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Urbanismo
Espacios intermedios: ¿tiene cabida la mentalidad comunitaria entre vecinos?
Da la sensación de que el urbanismo se ha detenido aquí. En la calle hay más persianas bajadas que comercios con clientes. Cemento y ladrillo visto —ese amarillento que surca España de comunidad autónoma en comunidad autónoma, siempre en barrios obreros nacidos de la explosión demográfica— en lugar de vegetación y zonas de encuentro vecinal. Amabilidad no es el sustantivo que se desprende de este barrio, que es el de Sant Marcel·lí, en València.
Plazas duras y espacios poco simpáticos con la vida comunal, pero vecinos que sí que lo son, y que tienen la voluntad de transformar su barrio para devolverle los valores propios de una sociedad a escala microlocal, conformada desde la red de apoyos. De hecho, un grupo de estos vecinos está reunido en la plaza de la Alquería dels Balcons. Comprueban el estado de la vegetación que plantaron tiempo atrás, debaten temas comunes. “Las personas tenemos mucha capacidad de hacer si nos dejan, no tiene que venir nadie a dar permiso ni nada. Que no nos pongan pegas, la ley pone pegas. Somos vecinos, simplemente, no es cosa de una asociación”, expone uno de ellos. “Tenemos un grupo de consumo para poder acceder a un banco de semillas, pero no queremos poner títulos ni eslóganes, porque lo que hace eso es dividir”.
¿Qué son los espacios intermedios?
El catedrático de urbanismo Manuel de Solà-Morales describió los espacios intermedios como espacios públicos absorbidos por usos particulares y espacios privados que adquieren una utilización colectiva. Es decir, un limbo con connotaciones —que deberían ser positivas— en el que la propiedad y la gestión pública conviven con la iniciativa y las acciones particulares de los ciudadanos.
Los espacios intermedios son lugares-oportunidad. Aquí no hay que prestar atención al concepto de propiedad, sino a quién y cómo lo vive y lo usa. Para comprender el potencial de los espacios intermedios hay que abandonar la idea administrativo-mercantil de quién tiene la titularidad del espacio.
Un modelo integrado de activación de los patios de manzana del barrio de Sant Marcel·lí
Según estimaciones de la ONU, en 2050 un 68% de la población mundial vivirá en ciudades. El investigador en urbanismo Fernando Álvarez parte de este dato para proponer una solución a los espacios carentes de uso en las ciudades, tomando para ello el barrio de Sant Marcel·lí.
Álvarez señala el exceso de parque móvil de València —hay más de un coche rodando o estacionado por cada dos personas—, la trama urbana que responde a un crecimiento acelerado durante la segunda mitad del siglo XX y a la estrategia urbana enfocada en grandes proyectos que se experimentó a principios del siglo XXI. “Barrios de nueva construcción donde se asientan comunidades aisladas y exclusivas, bloques de viviendas consolidados con espacios comunitarios en desuso, y signos de anonimia y falta de vitalidad en la periferia ante una ciudad con un modelo económico centralizado”, describe.
Sobre estos problemas cabe preguntarnos, especifica, “cómo podemos revitalizar la vida comunitaria y redistribuir la economía y acción urbana a lo largo de la ciudad; si la única manera de devolver espacio de convivencia a la ciudadanía es a costa de la superficie destinada al vehículo privado y servicios terciarios; o si hay otras maneras de crear nuevos espacios vivos en la ciudad consolidada”. Y ante la dificultad de crear nuevos espacios públicos, añade, “los patios interiores de manzana o recintos entre bloques se erigen como alternativas a la intervención formal del paisaje urbano”.
El investigador considera que “en los últimos años los gobiernos locales se han preocupado algo más por mejorar el espacio público de las ciudades, especialmente desde que los portales de participación ciudadana, presupuestos participativos y demás se han integrado de alguna forma en la política local ordinaria”. Para Álvarez, ahora la ciudadanía tiene mejores herramientas para expresar sus necesidades.
Sin embargo, matiza, “esta nueva realidad, aunque más justa y seguramente más democrática, ha reforzado la noción de que el espacio público es el dominio único de la administración: su poder solo permite transformar equipamientos, calles, parques y plazas”. Considera que el problema es que sus capacidades y recursos no permean de puertas para dentro, en las comunidades y las viviendas donde las personas viven: “Personalmente, me cuesta entender por qué en un barrio periférico envejecido es más prioritaria una peatonalización que mejorar la accesibilidad, la salubridad o la calidad de los espacios comunes de una finca donde viven personas con pocos recursos económicos”.
