Opinión
            
            
           
           
           
           
Greta, Isabel y Jane: tres mujeres y dos formas de estar en el mundo
           
        
         
A la memoria de Jane Goodall.
En el documental Jane (2017), nuestra querida etóloga contaba que tras la muerte de Flo, la comunidad de chimpancés empezó a dividirse. Una parte del grupo se trasladó a la zona sur del área de distribución por la que deambulaban. Y al separarse, perdieron el derecho a ser tratados como miembros de la comunidad y se convirtieron en extraños. «Nuestro mundo idílico, nuestro pequeño paraíso, se había trastocado por completo», contaba Goodall. Los chimpancés, antes aparentemente pacíficos, se embarcaron en una especie de guerra primitiva y todos los que se separaron trasladándose al sur fueron aniquilados. Jane cuyo trabajo orbitó durante tanto tiempo en demostrar que nuestros primos son capaces de sentir emociones que llamamos humanas —Jane pionera en redefinir el concepto de humanidad— concluyó en ese momento que nuestras guerras —y yo añadiré nuestra xenofobia—tienen raíces profundamente biológicas.
El trabajo de Jane irrumpió en la etología para bajarnos del pedestal de nuestra soberbia de especie y para hermanarnos, en el amor, la alegría, el juego, la envidia, la tristeza, el duelo, la rabia, el odio y la violencia con nuestros parientes: los chimpancés. Su trabajo fue decisivo y marcó un punto de inflexión en la historia de la ciencia, pero sobre todo marcó un sentido, un rumbo y una forma de ser y estar que rigió su vida hasta el final. Esta mujer se dedicó durante años y años a recorrer el mundo entero defendiendo la necesidad de conservar la biodiversidad. Su figura —tan pequeña y quebradiza como el peso de casi un siglo sobre sus huesos, y tan alta como las alas infatigables de su idealismo— se convirtió en un símbolo de amor y defensa de los otros seres vivos y de esta tierra viviente.
Jane falleció el 1 de octubre. Al día siguiente, los cuarenta y dos barcos de la Global Sumud Flotilla que habían logrado aproximarse a las costas de Gaza fueron interceptados por Israel en aguas internacionales. Los 462 voluntarios que navegaban en la flotilla fueron arrestados y conducidos a una cárcel de alta seguridad en Israel. Entre ellos estaba Greta Thunberg.
El pasado 7 de octubre, cuando, por segunda vez, el gobierno de Israel deportó a Greta y la prensa la abordó en el aeropuerto de Atenas, con las mejillas sonrosadas y furia en la voz, hizo el siguiente alegato: «Podría hablar durante mucho, mucho tiempo sobre el maltrato y los abusos que los soldados israelíes nos infligieron cuando nos encarcelaron. Pero esa no es la historia, lo que pasó es que Israel, mientras tanto ha continuado empeorando y escalando su genocidio e intentando borrar del todo a una población, a una nación entera frente a nuestros propios ojos.(…) No, no somos héroes. Estamos haciendo lo mínimo. Lo que estamos haciendo no es de ninguna manera ir al rescate del pueblo palestino. Lo que estamos haciendo es escuchar y actuar en consecuencia con su llamada. Somos personas de todo el mundo que se ponen en acción para poner fin a nuestra complicidad. Para utilizar nuestros privilegios, nuestras plataformas y tomar una postura en contra de esto que es, en todos los sentidos, injustificable».
Si entras en el perfil de Instagram de Greta se presenta a sí misma como autista, bipolar y activista por la justicia climática, una honesta declaración de fragilidad y vulnerabilidad
Si entras en el perfil de Instagram de Greta se presenta a sí misma como autista, bipolar y activista por la justicia climática, una honesta declaración de fragilidad y vulnerabilidad. Greta ya no es la adolescente de 15 años que catalizó un movimiento juvenil de lucha por el clima, se ha convertido en una joven adulta idealista y comprometida que ha comprendido que no hay luchas climáticas que no estén íntimamente relacionadas con la salvaguarda y defensa de los derechos humanos. Como Jane, Greta encarna la paz con el planeta y la defensa de un mundo más justo y seguro.
