Pensamiento
Pablo Batalla: “Hay en la izquierda una cultura muy martirial que entiende que la derrota da la razón”

El escritor Pablo Batalla ha publicado un ensayo sobre la efervescencia del nacionalismo español en el que intenta desentrañar las diferencias que van desde la perspectiva de ‘Cuéntame cómo pasó’ hasta la del ‘Ministerio del Tiempo’.
Pablo Batalla
Pablo Batalla. Foto cedida por Alejandro Nafría.
@jaimebgl
@jaimebgl.bsky.social
19 may 2022 06:00

Aunque sus escritos no son nuevos, en los últimos años se han convertido en textos de referencia para comprender lo que sucede en estos tiempos tan convulsos. Con un ojo siempre mirando al pasado, pero sin perder de vista lo que ocurre en el presente, Pablo Batalla es capaz de analizar los conflictos y fenómenos más importantes de ayer y hoy. En su último libro, Los nuevos odres del nacionalismo español (Trea, 2021), escudriña el auge nacionalista español de los últimos años. Un fenómeno que se aprecia en el aumento de los votos a Vox y en la multiplicación de las juras de banderas por civiles.

Con una prosa afilada y abundante en referencias, Batalla disecciona el fervor patrio pieza por pieza, desde los videojuegos hasta el mundo editorial, pasando por la filosofía de Gustavo Bueno o los programas de Masterchef. Un análisis sugestivo, que mezcla a la perfección las referencias a la alta cultura y la cultura popular, y que es capaz de poner la mirada larga sin perderse ni un detalle de las pequeñas cosas que suceden en nuestro día a día.

Cuando estalló la crisis del 2008, las librerías se llenaron de obras sobre cómo hacerte rico. En los años posteriores, con la crisis enquistada y la precarización del empleo, los libros de autoayuda, sobre cómo ser feliz. En los últimos años hemos presenciado otro auge literario sobre la defensa de la hispanidad con gran éxito de ventas. ¿A qué se debe? ¿Es un síntoma del debilitamiento de la identidad española o una señal de revitalización? ¿El Imperio contraataca?
Contraataca, contraataca. Ese éxito editorial, del que la joya de la Corona es Imperiofobia, de María Elvira Roca Barea, una apología del Imperio español repleta de tergiversaciones y medias verdades, se explica por muchos factores, algunos de ellos internacionales. Hay una desglobalización en marcha cuyo primer estadio será el cuarteado de la globalización en grandes esferas culturales dominadas por una determinada potencia, y de la que hay una expresión supraestructural en el renovado interés en los sustratos culturales de cada sitio. El Partido Comunista Chino, por ejemplo, está en este momento recuperando y reivindicando la tradición confuciana, que antes había perseguido. La reivindicación imperial y la matraca de la leyenda negra que aquí sufrimos forma parte de esto y tampoco es un fenómeno exclusivamente español: ocurre en Gran Bretaña, en Francia, etcétera.

¿En qué consiste?
Es un deslizamiento muy notable hacia ese tipo de posiciones del que la expresión más gráfica es cómo Macron pedía perdón a los argelinos por el colonialismo francés en 2017 y, en fechas más recientes, les llega a decir que deberían agradecer haber sido colonizados por un imperio tan generoso como el francés. Estas habas se cuecen en todas partes, también en España, y tienen que ver con cómo hay perdedores millonarios de la globalización. Cuando escuchamos hablar de los perdedores de la globalización, pensamos en gente que se quedó en paro en antiguas comarcas industriales de las que la industria que las vertebraba fue deslocalizada, este tipo de cosas, pero el diario Abc también es un perdedor de la globalización. Hay todo un conjunto de empresas que eran poderosas, influyentes, en un marco estatal-nacional, pero han pasado a ser irrelevantes en la economía-mundo, y contribuyen a alimentar este auge nacionalista por ese motivo: el nacionalismo es la expresión supraestructural de su deseo de volver a ser poderosas. Por otro lado, cito en un momento dado aquel famoso pasaje de Marx, al inicio de El dieciocho de brumario de Luis Bonaparte: cuando los hombres se disponen a hacer una revolución, temerosos de pronto, convocan en su auxilio espectros del pasado. Hoy hay un magma variopinto de fuerzas que quieren hacer, que están de hecho haciendo, una revolución contra el Estado del bienestar y los derechos civiles, y convocan en su auxilio los espectros de los Tercios de Flandes, de los conquistadores de América o las mesnadas de la Reconquista. Vox empezó una campaña para las elecciones generales en Covadonga, con Abascal dando su mitin debajo de la musculosa estatua de don Pelayo que hay allá. Quieren hacer una reconquista y convocan en su auxilio a los fantasmas del Medievo. Pero insisto: todo forma parte de una oleada mundial; no es algo que pase solo en España, como tendemos a pensar dentro de una especie de nacionalismo inverso que nos hace creer que somos especiales, aunque sea para mal. No lo somos.

