Opinión
Influencers a puñetazos en el gran guiñol digital
“La fama requiere toda clase de excesos. Me refiero a la fama de verdad, a un neón que te devora, no a ese renombre sombrío de los estadistas en declive […] La fama, al menos esta modalidad especial, se alimenta del escándalo, de lo que los asesores de hombres de menos valía considerarían publicidad negativa […] Tal vez la única ley natural que se aplica a la fama verdadera es que el famoso se acaba viendo forzado a suicidarse.” (La calle Great Jones, Don DeLillo)
En ‘Satori y pornografía’, uno de los textos de la segunda edición de Cultura del apocalipsis –la antología de textos extremos editada por Adam Parfrey, que hoy solamente podría publicarse con grandes dificultades y que Valdemar tradujo al español en 2002–, su autor, un crítico de películas pornográficas (sic!) llamado Christian Shapiro –que más tarde se revelaría como un seudónimo de Allan McDonell, un trabajador de la revista Hustler de Larry Flint– explicaba los pormenores de su singular trabajo.
Para McDonell, “la sociedad, en su totalidad, era tan degradante como la pornografía, si no más”
De acuerdo con McDonell, quien había de visionar varias cintas en una sola sesión de trabajo –botón de fast forward mediante–, y tenía una visión de la industria, como es lógico, bastante liberal, “la pornografía no tiene un mayor atractivo sexual que un informe de PriceWaterhouse, ya no se trata más de erotismo, se trata de humillación.”
Años después, cuando McDonell había abandonado definitivamente Hustler y revelado su pseudónimo, fue entrevistado por un medio digital sobre su citado artículo para Cultura del apocalipsis. “Sigo oyendo hablar de mi texto para Cultura del apocalipsis, pero pienso que aquel texto era más sobre cómo la sociedad estaba degradándose en su totalidad […] los programas de telerrealidad todavía no habían comenzado, pero estaban todos esos talkshows a los que la gente iba a regodearse en su propia mala conducta.” Para McDonell, “la sociedad, en su totalidad, era tan degradante como la pornografía, si no más”: “Con todos estos programas de telerrealidad, con toda esta gente que se expone para atraer la atención, mi sensación es que una parte considerable de la industria del entretenimiento es una industria de la degradación, el impulso por atraer la atención lleva a la gente a degradarse y hay una enorme red que lo permite y que se beneficia de ello.”
Cuando McDonell reflexionaba así, el soporte tecnológico de las películas pornográficas que debía ver para su posterior reseña era el VHS. No es casualidad que quienes conocen su texto para Cultura del apocalipsis vuelvan a él en tiempos de Internet, plataformas de contenido y redes sociales. Lo que se consideraba entonces “duro” se enmarcaba dentro de un pretexto argumental (porque no puede llamárselo historia). Hoy la pornografía en Internet son clips de vídeo en portales, a menudo con prácticas mucho más extremas que lo que se consideraba “extremo” en el momento en que McDonell escribía sus reseñas. Este mismo año se han llevado titulares dos mujeres británicas que han tenido sexo en un mismo día con 100 y 1000 hombres, respectivamente. Como recogía una reciente crónica de la última conferencia Xbiz en Ámsterdam en The Guardian, los títulos de los vídeos que circulan por internet hablan sin tapujos de asfixia, incesto o misoginia: “Extreme throat fuck, no mercy for her throat, huge bulge”, “Stepdaddy fucked my virgin asshole on my boyfriend’s birthday”, “She loves being used like meat”.
¿Qué decir de la reflexión posterior de McDonell? Síntoma –más que signo– de los tiempos: todo tiene que ser mucho más rápido y mucho más intenso. La ketamina y el fentanilo son las drogas de esta época –quizá pronto llamadas a ser sustituidas por los nitazenos, como está ocurriendo en Estonia–, las artes marciales mixtas (MMA), su deporte, las redes sociales en vídeo, su medio de comunicación. No hay erotismo, sólo porno duro. No hay exploración en el consumo de sustancias psicoactivas, sólo evasión. Como dijo el Mayakovski futurista, nuestro dios es la velocidad. No importa adónde nos dirigimos –nos dirigimos en verdad al abismo–, lo importante es hacerlo a toda prisa.
“El canibalismo del mundo digital se ha normalizado tanto que hemos creado una clase de celebridades que tienen por toda meta ser consumidas en público”, escribe Oliver Bateman
Hay gente –si yo los he visto, tú también– que ve series de televisión y escucha podcasts a 1.5x. Como ha escrito Yasha Levine, “el espectáculo se ha vuelto demasiado denso, demasiado saturado, las oscuras energías psíquicas que circulan a través suyo se han vuelto demasiado poderosas y circulan a demasiada velocidad”. Un público habituado a emociones (tan y cada vez más) fuertes no es muy diferente al cuarteto de sádicos protagonista de Los 120 días de Sodoma de Sade, cuya satisfacción, espoleada por la fantasía de un control completo, exige de una mayor violencia hacia su objeto de deseo hasta culminar en su destrucción. Quizá no se equivocase del todo aquel personaje de La calle Great Jones cuando afirmaba que “toda obra pornográfica nos acerca al fascismo” porque “reduce el elemento humano” y “promueve las reacciones de hormiga.”
