profundizara en saberes críticos y preparara para la terciaria, ya decidida y estrictamente profesional. ¿Edades? Aquí empieza la revolución.

Los estudios psicológicos iniciados por Binet a principios del XX y consolidados luego por Piaget y otros a lo largo del mismo, dejaron claras varias cosas: que hay unas pautas más o menos generales, según las cuales la inteligencia cognitiva se va desarrollando de una manera más o menos clara, desde el estadio sensorio-motriz hasta alcanzar la capacidad del pensamiento abstracto (pasando por las etapas preoperatoria y operatoria). Pero a esta teoría general más o menos acertada le ha seguido una práctica que ha demostrado que los casos particulares son infinitos y no suelen ajustarse a ella de manera exacta. Y esto hace que cualquier grupo escolar basado en criterios de edad sea algo completamente heterogéneo. Más aún, hace ya unos cuantos años que sabemos que limitarnos al uso de este tipo de inteligencia es equivocarnos de cabo a rabo, por el simple hecho de ignorar las últimas investigaciones en el campo de la inteligencia. Howard Gardner (y otros) ha demostrado inequívocamente la existencia y funcionalidad de por lo menos 9 tipos distintos de inteligencia (que incluye la estudiada por Piaget): verbal, lógico-matemática, musical, espacial, cinestésica, interpersonal, extrapersonal, naturalista y existencial. Por eso, seguir manteniendo el criterio puramente piagetiano (que es el de los cursos homogéneos en función de la edad) es algo más que un error: es la crónica de un fracaso anunciado. Y, en consecuencia, lo que planteamos es una afirmación categórica: la única forma de conseguir grupos homogéneos (o, cuando menos, lo más homogéneos posible) es permitir que los niños decidan y se agrupen libremente.

Y entramos aquí en el apartado más polémico de todo este asunto, porque aparece un concepto del que todo el mundo gusta hablar pero que rara vez se practica: la libertad. Teniendo en cuenta que esto no es un tratado de filosofía, me limitaré a describir someramente este concepto como la capacidad de tomar decisiones y elegir entre un abanico de posibilidades, asumiendo que esas elecciones (y las acciones consiguientes) tienen consecuencias que hay que asumir como propias, de manera que nos abren o nos cierran futuras y nuevas posibilidades de elección y acción. Elegir, por tanto, es equivocarse y, con el error, adquirir conocimientos que permitan elegir mejor la próxima vez.

Podríamos aceptar ciertas edades como “topes” o “barreras legales” de protección. Por ejemplo, los 16 años son una buena edad para fijar el acceso al mundo laboral y la estancia obligatoria en centros de enseñanza. Y tampoco están mal los 6 años para iniciar la aventura en los colegios, manteniendo como opcional la incorporación a los 3 años (opción tan mayoritaria que prácticamente el 100 % de la población se acoge a ella, si bien por razones no educativas en la mayoría de los casos). Aunque, por supuesto, tales edades están siempre abiertas a discusiones si hay argumentos que abonen la posibilidad de cualquier cambio.

Y tampoco tengo nada en contra de organizar los saberes de manera ordenada, en cursos que han de ser superados para llegar al siguiente, tal y como lo conocemos hasta ahora, es decir, una serie de conocimientos mínimos que deben tenerse en 3º de primaria, otros en 6º, otros en 12º y así sucesivamente. Sinceramente hablando, el desarrollo de los currículos me parece una cuestión secundaria (si bien no irrelevante ni intrascendente). Si la denomino “secundaria” es porque la cuestión principal es la agrupación del alumnado.

Hemos descartado la posibilidad de hacerlo atendiendo a la fecha de nacimiento. ¿Qué opciones nos quedan… si es que queda alguna? A mí me parece sencillísimo: la capacidad del alumnado y su libertad de elección. Si dejamos que cada cual, desde el primer día, decida libremente si entra a clase o no y deja que sus capacidades se pongan en juego, la consecuencia natural es que ellos mismos acaben agrupándose en función de sus propias aptitudes. Y ya veo llegar las críticas: si a un tierno infante se le da la opción de ir o no ir a clase, es obvio que preferirá no ir. Permítaseme decir que yo, tal como están las cosas hoy día, también preferiría no ir. Aun así, algunos dirán que esto sería abrir la puerta al caos, al desorden, a la anarquía… ¡al fracaso total! Y se podría añadir eso tan manido de “los experimentos, con gaseosa”.