Todas las derechas europeas han abrazado una visión particular del nacionalismo. Con mayor o menor énfasis todas han querido abrazar símbolos, himnos y valores para objetivos políticos concretos (electorales) o generales (apropiarse de la bandera). ¿Qué tiene de distinta nuestra derecha histórica? ¿Es la concepción y el uso del “imperio”? ¿“El imperio hace España” y no al revés?
Lo de que el Imperio hace a España es una cosa muy de Gustavo Bueno y sus discípulos, uno de los éxitos de la última década de los que hablo en el libro. De Bueno, muerto en 2016, se está reeditando la obra completa, y sus discípulos, sobre todo Pedro Insua, también están conociendo un gran éxito para sus propios libros. Bueno hace, sobre todo en España frente a Europa y España no es un mito, una defensa filosófica de España y del Imperio con algunos puntos muy originales, que bebe mucho del mundo de Falange, en el que Bueno se cría y se forma. Uno es ese: Bueno dice que España es una nación, faltaría más; una de las naciones canónicas, pero que su identidad fundamental estriba, no en ser nación, sino en ser imperio. Aspira a serlo, llega a decir, ya en Covadonga, donde los astures se alzan contra el islam acariciando la idea —el ortograma, en el vocabulario de Bueno—, no de meramente reconquistar el reino visigodo, sino de recubrir al islam en todo el globo. En 1492, dice, Colón llega a América, no en busca de especias, sino de una vía para asaltar al Turco por la espalda. Y a partir de ahí se construye un imperio que es, no un imperio depredador, sino un imperio generador, civilizador, en el que esa misión civilizatoria es la argamasa que une y el crisol que refunde las distintas naciones étnicas que conforman España. Si España no es o no aspira a ser Imperio, si se ensimisma, está amenazada de disgregación y muerte; la independencia de Cuba o Puerto Rico prefiguran la de Cataluña o el País Vasco. Y para evitar esa disgregación, España tiene que volver a constituirse en Imperio, en alguna clase de Imperio; en cabeza de un proyecto mundial opuesto al protestantismo y al islam.

Una ideología que quiera evangelizar a las masas necesita ser eficaz en tres niveles, necesita a Bueno y a Manolo el del Bombo y el término medio de Arturo Pérez-Reverte

