Opinión
Y yo que soy de los malos…
Por más que me esfuerce, no hay nada heroico ni trepidante en comerse a un animal criado en una granja, ejecutado, despiezado, envasado, transportado, comercializado en una bandeja de poliestireno con una etiqueta en la que ponga “4,35 €” y una fecha de consumo.

La disonancia cognitiva hace referencia a la tensión psicológica que nos ocurre cuando tenemos dos pensamientos en conflicto. Cuando nuestra hipótesis es desmentida por los datos, cuando nuestro deseo no se ajusta a nuestro sistema de valores, cuando es culpa nuestra —y lo sabemos— o cuando queremos tener razón —y no lo sabemos—.
Cuando conocí a Manuel, hace seis años, había decidido hacerse vegano y dejar de fumar. Empezó dejando de comer carne y de comprar tabaco. Hoy sigue sin comer carne, pero su hermana le dijo que, o volvía a comprar tabaco, o dejaba de robarle cigarrillos todos los días. Manuel le dio muchas explicaciones al respecto, algunas muy bien elaboradas, incluso apelando a supuestos “estudios científicos” que demostraban que dejarlo de golpe le podía provocar un ictus o que minimizaba su incidencia de cáncer.
El sesgo de confirmación es la corrección selectiva de la evidencia para confirmar o justificar las apetencias, los fallos de carácter, las suposiciones, las ideas preconcebidas y las hipótesis propias para resolver la ansiedad de la disonancia. Pero sigue sin comer carne. Manuel me explica que hay tres cuestiones ineludibles:
1. Para comer carne, hay que matar a un animal.
2. La industria cárnica es tremendamente destructiva y tiene un coste ecológico altísimo.
3. Se puede vivir sin comer carne.
Y todo lo que dice es verdad. Pero yo soy inconstante, indisciplinada. Caigo y recaigo. Y me callo. Porque no puedo rebatirle nada. Porque es cierto e indiscutible todo lo que dice. Y me conozco el argumentario. Lo he leído. Aparece siempre que se menciona el tema. Pero también se que no se sostiene.
Retuerzo los datos hasta que encajen y me señalo los caninos y digo que somos cazadores. Nosotros, que arrastramos carritos de plástico en suelos pulidos bajo las luces de los fluorescentes
Surge la incomodidad de la culpa. Esa culpa incómoda, no dramática, de cuando nos tomamos una Coca-Cola o cuando nos compramos algo que no necesitamos… Y entonces retuerzo los datos hasta que encajen y me señalo los caninos y digo que somos cazadores. Nosotros, que arrastramos carritos de plástico en suelos pulidos bajo las luces de los fluorescentes… Por más que me esfuerce, no hay nada heroico ni trepidante en comerse a un animal criado en una granja, ejecutado, despiezado, envasado, transportado, comercializado en una bandeja de poliestireno con una etiqueta en la que ponga “4,35 €” y una fecha de consumo.
Y trato de justificarme… Somos carnívoros. Carnívoros como los gatos. Los gatos que no generan amilasa, tienen un intestino cortísimo, sus colmillos son seis veces más largos que sus incisivos.
Como no puede ser que Manuel, que siempre ha sido un desastre, tenga razón y yo no, mi narcisismo busca el golpe ético y pragmático. Planeo cómo devolverle la culpa y aparecen los pesticidas, la transgénesis y la soja de Monsanto. Como si el 98% de la soja no estuviese engordando el jamón york bajo en sodio, las salchichas de oferta, los yogures de fresa… Como si no supiese que la mayor parte de los veganos que conozco están también en grupos de consumo ecológicos, cooperativistas y locales. Como si no supiese que necesitamos plantas, y no transporte a motor para mover vacas, cerdos, pollos, buques de redes de arrastre que esquilman la costa africana… Así que, en un giro dramático, apelo a la clase, a la cultura, saco de la chistera el hambre de mi abuela en la posguerra... pero, por pudor, vuelvo a meterla. Pienso: “¡Qué barbaridad…! ¿Cómo te atreves a comparar tu ‘me apetece algo y no sé qué es’ con lagartos de campo y mondas de patata”. Y casi, casi, se me escapa el eurocéntrico, el ilustrado mito del buen salvaje, como si yo conociese más cultura que la mía, como si yo viviese igual que un yanomami.
Ya solo queda una: justificar la muerte. Y claro, es que no es una persona. Y mientras escribo esto, una de mis ratas juega con mi pelo. Hace poco tuvo una torcedura en una pata y, aunque es vieja y las ratas viven poco, ese mes gasté más en veterinarios que en comida. Y el caso es que tampoco le tengo tanto respeto a la jurisprudencia como para darle estatus jurídico de persona a quien ni lo es ni lo requiere. Pero está viva, claro, y en una manera extraña, por sencilla, nos queremos; es decir, no nos tememos, nos gusta estar juntos y no nos hacemos daño. Ya es más que muchas relaciones de pareja. Y está viva. Está indiscutiblemente viva. Mucha más hambre tendría que pasar yo para ser capaz de matarla con mis manos. Un hambre que no he tenido nunca.
No cabe cuestionamiento mordaz de su renuncia. No hay batalla dialéctica posible. Y aunque el ego me empuje a revolverme, porque... ¿cómo voy a estar yo equivocada?, ¿cómo voy a no estar yo en ‘lo correcto’?, ¿cómo voy yo a no ser buena persona?… lo cierto es que yo sé que me equivoco.
No hay victoria posible. Solo puedo reconocer a Manuel y respetarle, y dejar de defender mis malos vicios como si fueran una parte de mí misma, y asentir y admirar esa coherencia y esa disciplina de la que yo adolezco, y agradecerle que me haga un poco más consciente y, aunque a veces caiga y recaiga en mis apetitos más primarios y pida una Coca-Cola, o viaje en coche, o vaya a la casa materna una vez al mes a comer cocido y dar las gracias; aunque use teléfono y luz eléctrica, y nunca vaya a ser adalid de la salvación del mundo ni baluarte del fin de todas las explotaciones en la tierra, la evidencia me cala y me contengo, y a veces no me compensa el disfrute a ese precio, el de la carne —que es cuerpo— y el de la explotación de los mares y los montes.
El narcisismo en la punta de los dientes me tienta a convertir a quien es mejor en enemigo. Sin mentirnos, sin mentirme, sé que es mejor imitarle que derrocarle. Y dejar las disonancias para el arte, para la escultura barroca, para Onetti, las distorsiones del punk, los corifeos y las coplas de abandonos (que me encantan).
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