Oliver Bateman ha comparado este fenómeno con el canibalismo. “El canibalismo del mundo digital se ha normalizado tanto que hemos creado una clase de celebridades que tienen por toda meta ser consumidas en público”, escribe Bateman, unas celebridades que “no hacen nada” y “no realizan ningún servicio tradicional”, que “existen solamente para ser devoradas por sus seguidores, quienes esperan a su vez ser consumidos cuando les llegue su turno.”
Influencers a puñetazos
El pasado mes de julio se celebró en el Estadio de La Cartuja de Sevilla la quinta edición de La Velada del Año, un evento de boxeo organizado por Ibai Llanos. El combate estrella enfrentó a una 'streamer', Abby, contra la 'TikToker' RoRo. Según los datos publicados por los medios, nada menos que nueve millones de personas vieron el combate, que en YouTube lleva acumuladas, en el momento de escribir estas líneas, más de seis millones de visualizaciones. Desde un punto de vista deportivo, obviamente, el combate entre Abby y RoRo carece por completo de interés: todo el morbo se concentraba en efecto en el enfrentamiento (físico) entre una 'influencer' que representa el “feminismo” y otra que ha venido a simbolizar el movimiento 'tradwife' en España. (La primera definición necesariamente entre comillas porque en 2021 Abby, “un ideal que representa”, según dijo alguien, se mudó a Andorra “para cambiar de aires”, casualmente en el momento en el que había alcanzado el nivel de ingresos que la situaba en el tramo de retención del 40%. En su defensa dijo que no evadía impuestos, sino que los pagaba en otro país, aunque reconocía que era “un poco moralmente cuestionable”. Quizás no sea otro el destino del podcaster radical una vez ha sido integrado en el espectáculo, como ha escrito Evgenia Kovda: “Pronuncias o escribes tu 'mensaje radical', desconectas y te vas a vivir la buena vida que sólo está al alcance de unos pocos.”)
Toda esto es, por supuesto, parte del andamiaje ideológico. ¿Qué sentido tiene forzar un enfrentamiento político al intercambio de golpes en un cuadrilátero y ante las cámaras? Resulta ridículo pretender que estamos ante algo así como la versión feminista de combates históricos marcados por la situación política, como fueron los de Johann Wilhelm Trollmann 'Rukeli' contra Adolf Witt o Muhammad Ali contra George Foreman. Seguramente ésta es la forma que tiene una parte de su público de convencerse a sí misma de que no está participando en un espectáculo de degradación como el arriba descrito y que nada tiene que ver con el boxeo más allá de la apariencia.
Como consecuencia del combate entre Abby y RoRo nos enteramos que los editores de El País consideran impropio de sus páginas las crónicas de boxeo –deporte olímpico desde 1908– o MMA –cuyapopularidade impacto social no es nada desdeñable y no se registra si no se informa de él–, pero el diario informó con todos los detalles de los participantes, la fecha y los precios de las entradas (dos veces).
La idea de enfrentar a dos 'influencers' en un combate de boxeo dista de ser nueva, incluso en la categoría femenina, en la que se han organizado antes combates entre Elle Brooke y Faith Ordway o Astrid Wett y Keeley Colbran, y es considerablemente popular entre los segmentos de edad más jóvenes en los países anglosajones, donde ya se conoce como 'celebrity boxing'. En Rumanía se ha llegado a organizar un crudo combate entre luchadores profesionales de MMA y modelos de OnlyFans. A pesar de todos los artículos elogiando a Ibai –¿y cómo no iban a ser elogiosos si pueden llegar a permitir a sus autores acceder a él y, sobre todo, a su abultada cartera?–, lo cierto es que sus formatos de mayor repercusión tienen muy poco de original: una liga de fútbol, una retransmisión de las campanadas, una velada de boxeo.
En cierta manera, y como ha observado Ryan Zickgraf, nos encontramos ante el triunfo del lowbrow. El truco de prestidigitación ha consistido en hacer pasar esto por nuevo (porque el canal lo es), y, de alguna manera, también “de izquierdas”, y conseguir, además, que todo el mundo lo creyese (o al menos todo el mundo que tiene poder e influencia).
‘Videodrome’ es ahora
Este verano también fue noticia la muerte, el 18 de agosto, de Raphael Gräven, conocido como Jean Pormanove o JP en las redes, a los 46 años, mientras hacía un streaming en Kick, durante un directo de 280 horas (sic).Gräven se sometía en esta plataforma a abusos –desde insultos a violencia física o privación del sueño– a manos de otros ‘streamers’, como Owen “Naruto” Cenazandotti o Safine Hamadi, a cambio de visualizaciones y dinero. El fenómeno había sido denunciado en diciembre por Mediapart, pero ni Kick ni las autoridades francesas tomaron cartas en el asunto hasta la muerte de Gräven.