La derecha española profesa dos religiones: la religiosa propiamente dicha (el catolicismo) y la secular, el nacionalismo, que vehicula toda tu obra. “Ser católico por ser español y serlo únicamente a la española” escribes. ¿Estas dos ramas confluyen en el nacional-catolicismo, seña identitaria de la derecha española?
El nacionalismo, efectivamente, es una de las religiones seculares que, en la edad contemporánea, vienen a llenar el hueco que deja la religión propiamente dicha cuando se retrae y a proporcionarnos un nuevo repertorio de dioses, profetas, textos sagrados, mandamientos, sacramentos, liturgias, herejes e infieles a los que odiar, un sentido de trascendencia… Y, en un primer momento, la religión propiamente dicha lo combate. Los absolutistas que vitorean a Fernando VII le gritan: “¡Muera la nación!”. La palabra nación está cargada entonces de las mismas connotaciones pavorosas que luego va a tener revolución; las élites del Antiguo Régimen la temen como una fuerza democratizadora, igualitaria, que amenaza sus privilegios y el orden tradicional. Pero andando el tiempo se acaba produciendo una de esas situaciones tipo si no puedes con tus enemigos, únete a ellos y ahí es donde nace el nacionalcatolicismo; pacto entre una casta vieja que aprende que las energías nuevas de la modernidad pueden encauzarse y ponerse al servicio del orden tradicional y una casta nueva que ya no hace la revolución, sino que la teme, y que en el oropel del orden tradicional ha pasado a ver un refuerzo posible de su poder. Sacralizar lo nacional y nacionalizar lo sagrado: banderas en las iglesias, en las procesiones de Semana Santa, etcétera. Salvando distancias, es un juego muy parecido a esa alianza que vemos hoy entre el millonariado neoliberal y ciertos movimientos ultrarreligiosos: vosotros santificáis el lucro y nos proporcionáis los despliegues y las simpatías de masas que nuestra utopía ultraliberal, por sí sola, no puede tener y nosotros os proporcionamos altavoces, dinero y conquistas como la abolición del aborto, sabiendo que nuestras hijas siempre van a poder abortar cómodamente.

Extrema derecha
Fundamentalismo católico El momento dulce de El Yunque en España
El fundamentalismo católico vive un buen momento en España. La Iglesia católica ha parado las denuncias sobre su infiltración entre sus fieles, ha ganado espacio en los medios de comunicación y Vox representa la culminación de su programa político.


En el libro mencionas que la necesidad que toda ideología tiene de propagarse debe contar con teólogos, misioneros y catequistas. ¿Qué papel juegan estos tres roles en la derecha española y quiénes los interpretan en la actualidad?
Juego con esa metáfora religiosa, sí. Para propagarse, una religión necesita al santo Tomás de Aquino que escribe treinta páginas incomprensibles sobre la Santísima Trinidad y necesita al san Patricio que tiene la capacidad de condensar la cosmovisión compleja del teólogo en imágenes simples, accesibles, eficaces. El catequista sería el término medio: el que explica a los ya convertidos las verdades de la fe de manera amena. El nacionalismo también juega con esto. Tiene teólogos como —en el caso del español— Gustavo Bueno o María Elvira Roca Barea, apólogos eruditos de la hispanidad, tiene catequistas como los escritores de novela histórica nacionalista, las series de televisión patrióticas o Augusto Ferrer-Dalmau con sus cuadros; y tiene el nivel más simple del lema ocurrente procedente del deporte (“soy español, ¿a qué quieres que te gane?”, ese tipo de frases) que en su sencillez condensa el mismo mensaje que el libro más complejo de un Bueno: ser español no es cualquier cosa. Una ideología que quiera evangelizar a las masas necesita ser eficaz en los tres niveles, necesita a Bueno y a Manolo el del Bombo y el término medio de Arturo Pérez-Reverte, y el español está siendo en este momento tremendamente fértil en los tres.

El momento de cansancio de la izquierda o la desactivación del Procés pueden dar esa sensación, pero no me parece que el régimen del 78 se asiente sobre pilares más sólidos ahora que hace diez años