Pero ahora volvamos a la Asamblea de Madrid, y detengámonos el 2 de octubre en una Ayuso sardónica que hacía mofa de la flotilla con estas palabras: «Si la Asamblea de la facultad flotante creyera que Israel es genocida, que es un estado genocida no hubieran aparecido por ahí ni locos, —y remarcó— ni locos. Pero ya se han dado el baño y a partir de ahora subvenciones para sus chiringuitos, para el teatro, para el cine. Ya se han hecho su agosto…» Y así sigue su chirigota hasta terminar en un quiebro de dramatizada incoherencia, concluyendo: «quien con Bildu se acuesta, secuestrado se levanta». Todo esto con ese gesto chulesco que siempre la acompaña; ese desprecio por los derechos humanos revestido de islamofobia y aporofobia; y ese aplomo que le da el insulto, el mal gesto, el mal verbo, la sorna y las continuas faltas de respeto.
Aunque en las formas de Ayuso hay una declaración de intenciones que habla de su forma de ser y estar, sería una conclusión apresurada pensar que es solo la inexistencia de un manual de buenas maneras o la impostura del matón que entre los giros del escarnio crece y se hace popular. Pero no, no es solo eso. Ella representa un mundo que pugna por revertirse hacia dentro, por apretarse, por amurallarse. Un mundo a la defensiva sumido en la negación del cambio climático y, por supuesto, de la translimitación planetaria del capitalismo. Para explicarlo, que mejor que recurrir a las declaraciones de Trump al retirarse de los acuerdos de París: «Nosotros los estadounidenses no pertenecemos a la misma Tierra que vosotros. ¡La vuestra puede estar amenazada, la nuestra jamás lo estará!» Una declaración que encapsula el germen de la ideología ultra que comparten Trump y Ayuso. Una ideología de la insolidaridad ante las enormes implicaciones que tiene la quiebra de los ecosistemas terrestres y del termostato del planeta y que ya se manifiesta en miles y miles de conflictos socioambientales que se multiplican por todo el globo. Conflictos que suponen de facto la expulsión y el desarraigo para millones de personas en lo que con toda probabilidad es y será la diáspora más dolorosa, casi inconmensurable, que jamás habrá experimentado la humanidad.
La primera de las consecuencias de un Sistema Terrestre desestabilizado es la pérdida de geografías viables —de espacio vital— y esto recorre el globo como un latigazo omnipresente
El suelo bajo nuestros pies y las certezas se desintegran. El cambio climático, la contaminación, la pérdida de biodiversidad son los primeros migrantes que asaltan nuestras fronteras. Se disfrazan de barrancada o de incendio de sexta generación, se cuelan en nuestros análisis clínicos, nos arruinan las cosechas, nos obligan a renunciar al aceite de oliva, a contratar seguros más caros y abandonar nuestras casas y nuestros pueblos. La primera de las consecuencias de un Sistema Terrestre desestabilizado es la pérdida de geografías viables —de espacio vital— y esto recorre el globo como un latigazo omnipresente.
Bruno Latour lo resumía así, cuando afirmaba «que nuestra única salida es descubrir entre todos qué territorio es habitable y con quién compartirlo. La (…) otra alternativa consiste en hacer como si nada y prolongar, protegiéndose detrás de una muralla, el sueño americano, sueño del que ya sabemos que nueve o diez mil millones de humanos no disfrutarán». A la cita de Latour añado una tercera alternativa: la de un mundo supremacista de guerras imperialistas que reclama para sí el espacio del otro mediante el exilio, el dolor y los cadáveres. No cabe duda de que Greta, Jane y su antagónica Isabel reúnen esas formas de concebir nuestro presente y nuestro futuro. Un mundo solidario inserto en los límites de la biosfera en el que quepamos todos o un mundo insolidario, gobernado por el miedo y la xenofobia, avaro y atrapado en la máquina del crecimiento económico y en un perverso “pan para hoy y hambre para mañana”. Isabel Ayuso y los Trumps de este mundo representan la negación y consiguientemente la incapacidad de resolver los problemas de fondo, pero también son los que garantizan las plusvalías de —algunos— de los más poderosos abandonando a sus votantes a su suerte.