El papel de la iniciativa pública
¿En qué medida puede y debe la iniciativa pública intervenir para reacondicionar y dar uso a estos espacios? ¿Debería la Administración, con su laberinto de normas y tiempos, mantenerse al margen? ¿O por lo contrario debería ser activo partícipe de la recuperación de estos espacios? Álvarez opina que es importante que los gobiernos locales sean conscientes del potencial que tienen los espacios comunitarios para reforzar el tejido social de los barrios y por lo tanto el bienestar de las personas, pero considera que para eso es imprescindible la movilización ciudadana. “Poner en el mapa los vacíos urbanos y espacios en desuso a los que la iniciativa pública nunca llega por sí misma, mediante acciones colectivas o demostraciones de usos comunitarios. Creo que en la política local nada es imposible, pero te tienes que hacer notar, tienes que hacer ruido, pero este ruido se escuchará”, defiende.
Añade que “la iniciativa pública también tiene que pensar que las ciudades empiezan en las viviendas de las personas”. En València, ejemplifica, hay barrios con un parque de viviendas muy envejecido, con zonas comunes con una accesibilidad deficitaria, sin ascensores y llenas de obstáculos físicos. “Creo que una correcta asistencia económica y técnica por parte del Ayuntamiento para reacondicionar estos espacios, pensando en ellos como espacios colectivos que son, ayudaría a generar dinámicas comunitarias entre los vecinos”.
Proyectos en otras ciudades
Tanto a nivel nacional como europeo, es relativamente fácil encontrar ejemplos de otras intervenciones y proyectos sobre estos espacios. En Barcelona el ayuntamiento promovió ‘Interiors d'illa’, un proyecto de recuperación de espacios verdes que comenzó en 1987 y que sigue en marcha dentro del marco del plan de actuación del Districte de l’Eixample. El objetivo de este proyecto es que la ciudadanía disponga de una zona verde a menos de 200 metros de su casa. Por el momento cuentan con 48 interiores con cerca de 100.000 metros cuadrados de espacio público recuperado.
‘Redtejas’ es un proyecto que abre las azoteas del mundo como espacios de activación cultural. “El objetivo de Redetejas es generar una red abierta de nuevos espacios para la cultura en los que los ciudadanos tengan la oportunidad de programar, gestionar y decidir los contenidos culturales del proyecto, dentro de sus propios espacios”, cuentan desde la organización.
En Madrid ‘Esta es una plaza’ recuperó uno de los solares del barrio de Lavapiés. “Este proyecto colectivo que nace como una iniciativa ciudadana para la conservación urbanística del solar ubicado en la calle Doctor Fourquet 24, con uso dotacional de ocio”. De la “imperiosa necesidad de recuperar el espacio público y la plausible carencia de éste en el barrio de Lavapiés”, surge la inquietud de “reutilizar un espacio abandonado durante treinta años cuya vocación es de dotación pública”. Muy pronto el proyecto se define, especifican, como un jardín compartido o comunitario. “Es un proyecto en constante creación y definición, con escaso patrón previo, y de ritmo de crecimiento lento o paulatino”.
Álvarez vio en primera persona cómo intervenir la ciudad para que sea de quienes la habitan: “Viví más de tres años en Berlín y me quedé absolutamente fascinado por el uso que se le daba a los interiores de manzana en toda la ciudad: eran verdes y luminosos, contaban con aparcabicis y otros tipos de almacenamiento compartido, columpios y equipamientos de juegos infantiles y era muy común que se dieran encuentros espontáneos o incluso organizados como cumpleaños o fiestas”. Luego aprendió, prosigue, que era algo muy común en otras muchas ciudades de Alemania y en los países escandinavos. “Son espacios que tienen unas dinámicas muy especiales, están protegidos de coches, de ruidos, de extraños; permiten generar un círculo de confianza entre el vecindario”, resalta.