También hablas del rol que juegan los productos culturales en la difusión de este nacionalismo. Desde Masterchef hasta el Ministerio del Tiempo, productos aparentemente inocentes contienen una carga ideológica muy potente. Uno de los programas que ha congregado a más familias delante del televisor durante décadas es Cuéntame cómo Pasó. ¿Crees que también juega un papel como difusor del relato nacionalista español?
En mi libro diserto sobre la CT, Cultura de la Transición, aquel concepto de Guillem Martínez y otros: la Matrix cañí que determina unas pautas muy concretas para cualquier producto cultural sobre la historia de España que aspire a recibir financiación y parabienes oficiales. La historia de España como una historia amarga, cainita, fratricida, de la que Suárez, el Rey y Carrillo consiguieron sacarnos milagrosamente, propulsándonos hacia la modernidad, y de la que seguiremos fuera a condición de que no toquemos ni una coma del edificio constitucional —y mental— del setenta y ocho. La CT es unidad a toda costa, estabilidad a toda costa, prudencia extrema a toda costa, apoliticismo… Conservadurismo, en suma. El Ministerio del Tiempo es una serie CT clarísimamente: una patrulla de agentes que representan a todas las Españas —la reaccionaria, la progresista y la apolítica— unidas en pos de la sacrosanta estabilidad y contra las aspiraciones revolucionarias, con misiones como salvar a Franco de ser asesinado, porque mejor lo malo conocido que lo bueno por conocer. ¿Cuéntame? La vi durante años, desde que empezó y hasta que iban por el año ochenta y cinco o así, y tengo sentimientos encontrados. En algún sentido es una serie muy CT, pero diría, por lo que recuerdo, que su relato de la Transición, no siendo desde luego crítico con la misma, es menos complaciente, menos rosalegendario, de lo que podría esperarse y de lo que es, desde luego, el de El Ministerio, donde la cosa clama al cielo. De Cuéntame recuerdo ver recogidas cuestiones como el desencanto o el terrorismo de Estado o un capítulo en el que Toni iba a ver a un antiguo compañero de militancia revolucionaria que ahora era un capitoste del PSOE, y que al recibirlo en su despacho medio se disculpaba diciendo algo sobre la larga marcha por las instituciones. Esos chispazos de la mirada ácida de un Chirbes son inimaginables en El Ministerio, donde todo lo relacionado con la Transición es de color de rosa.

¿Cómo interpretan los partidos de la derecha este auge del nacionalismo español? ¿Hay diferencias sustanciales entre PP, Vox y Ciudadanos?
Voy a ser un poco ofensivo y a acordarme de algo que leí en Twitter una vez: en una guerra civil, el de Ciudadanos sería el que te delatase, el de Vox el que te fusilase, y el del PP el que hiciera el papeleo. Hay acentos distintos. Ciudadanos es la cita apócrifa de Churchill, el micrófono de storyteller y la taza de Mr. Wonderful donde Vox es Abascal a caballo en un cortijo andaluz y el PP ese conservadurismo canovista del “orden” y el “como Dios manda”, pero cuando uno mira las secciones de comentarios de los periódicos de derechas descubre que, el noventa por ciento de los comentarios obedece a un mismo perfil de derechista genérico y pedestre sin más ideología que un batiburrillo de autoritarismos y tribalismo rojigualdo. En materia de cómo se relacionan con toda la batería de nuevos productos culturales de la que yo hablo en el libro, desde luego, no hay grandes diferencias: consumen y se entusiasman con los mismos.

Además de los Blas de Lezo o Isabel la Católica, también parece que vivimos un auge de las reivindicaciones de la Transición española. Después del periodo de impugnación del 2011, ¿crees que el relato de la transición está viviendo una segunda juventud?
Creo que no. El momento de cansancio de la izquierda o la desactivación del Procés pueden dar esa sensación, pero no me parece que el régimen del 78 se asiente sobre pilares más sólidos ahora que hace diez años. Vox sigue subiendo sin parar y es un partido que quiere acabar con el régimen del 78, solo que desde el otro lado. Por otra parte, en la izquierda vemos que la decadencia de Unidas Podemos no se traduce en una subida equivalente del PSOE, aunque algo pesque, sino en éxitos históricos para partidos como EH Bildu, el BNG, Más Madrid o, en las últimas elecciones en Castilla y León, Soria Ya y Unión del Pueblo Leonés. Partidos muy distintos, pero que recogen en todos los casos una indignación grande con el sistema vigente. La sociología que dio lugar a Podemos en tanto que partido que impugnaba el régimen del 78 y que demandaba cambios profundos sigue ahí.