Pero el caso es que no estoy hablando de experimentos, sino de realidades. Realidades con casi 100 años de experiencia. Es cierto que todo comenzó como un experimento, pero hoy son muchas (por desgracia no demasiadas) las escuelas que funcionan así. Y con éxito. En los párrafos que siguen haré un resumen muy somero del funcionamiento de Summerhill, pero quien quiera más información no tiene más que acudir al libro del mismo título, publicado por el Fondo de Cultura Económica, y escrito por el fundador de esta escuela a principios del siglo XX, Alexander S. Neill (aunque iré entreverando citas directas de esta obra).

La idea básica es que la escuela se acomode al niño y no al revés. Para ello, la libertad es el concepto básico y, en consecuencia, se renuncia “a toda disciplina, a toda dirección, a toda sugestión, a toda enseñanza moral, a toda instrucción religiosa”. Se deja que cada persona desarrolle libremente sus capacidades innatas y sus tendencias, sin imposición de ningún tipo. Y eso lleva a la primera característica: las clases son optativas. Se puede asistir o no, sin restricciones. Y, como dice textualmente Neill, la metodología no importa, “el que una escuela tenga o no tenga un método especial para enseñar la división carece de importancia, porque la división no tiene importancia salvo para quienes quieran aprenderla. Y el niño que quiere aprender la división la aprenderá sea como sea que se le enseñe”. Lo más sorprendente para quienes no conocen esta escuela es que el alumnado acude a clase de manera constante y se sienten defraudados si el profesorado no asiste ese día (por enfermedad o similar).

¿Y la calidad de enseñanza? Neill no es un ingenuo y sabe que está sometido a la dictadura de los exámenes. En consecuencia, el profesorado prepara perfectamente para las pruebas de nivel que espera al alumnado (acceso a la universidad, a escuelas profesionales, etc.) con éxito reconocido a lo largo de los años.

El tema de la “disciplina” se regula en asamblea, donde cada individuo tiene un voto, sea profesor, alumna o directora de la escuela. Lo mismo que todo tipo de propuestas y nuevos proyectos, algo que hace que le lluevan preguntas al fundador de Summerhill: “¿el niño de seis años no espera a ver cómo vota usted antes de levantar la mano? Querría que fuera así, porque muchas veces mis propuestas son rechazadas. Los niños libres no se dejan influir fácilmente; la falta de miedo explica ese fenómeno”.

No creo necesario dar más explicaciones. Como he dicho antes, el libro “Summerhill” está al alcance de cualquiera (lo mismo que numerosos enlaces en internet). Summerhill (y otras escuelas fundadas a imagen de ésta, como O Pelouro en Galicia, por poner un ejemplo) lleva funcionando casi 100 años. Y funcionando bien. Por decir algo que suene a gozosa sinfonía en los oídos de cualquier profesor, plantearía la siguiente pregunta: ¿te imaginas entrar en un aula donde el alumnado esté deseando aprender, que se sintiese defraudado si ese día has faltado y que participe activamente en cada sesión? Pues parece que esa posibilidad existe.

Opinión
El no acuerdo y la segregación escolar
Hemos conocido el texto definitivo del acuerdo educativo vasco. Se trata de un texto lleno de florituras, que dice más por sus silencios y entre líneas que por su contenido real.

Inciso: ETS, impotencia, frigidez y problemas similares.

Sí, claro. Sobre el papel todo es precioso. Pero, ¿qué sucedería si se aplicase esto así, a pelo, en un IES? La respuesta es sencilla: ¡ni idea! Pero una cosa sí sé: el sistema actual no funciona. Es muy probable (por no decir seguro) que si se les diese semejante opción a nuestros alumnos, muchos preferirían no entrar en clase. De hecho, en Summerhill el promedio de no asistencia a clase del alumnado que viene de otras escuelas está en torno a los tres meses (y quiero recordar que el récord lo tenía una chica que estuvo 3 años sin pisar un aula) ¿Sería esto negativo? Más bien todo lo contrario: los que permaneciesen saldrían ganando muchísimo. Pero claro, ¿qué pasa con éstos que no asisten? Pues, simplemente, estarían haciendo uso de su libertad… con sus consecuencias. Perderían semanas, meses… incluso algún que otro año de clases. ¿Es algo distinto de lo que ahora mismo está sucediendo, con el agravante de que, en nuestro sistema, esos alumnos están dentro de las aulas, y su única función es crear un clima de constante disrupción y malestar?

Se me puede acusar de abandonar a su suerte a estos muchachos, de convertirlos quizá en carne de cañón. La realidad es muy otra: es en estos momentos cuando los estamos ya convirtiendo en eso y en mi favor tengo las terribles cifras de abandono escolar que existen. En un sistema donde realmente se dejara elegir en libertad y se les ofrecieran más alternativas al alumnado, éste acabaría encontrando su lugar con mayor facilidad. Y, una vez encontrado ese lugar, no le sería difícil superar un curso cualquiera (pongamos 4º de ESO), si supieran que después podrían continuar haciendo lo que de verdad han elegido.

