Opinión
El Himno de la Alegría y una música inquietante

Macron ha conseguido contener a la extrema derecha pero ha perdido 1,5 millones de votos. Los “valores” de la Unión Europea siguen siendo una amalgama difusa de ideas que no presentan una alternativa real a los discursos ultras.
Emmanuel Macron 1
Emmanuel Macron, tras su victoria de 2017. Embajada francesa en Estados Unidos.
Pablo Elorduy
25 abr 2022 13:41

Por tercera vez en este siglo, el electorado francés dijo no a la familia Le Pen y a su proyecto de extrema derecha. Respiraron aliviadas las principales instituciones europeas. Macron, cuya aparición ante las cámaras en la noche electoral volvió a estar, como en 2017, acompañada del Himno de la Alegría, sinfonía simbólica de la Unión Europea, representa la estabilidad para un proyecto que se consolida en la práctica pero que no termina de generar un relato afectivo verosímil y que, de hecho, cuando lo busca, tiende a utilizar las mismas herramientas que su aparentemente principal adversario. 

El miedo al otro se ha convertido en un motor de atracción del electorado, también entre quienes se proponen conservar el habitual estado de cosas. Poco importa si en los días electorales señalados ese “otro” es la extrema derecha o si, en la rutina del ejercicio del poder, el “otro” es inadaptado y recurrentemente pobre: el resultado es que la política se concibe en torno a esas dinámicas de exclusión.

Anoche tocaba la reivindicación de una Europa feliz, integradora y fetén. Macron emitió un mensaje de concordia, una serie de guiños a una Francia plural y resueltamente antifascista. Pero su primera experiencia en el Eliseo muestra cómo esa búsqueda del enemigo interior, en el caso de Francia el “islamismo radical” o los Chalecos Amarillos, acerca cada día la victoria de la extrema derecha. En los ocho puntos de diferencia que Le Pen ha recortado en el periodo desde 2017 hay una serie de mensajes. La extrema derecha ha conseguido su mejor resultado de siempre. Trece millones de franceses han apoyado a Agrupación Nacional. Son dos millones y medio más que hace cinco años. La insistencia de los análisis en que estas elecciones han permitido a Le Pen romper el techo o el cordón sanitario que impide que Agrupación Nacional sea partido de Gobierno apunta en esas dos direcciones: la extrema derecha parece menos fiera y los partidos de Gobierno parecen progresivamente más fieros en su lógica de la exclusión.

La alianza económica e ideológica de Marine Le Pen con Vladimir Putin no ha tenido efecto alguno sobre los resultados

La desafección no ha sido el factor determinante en las elecciones francesas —lo ha sido el afán de las sociedades europeas de estabilizarse— pero marca una vía que tiene ecos en una Unión Europea en pie de guerra. La alianza económica e ideológica de Marine Le Pen con Vladimir Putin no ha tenido efecto alguno sobre los resultados. Le Pen apenas ha sentido el castigo por su relación con los oligarcas rusos y tampoco por enarbolar un programa que, adaptado al marco francés, se asemeja al de Rusia Unida: la recuperación del “orgullo nacional” supuestamente humillado por la globalización y el liberalismo (que en España se adapta como “consenso progre”) es el leit motiv de su relato.

El mensaje es amenazante: aunque la UE se esfuerza en presentar sus valores como completamente opuestos a la autocracia criminal del enemigo del Kremlin, cuatro de cada diez votantes franceses aprueban esos valores. Dado que Le Pen ha rebajado —como toda la extrema derecha europea— su escepticismo respecto a la UE y que tras el Brexit la salida de la Unión no parece ya una opción en ninguno de los países miembro, el mensaje es inquietante: la UE podrá seguir existiendo con un ramillete de partidos ultra a los mandos (y, de hecho, la estructura de gobernanza europea favorece la progresiva reducción de la democracia hasta su virtual desaparición).

Frente a eso, el partido de Macron, novedoso en cuanto apareció como una start up a medio camino entre la derecha tradicional francesa y la socialdemocracia, no ha conseguido aportar sino el escueto mensaje de que se puede detener la llegada de la extrema derecha asumiendo sus postulados en materia de Interior. El Macron entre un Himno de la Alegría y otro aplicó la política de mano dura respecto a la protesta, acuñó la expresión del “separatismo islamista” para profundizar en el miedo al otro, y basó su proyecto en la protección de los millonarios. Eso favoreció que Le Pen optase a llenar ese espacio de reacción contra las élites que la extrema derecha global ha visto como un nicho desde la crisis de 2008. 

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Francia ha evitado mirar hacia el abismo, ha elegido el mal menor o, según se mire, la misma mierda de siempre. Algo en el discurso de anoche de Macron reconocía ese hecho: el miedo a la ultraderecha es un acicate, qué duda cabe, para optar por la vía del extremo centro. La desafección, sin embargo, se observa con más rotundidad a medida que se desarrollan los procesos electorales después del covid. La polarización en torno a las medidas de confinamiento han aumentado las filas de quienes quieren mirar cómo arde todo. La buena noticia para Macron y las instituciones europeas es que no menguan tan rápidamente las filas de quienes quieren conservar, en la medida de lo posible, la precaria estabilidad del momento. Aún así, Macron ha obtenido un millón y medio de votos menos que en 2017. Ha aumentado la abstención y se mantiene una bolsa de tres millones de votos blancos y nulos, una consecuencia lógica del sistema presidencialista francés.

El mensaje atravesó los Pirineos, aunque es mucho decir que atravesara los Alpes. Italia es otra historia, como lo es, en un sentido diferente Alemania. En clave española, el resultado de Macron es una magnífica noticia para Pedro Sánchez, que comparte con el político de Amiens el haberse convertido en breve espacio de tiempo en un mandatario con mucha mejor proyección internacional que apoyos en política doméstica. 

El escándalo Pegasus —el “catalangate”— es una muestra de esa acción contra el enemigo interior que dirige la política realmente existente en la Unión Europea. Cambian los objetivos —no es separarismo islamista sino separatismo catalán— pero la lógica es la misma: construir la acción política en base a un enemigo aumenta las posibilidades electorales de la extrema derecha. El uso y abuso del autoritarismo en el ejercicio del poder es la condición de partida para que lo que hoy resulta intolerable sea posible en corto espacio de tiempo.

Durante unos minutos suena el Himno de la Alegría y se multiplican los suspiros de alivio. La extrema derecha sigue fuera de la segunda potencia política europea y eso es una especie de garantía de que aquí lo tendrá también difícil. Pero cuando terminen los compases de la novena sinfonía de Beethoven volverán a desplegarse las mismas políticas de siempre y eso solo ya indica que la victoria de la democracia sobre el autoritarismo no es definitiva, sino que el germen de la desgracia está hace tiempo instalado en la sala de máquinas de los Gobiernos europeos.

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