Hemos hablado del PP y Vox, pero apenas hemos mencionado al PSOE. ¿Cómo vive el PSOE este auge de lo español? ¿Se le ha entregado a la derecha el imperio y ellos se han quedado con la Transición?
El PSOE es un partido que ha venido resolviendo la ecuación de ser un partido de Estado y de régimen cuyos votos procedían, en gran parte, de gente de izquierda más o menos reluctante a los símbolos nacionales a través del europeísmo. Una especie de agnosticismo nacional: en la Europa unida, usted podrá sentirse español o catalán o europeo y a nosotros nos dará igual; nosotros simplemente nos ocuparemos de proporcionarle un paquete de derechos ciudadanos. El PSOE era un partido en el que era inimaginable que incluso un Felipe González saliera a dar un mitin con una bandera rojigualda gigante detrás, como sí hizo Pedro Sánchez hace unos años. Eso encontró reticencias y no tuvo recorrido, pero ya indicaba una voluntad de acompasarse a este clima nacionalista español en auge. Por otro lado, hemos visto a figuras como Alfonso Guerra o Josep Borrell elogiar, recomendar y presentar a María Elvira Roca Barea, y a Susana Díaz darle la Medalla de Oro de Andalucía. El PSOE es, como les gusta repetir, el partido que más se parece a España; el partido del régimen del 78 por excelencia, y en su seno se dan tensiones que reflejan las del propio régimen en un momento en el que hay fuerzas que quieren romperlo por la izquierda, pero también otras que quieren romperlo por la derecha, en un sentido chovinista y recentralizador.

Me temo que el asunto de las banderas en España es para la izquierda una de esas mantas con las que puedes taparte el pecho o las piernas, pero no las dos cosas: si escoges una bandera te enajenarás unos apoyos y, si escoges la otra, otros

Por las vicisitudes históricas tenemos una izquierda que parece querer avanzar disculpándose por todo lo que, aunque tímidamente, hace por sacar leyes, programas y derechos. Por el contrario, tenemos una derecha que no pide perdón, como Marta Sánchez en su himno que parafraseas al comenzar el libro. ¿A qué se debe esto?
La izquierda es de por sí más autocrítica que la derecha; es nuestra gran virtud y, a la vez, nuestra gran debilidad. No es que no haya izquierdas muy fanáticas, desde luego, pero la tendencia global es esa. Con esa pregunta me hacéis acordarme de un apunte que hacía César Rendueles hace tiempo: la construcción de cada kilómetro de AVE ha costado de media dieciocho millones de euros; el coste medio de cada kilómetro de autovía es más de seis millones; y nosotros seguimos sin atrevernos a proponer proyectos sociales equivalentes a apenas unos centenares de kilómetros de vías o de asfalto. Supongo que nos hemos llegado a creer aquel mantra thatcherista del there is no alternative: no hay alternativa al neoliberalismo y todo lo que podemos hacer es suplicarle migajas de caridad; no proclamar una alternativa completa.

También hay en la izquierda una cultura muy martirial que entiende que la derrota da la razón; que el martirio santifica. Nos gusta perder y nos incomoda la victoria; sentimos que algo raro pasa, que algo mal habremos hecho, si ganamos. En algún sentido, la izquierda es heredera y continuadora del cristianismo, aunque lo rechace, mucho más que la derecha, que lo reivindica.

En el libro mencionas el uso que hace la derecha de la rojigualda en oposición a banderas como la LGTBI. Viendo esto, ¿es resignificable la bandera de España? ¿La única oportunidad de la izquierda de ganar pasa por resignificar estos símbolos?
Es un debate interesante, en el marco del cual se han dicho cosas con mucho optimismo que la realidad se ha encargado de demostrar luego que al cocer menguaban. Lo vimos con Podemos, un partido que nació haciendo esa reivindicación: hay que hablar de patria y hay que apropiarse de la bandera rojigualda. Los fundadores del partido venían muy fascinados por lo que habían conocido en Iberoamérica, donde las izquierdas hacen esa defensa vigorosa de la patria y ondean con pasión sus símbolos. Pero creo que no calibraron bien que Iberoamérica y Europa son contextos muy distintos. Allá las mitologías y los imaginarios nacionales están asociados a revoluciones republicanas hasta un punto que llega a poner en aprietos a las dictaduras del continente. Aquí en Europa, las mitologías nacionales van asociadas a la construcción de imperios, a la edificación de monarquías absolutas y a limpiezas étnicas: todos los países europeos han hecho una en algún momento de su historia; acá la hicimos con los judíos y los moriscos. Y no es que no haya nada rescatable en la historia nacional, pero aquí somos nosotros los que tenemos que hacer el esfuerzo de empujar la mitología nacionalista en el sentido contrario al que le dicta su inercia. La derecha agarra la rojigualda y la ondea sin necesidad de explicar nada; todo el mundo entiende las connotaciones de la cosa. Nosotros sí tenemos que hacer una larga explicación. Y tampoco creo que, cuando esos intentos de resignificación se han hecho, hayamos atraído mucho voto, como se decía que sucedería, sucediendo sin embargo que se enfadaba a muchos votantes naturales que rechazan vigorosamente la rojigualda. Me temo que el asunto de las banderas en España es para la izquierda una de esas mantas con las que puedes taparte el pecho o las piernas, pero no las dos cosas: si escoges una bandera te enajenarás unos apoyos y, si escoges la otra, otros. Y quizás lo que nos toque sea aquello de que, si no te gusta la pregunta, cambia de conversación. Si las banderas son un problema, no hablemos de banderas, no las ondeemos, digamos que nuestra bandera es la justicia social. El PSOE siempre lo ha hecho muy bien, como comentaba antes.