La noticia llamó la atención porque sacaba a la luz la importación de un fenómeno, el de los ‘trash streamers’ –la violencia psicológica y física hacia otra persona (o hacia uno mismo) a cambio de un donativo–, que hasta la fecha parecía restringido a Europa oriental. La Duma aprobó una ley en julio de 2024 prohibiendo este tipo de contenido en Rusia después de registrar varios casos extremos. Kirill Ziriánov, conocido como VJLink y considerado como inventor del género, ató por ejemplo en el año 2021 durante un directo a otra persona a un radiador y le arrojó petardos para el disfrute de sus espectadores (en 2013 un amigo suyo le hizo saltar los dientes en otro directo de un puñetazo). Un año antes, Stanislav ‘Reeflay’ Reshetnyak acabó con la vida de su novia, Valentina ‘Genialnaya’ Grigoryeva, arrojándole agua y luego dejándola encerrada en un balcón semidesnuda y expuesta a las bajas temperaturas, causándole la muerte por hipotermia y luego retransmitiendo la imagen de su cadáver en el sofá. Estos ‘streamers’, y las capturas de sus acciones, tenían a unos cuantos seguidores en Dvach, una web tipo tablón de imágenes que es el equivalente ruso a 4Chan. Nada de esto está muy lejos del ‘snuff’, sólo que a diferencia de éste, tiene menos de leyenda urbana que de realidad.
Como puede imaginarse, se han escrito unos cuantos artículos y estudios sobre este fenómeno. El fatalismo antropológico –“explotan los sentimientos más bajos del ser humano”– está fuera de lugar: al fin y al cabo, también el altruismo forma parte de esos mismos instintos, y no es ése el contenido que atrae la atención de las audiencias. Quizá la respuesta haya que buscarla en lo que el crítico cultural estadounidense Henry Giroux ha llamado “cultura de la crueldad en el autoritarismo neoliberal”, una ideología que se aviene mal con la ética y lo reduce casi todo a su valor de cambio –citar aquí el conocido pasaje del Manifiesto Comunista sería un lugar demasiado común, pero no fuera de lugar–, estimado en euros, dólares o, ahora también, criptomonedas.
“Relegado a un objeto de desdén por los extremistas de derechas”, escribía Giroux ya en 2015, “el legado de los principios democráticos ahora se marchita bajo un orden social marcado por un endurecimiento de la cultura y la emergencia de un ethos de supervivencia del más fuerte sin precedentes” y que “rechaza cualquier noción de solidaridad y compasión que implique un respeto a los demás.” Para Giroux, “otro ejemplo de la cultura de la crueldad puede observarse en las gramáticas de la violencia de alto voltaje y ninguna ética” y que “ahora se ofrecen como única moneda con un valor duradero para mediar en las relaciones, abordar problemas y ofrecer placer instantáneo en la cultura en general.” Nadie está libre de este tratamiento, ni los aliados internacionales, ni siquiera los aliados en el propio país. Cuando un reportero le transmitió a Donald Trump sus condolencias por la muerte de Charlie Kirk y le preguntó si estaba afectado, esto es lo que contestó el presidente de los Estados Unidos y que merece ser citado en toda su integridad: “Creo que muy bien. Y por cierto, justo ahí, ¿ve todos esos camiones? Hemos comenzado la construcción del nuevo salón de baile de la Casa Blanca, que es algo que se ha estado intentando conseguir, como sabe, por unos 150 años. Y va a ser una maravilla. Una construcción absolutamente magnífica. Acabamos de empezar, para que se haga muy bien. Y será una de las mejores de cualquier parte del mundo, de hecho.”
En medio de toda esta rabia y odio, ¿pueden las sociedades aún ser capaces de reunir empatía?, se preguntaba días atrás Keith Magee. Como teólogo el autor no pasaba del plano moral y la responsabilidad individual –“la empatía no es una cuestión de ingenuidad, es un acto de coraje moral”–, obviando que esta crueldad neoliberal prospera en un caldo de cultivo propicio, el de la atomización social, un proceso del que se benefician grandes corporaciones que median cada vez más relaciones sociales (¿a quién pertenecen las redes “sociales”, las aplicaciones de citas, las plataformas de servicios?). La cuestión, planteada por Giroux y que es aún más válida hoy que hace una década, es “cómo un público abrumadoramente indiferente a la política y con frecuencia paralizado por la necesidad de sobrevivir, y atrapado en el cinismo incapacitante, puede ser sacado de ‘un estado de estupidez inducido’ y llevado a una formación política dispuesta a participar en diversos modos de resistencia, desde las manifestaciones multitudinarias hasta una desobediencia civil prolongada”.
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