No obstante, es interesante terminar de dibujar el retrato y entrar en esa dimensión personal que se desprende del trabajo, el ahínco, los gestos y las palabras. Dos maneras de comunicar y ser que impregnan el espíritu de nuestro tiempo y encarnan dos tendencias contrapuestas. Así tenemos el malismo de Ayuso, el alarde público de actos o deseos tradicionalmente condenables con el que continuamente nos obsequia. Una especie de teatro de la mala educación, en la que caben los insultos y las ofensas, pero sobre todo la ausencia de misericordia y ese odio al débil, al inmigrante, al diferente. Y luego está la palabra cristalina y viva, como su ejemplo vital, de Greta Thunberg y Jane Goodall, ambas obstinadas. El de Greta un discurso emocionante y emocionado, que sale desde sus tripas, desde esa convicción que desprenden los justos. Y la palabra de Jane que reverberaba en la sala envuelta en su calma con sus historias, su vida, su ejemplo, su conocimiento y su profunda compasión.
A Greta y a sus compañeros no les bastó con subirse en el Madleen en junio del 2025, llegar a las costas de Gaza, que el ejército de Israel los rociara con gas y los apresaran. No les bastó, volvieron a embarcar el 31 de agosto, en la Global Sumud Flotilla. Esa flotilla —de la que tanto se burlaron— conformada por decenas de barcos y centenares de personas organizadas en uno de los hitos internacionales de desobediencia civil pacífica más extraordinario de la historia del siglo XXI. Un acto de dignidad que pretendía poner en evidencia el bloqueo de ayuda humanitaria y la impunidad de Israel. Los del nihilismo y la chanza fácil, dicen que no sirvió para nada, pero ¿quién puede medir el efecto llamada del aleteo de una mariposa?
En contrapunto, de Isabel nos quedará esa necropolítica dolorosamente anclada a la memoria de los 7291 ancianos que murieron, solos y abandonados, en las residencias durante la pandemia
A pesar de que estaba advertida, Greta regresó a las costas de Gaza. Y cumplieron su palabra: la golpearon, la arrastraron por el suelo y la hicieron arrodillarse y besar la bandera de Israel. Hizo caso omiso y regresó porque, terca, está comprometida con esa cultura de la paz, que en el siglo XXI obligatoriamente abarca la defensa de los derechos humanos y la de un planeta saludable. El corazón de Jane se paró mientras dormía la antevíspera de su siguiente conferencia. Terca activista, dedicó cuatro décadas de su vida, 300 días al año, a la protección de la biodiversidad y de los chimpancés, a la divulgación y a la educación de los niños y la gente joven. Ella también entendió que asegurar unas condiciones de vida dignas a la población humana que convive con los chimpancés, era el paso imprescindible que permitiría garantizar la supervivencia de ambas especies. Insistiré en esto: en nuestra radical ecodependencia, la defensa del planeta y la salvaguarda de los derechos humanos son indisociables.
Recordaremos los 16 años de Greta, abanderada de la justicia intergeneracional, en la sede de la ONU interpelando a los estados por la inacción frente al cambio climático, pidiendo cuentas del futuro. También la recordaremos haciendo suyo el dolor del pueblo palestino. De Jane, la historia nos deja su decisivo trabajo y cientos de conferencias, charlas y entrevistas en las que nos hablaba de empatía, de nuestros hermanos los otros animales y de la importancia de proteger la naturaleza. Para el recuerdo nos quedará su tono de voz pausado y su mirada limpia, a cámara, mientras defendía la necesidad de tener vidas con propósito. En contrapunto, de Isabel nos quedará esa necropolítica dolorosamente anclada a la memoria de los 7291 ancianos que murieron, solos y abandonados, en las residencias durante la pandemia, el menoscabo de la atención primaria y la estocada mortal a la universidad pública. Y, como un mal chiste, quedará para la historia su cinismo, el chascarrillo y el insulto condensado en un «me gusta la fruta».
Tras la Dana en Valencia muchos aprendimos lo que significaba el consorcio de seguros: un esfuerzo solidario, mutualista, universal y proyectado hacia el futuro que permite sufragar daños extraordinarios cuando y para quien lo necesite. Del mismo modo, el único porvenir posible que nos aleja de la barbarie ha de ser el de una humanidad que se conciba dentro —y no fuera ni sobre— la biosfera. Una humanidad hermanada entre sí, con el resto de seres vivos y con las generaciones venideras, en un empeño conjunto de apoyo mutuo y solidaridad internacional. Y, como las palabras moldean nuestra realidad, esto solo se puede construir en el lenguaje de la paz, la bondad, el amor y la concordia.
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