Los símbolos para ser políticos tienen que englobar y excluir. Si son ganadores englobarán a muchos y dejarán fuera a unos pocos. ¿Es posible encontrar en España símbolos o ritos nacionales que aglutinen a todos los españoles y que no sean de parte?
Estaba Chiquito de la Calzada, pero se nos fue, y nos quedan las croquetas (risas). No sé si hay símbolos que nos aglutinen a todos. Pero me pregunto si es tan necesario que los haya; si esos símbolos que aglutinen son la obligación imperiosa que creemos que es. Puede que lo sean, no lo sé. Pero, si no los hay, no los podemos inventar. Con esos mimbres de diversidad simbólica tenemos que hacer el cesto, y creo que puede hacerse. En política, todo arde si le aplicas la chispa adecuada. Pienso también que a veces pecamos de un cierto clasismo: el pueblo como una masa borreguil a la que nos meteremos en el bolsillo si le ondeamos delante el trapo adecuado. Quizá la cosa no vaya de ondear el trapo adecuado, sino de defender con energía y credibilidad un proyecto de transformación social atractivo, y si lo hacemos, las banderas quizá den igual; que cada cual ondee la suya, nosotros la de ninguno y nos vaya bien igualmente.

Al final del libro comentas cómo desde el franquismo hasta Campofrío se ha resaltado “la alegría de España”, refiriéndose al carácter y la idiosincrasia nacional. En este país tan “alegre”, ¿tiene oportunidad de triunfar una ultraderecha que siempre parece estar enfadada? ¿Puede ser esta alegría repolitizable para la izquierda?
Los lemas de aquellos anuncios de Campofrío decían frases como “que nada ni nadie nos quite nuestra manera de disfrutar de la vida” y apelaban al orgullo de ser español de una manera muy herderiana, muy esencialista: los españoles somos alegres, fiesteros, efusivos, apasionados, hablamos alto, etcétera. Y Europa no nos comprende y nos quiere mal. Spain is different. El franquismo, sobre todo el tardofranquismo, el del desarrollismo y el turismo, jugó mucho con esa ideal. Siempre fue una estupidez. España, lo insisto mucho, no es un país especial y tampoco lo es en esto del carácter. Hay españoles alegres y españoles tan taciturnos como un cineasta sueco y tan españoles son los segundos como los primeros. Lo que sí que es probablemente cierto es que un movimiento político, en España y en cualquier parte, necesita movilizar entusiasmos alegres para triunfar, y no solo el entusiasmo del cabreo. Pero la ultraderecha, la española y la mundial, están sabiendo combinar las dos cosas. Hay cabreo, pero también un jugar muy bien con el mensaje de “la izquierda te suelta sermones, la izquierda no te deja vivir tu vida tranquilo, nosotros te dejaremos gozar de la vida como quieras”. Hay un lema trumpista que es algo así como I just want to grill my steak and drive my car. Déjeme usted asar mis costillas, conducir mi todoterreno hipercontaminante y soltar los piropos a las señoras. Aquello de Aznar: “¿Y quién le ha dicho a usted que yo quiero que conduzcan por mí?”.

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