Quiso buscar casos parecidos en València, narra, pero el panorama era “desolador”. “Todos los interiores de manzana que observaba estaban sometidos por parkings, supermercados u otro tipo de almacenaje. Es tremendamente raro ver un árbol o un trozo de tierra en cualquier patio interior en Extramurs o L’Eixample, por poner un ejemplo de distritos donde abundan los bloques con espacios interiores”.
También aprendió que, si lo hay, el bloque que rodea el patio probablemente tiene una historia apasionante detrás: “Un ejemplo es la Finca Roja, que tiene un interior de manzana que fue específicamente diseñado como espacio comunitario y de encuentro para el vecindario, pero que ahora mismo es un erial con cuatro bancos donde la gente pasea a sus perros y se da algún encuentro casual”. Si bien matiza que ha habido casos recientes donde interiores de manzana han sido intervenidos por el Ayuntamiento para construir escuelas infantiles o parques públicos (por ejemplo el CEIP Alejandra Soler en Ruzafa o la Plaza Santa María Mazzarello en Orriols), no termina, dice, “de percibir una intención de refuerzo del tejido social y comunitario en este tipo de transformaciones”.
“Me despierta un gran interés observar quiénes son las personas que, habitando esos espacios intermedios, son capaces de cambiarlos, de repensarlos o de revivirlos. Por eso son mutables y difíciles de catalogar, la mayoría de las veces no basta con observarlos, sino que hay que imaginarlos”. Los ejemplos más potentes, considera, “son casos como los patios comunes, los solares urbanos, las azoteas, los centros sociales ocupados, los huertos urbanos o las raves”. Pero también los son “un mercadillo ambulante, una feria de libros, el local de una asociación vecinal o un casal fallero”.
¿Qué ocurrió para que se produjera la desidia en los espacios comunitarios?
En palabras de Fernando Álvarez, “todo empezó con el urbanismo moderno, el del capitalismo feroz, que durante el siglo XX ensanchó, zonificó, dispersó y segregó las ciudades occidentales. Le dio todo el poder al vehículo privado e introdujo las ciudades jardín y otros tipos de asentamientos humanos basados en la exclusividad”, lamenta. “Cuando separas a las personas, destruyes lo comunitario. No solo no se dan los encuentros necesarios para que esto ocurra, sino que también se generan miedos y rechazos que llevan a la gente a encerrarse en su esfera privada”.
Es un fenómeno “bastante reconocible”, continúa el experto, que ha ocurrido tanto en Sant Marcel·lí como en tantos otros barrios obreros o de la antigua clase media en el país, con una gran tradición vecinal y comunitaria: “Una parte de su población se muda a nuevas ciudades o urbanizaciones gracias a un supuesto ascensor social, su lugar es ocupado por personas procedentes de otros movimientos migratorios. Al final, en la nueva urbanización no hay vida comunitaria porque esta está abolida por diseño y en el barrio obrero se desgasta el tejido vecinal porque no se confía en lo nuevo o lo diverso”.
Este tejido apolillado, desgastado por un goteo constante y figurado de lejía, ¿es algo propio de la idiosincrasia del país? ¿Somos incapaces de organizarnos a nivel comunidad? “No hay incapacidad, sino una mezcla de miedo ante lo ajeno y falta de interés por lo común”, responde Álvarez. Para organizarse a nivel comunidad, defiende, primero se debe identificar qué lo está evitando: “He hablado con mucha gente sobre esto en Sant Marcel·lí y he percibido mucho rechazo ante cualquier cambio, normalmente justificado por miedo a interrumpir el descanso del vecindario o por que personas concretas se lo apropien”. Por eso, considera, una comunidad debe buscar primero esos mínimos comunes que hagan la convivencia posible y, después, pensar en ideas transformativas: “Hay que tener en cuenta que un espacio comunitario es excesivamente complejo, se dan muchísimas dinámicas, ideas y opiniones enfrentadas y, a diferencia de en lo público, nada puede ser impuesto, o el conflicto está garantizado. El margen de actuación es muy limitado”.
La receta, a priori, pasa por dar con la simplicidad dentro de lo complejo. “Es importante que todas y cada una de las personas que habitan una comunidad sean conscientes de que tienen poder de cambio y derecho a crear colectividad, estableciendo redes con otros vecinos, dando pequeños pasos para crear dinámicas solidarias”, concluye Álvarez.