Por supuesto, el problema no acaba aquí. Independientemente de la cantidad de alumnos que decidiera no ir a clase (y prefiero no aventurar porcentajes) una cuadrilla de éstos fuera de las aulas supondría, en principio, un problema. ¿Qué hacer con ellos? ¿Cómo evitar que se dediquen a hacer el gamberro? ¿Habría que organizar actividades alternativas? ¿Cómo se les debería reintegrar cuando decidieran volver a las aulas? Éstas y cien preguntas más nacen casi espontáneamente y, aunque uno pueda tener respuesta para muchas de ellas, es obvio que debería someterse a debate… una vez que se admitiera la premisa fundamental de que la libertad presida el sistema. Si no, el resto es innecesario (o, como decía Hamlet, el resto es silencio…).

En definitiva, estoy convencido de que la opción que presento constituiría una mejora sustancial del sistema educativo que padecemos actualmente. Una mejora en todos los sentidos, es decir, tanto para el alumnado como para el profesorado y, si me apuran, incluso para ésos a quienes tanto les gusta medirlo todo. Y eso que estamos hartos de repetir que el tamaño no importa.

Un orgasmo infinito

Quien, como decíamos al principio, entienda esta profesión como un acto de generosidad y, por tanto, de amor y placer (viendo cómo su alumnado adquiere eso que previamente se le ha decidido enseñar), estará encantado ante esta posibilidad. Una posibilidad que abre la puerta a que una lucha cotidiana, una batalla continua, condenada (las más de las veces) al fracaso, se transforme en una actividad no sólo agradable, sino también placentera. Casi podría decir orgásmica…

Allá por el siglo XVIII, Kant exhortaba a liberarse de la tiranía oscurantista de la ignorancia y la tutela de instituciones que sólo querían nuestra sumisión. La divisa que propuso y que muchos aceptaron a pie juntillas fue “sapere aude!”, ¡atrévete a saber!”. Yo daría un paso más y gritaría: “liber essere aude!” (¡atrévete a ser libre!).

Tristeza post-coitum

Uno de los cuentos favoritos de mi madre, de los muchos que me contaba cuando era pequeño, era el de los ratones y el gato, cuando aquéllos, reunidos en asamblea, decidieron que había que ponerle el cascabel al felino, de modo que así pudieran tenerlo siempre localizado y huir antes de que los atrapara. La frase final era antológica: sí, vale pero ¿quién le pone el cascabel al gato?

En resumen, que todo esto está muy bien, lo hemos pasado de cine y todas esas cosas pero, ¿ahora qué hacemos? ¿Nos vestimos, hacemos la cama y seguimos la triste estela de la rutina que nos entierra en vida o nos atrevemos a elegir, es decir, a ejercer nuestra libertad?

Fin de trayecto corintiano

Dije al inicio del artículo que lo que proponía era un viaje. Puedo decir ahora que era un viaje en busca de la democracia pero, como ya dije antes, ésta no hay que buscarla en Atenas, sino en Corinto (Aunque, a fuer de ser sinceros, ya la hemos visto funcionando en Leiston, es decir, en Summerhill). “¿Corinto?”, preguntarán los menos avisados, “no tenemos noticia de procesos democráticos en Corinto”. Y no les faltará razón. Quizá mejor que Corinto, habría que hablar de la revolución corintiana liderada por Sócrates. “¡Oh, por favor!”, continuarán los helenistas de pro, “¿puede dejar de decir tonterías de una vez? ¡Sócrates jamás lideró ninguna revolución ni en Corinto ni en ninguna otra polis!”. Y, nuevamente, tendrán razón.

Debo a mi brillante amigo Vittorio Morfino el conocimiento en profundidad de lo que se conoce como “democracia corinthiana”, una maravillosa realidad que comenzó como experimento en el Sport Club Corinthians Paulista (de la ciudad de Sâo Paulo, como su nombre indica), liderado por el fantástico jugador Sócrates. Durante la primera década de los años 80, y en plena dictadura brasileña, este equipo de fútbol funcionó aplicando un sistema de democracia directa, casi podríamos decir spinoziana, donde todas las decisiones importantes eran decididas en discusión abierta y votación de todos los miembros del club, desde la directiva hasta los utilleros y limpiadores, pasando por el cuerpo técnico y los jugadores.

Si en un terreno de juego como el del fútbol, nuestro opio del pueblo, ha habido lugar para semejante práctica revolucionaria, ¿cómo podemos pensar que en el campo de la educación, la supuesta punta de lanza ideológica, sea imposible el desarrollo de un sistema democrático, libre y, en consecuencia, revolucionario?

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