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Obituario
No es menester
Hoy he tenido que cambiar el agua de las margaritas que me traje a casa el día que te fuiste. Supongo que eso significa que han pasado ya justo los días que se me daban de margen para llorar a ratos este vacío y evitar el tema la mayoría del tiempo.
Si no ordeno aquí todo lo que siento creo que no voy a poder seguir adelante en paz, así que en realidad no sé del todo bien si esto lo hago por ti, por mí o porque el resto conozca todo lo que has significado en mi vida y en la de nuestra familia entera. Te escribo porque fuiste el ejemplo de mujer andaluza luchadora que todos merecían conocer, pero de la que solo unos pocos suertudos pudimos disfrutar.
Siento que he perdido a una referente, a una muy buena amiga y confidente y a la mejor contadora de historias que nunca he conocido. Es una mezcla de desconcierto y pinchazo fuerte que me da en la barriga una y otra vez desde que te has ido. Cuando les cuento que tenías 91 años hay quienes me miran, aún sin pretenderlo, como justificando lo sucedido, maldito mundo adulto que se conforma con todo porque “las cosas son así”. Yo no sé cómo se supone que me tengo que conformar ni quiero desarrollar esa capacidad. Tú nunca llegaste a ser vieja, abuela. Viejo es quien pierde la capacidad de asombro y tú jamás la perdiste. Las cosas no pasaron nunca por delante de ti sin más.
Llegaba a tu casa y se iba la prisa. Se paraba el tiempo y nada de fuera importaba. Me pasaba como a Momo cuando entraba en la casa del maestro Hora en el cuento de Michael Ende. Tú como él, siempre tenías flores y de ti aprendí a admirarlas. El maestro Hora buscaba flores horarias, tú siempre tenías geranios. Geranios rojos, fucsias, de un rosa más suave, alguno blanco… “Abre, abre la persiana que mira qué bonitas están mis macetas”, decías orgullosa.
Mis amistades a menudo sitúan el momento en el que “se politizaron” cuando entraron a la carrera o al salir de ella, en la adolescencia tardía, a partir de algún movimiento social o discurso que les ilusionara en especial. Yo, si miro atrás, creo que me politicé mucho antes. Me politicé cuando compartíamos habitación en verano en la playa y me desvelaba con tus pesadillas. No se olvida si de niña ves a tu abuela llorar dormida gritando -“¡Mamá!”-. ¿Una abuela necesita llamar también a su madre? Para mí aquello no tenía sentido. “Son pesadillas de la guerra”, me explicaba mamá cuando le preguntaba a la mañana siguiente.
Me politicé escuchándote contar cómo corrías por aquella carretera de la ciudad que te había visto nacer, en febrero del 37, en La Desbandá agarrando de tus hermanas pequeñas porque mi bisabuela “no podía con todas”
Me politicé escuchándote contar cómo corrías por aquella carretera de la ciudad que te había visto nacer, en febrero del 37, en La Desbandá agarrando de tus hermanas pequeñas porque mi bisabuela “no podía con todas”, te caíste y sangrabas por la nariz y luego tu madre se lamentaba por no haberse dado cuenta de lo que te había pasado hasta que no estabais a salvo. “La pobre, como si aquello fuera lo que importaba en aquel momento”, rematabas. Yo escuchándote pensaba “pobre también tú…”, pero tú jamás quisiste dar pena o mostrarte débil. De hecho, siempre manejabas tus charlas de manera que tus historias tristes nunca duraran demasiado. Resiliencia últimamente es una palabra manida, pero tu manera de mirar a la vida la llenaba de sentido. Tus historias tenían siempre detalles bonitos. Eran historias de guerra, pero siempre señalabas detalles en los que dudo que nadie además de ti se hubiera fijado. Parecido a lo que Alexiévich hace en La guerra no tiene rostro de mujer, pero con tu firma y estilo, que para mí siempre fueron mucho más merecedores de Nobel.
Me politicé escuchándote contar orgullosa el día en que quedasteis las cinco hermanas para ir a La Macarena a pisotear la tumba de Queipo de Llano. Escuchándote describirme la emoción de manifestarte por primera vez en tu vida aquel 4 de diciembre y el calor que llenó las calles de nuestra ciudad, Sevilla, ese histórico día. Me politicé escuchando cómo te explotó el termómetro en la mano la noche en la que tenías fiebre y lo apretaste aterrada porque entraron unos guardias civiles a pegarle una paliza a tu padre recién salido de la cárcel “delante de todas”. “Delante de unas niñas, ¿qué clase de personas hacen eso?”, me preguntabas cada vez que se repetía la anécdota. Tus preguntas retóricas siempre me dejaban sin saber qué decir o hacer. “Ya te he contado esto, pero…” y nunca perdían un ápice de fuerza por repetido que estuviera el relato. “Zarandeando” el lamento como siempre, cambiabas el tono rápido y preferías alardear de haber salido intacta de aquel baño químico. Tu moraleja de aquella historia era: “Así que, niña, mentira eso que dicen de que el Mercurio hace mal a la piel”.
“Esas cosas no se olvidan”, decías siempre. Pero, aunque nunca olvidaste y siempre hiciste porque recordáramos, jamás hubo nostalgia en tus relatos, nunca mostraste deseo por volver atrás en el tiempo. Tus anécdotas tenían hambre, dolor, pesadumbre y memoria, pero siempre miraban al frente decididas y dispuestas a recibir lo nuevo que llegara.
Fuiste la abuela más moderna. Me gustaba quedarme a dormir con Leire y Ainara en tu casa porque siempre era una juerga cuando mamá y aita se iban. Nos podíamos acostar más tarde de las doce viendo Menuda noche, cenar pizza ¡y desayunar los trozos que sobraban a la mañana siguiente! Hasta llamar al Telepizza era divertido contigo. A Leire le encantaba chincharte y te liaba a propósito diciéndote otra dirección. Tú te dabas cuenta y le decías, “Mariquilla, como coja el alfiler verás” y ella salía corriendo por el pasillo deseando verte un día hacerlo. Nos poníamos tus zapatillas como quien maneja unos zancos de circo y dormíamos vestidas con las mallas y sudaderas de estampados ochenteros de cuando mamá estaba en el instituto y que guardabas en tu armario. Yo me sentía feliz en aquella fiesta de disfraces y verte en tu sillón, al lado nuestra, pelando tu endivia cruda mientras veíamos la tele me resultaba de lo más exótico. Qué estilo tuviste siempre.
Te pasaste una vida entera admirando y potenciando cualidades en “tu gente” con las que nunca supiste ver que tú misma contabas y que, precisamente si alguno de nosotros las teníamos, era porque las habíamos aprendido de ti
Me sentía muy identificada con tus historias de “hermana mayor”. Sentía esa complicidad de quien entiende lo que es procurar cuidar por encima de todo. Por supuesto, nunca he tenido que hacer ni la mitad de los esfuerzos y sacrificios que tú hiciste, pero me gustaba pensar que teníamos eso en común. Te pasaste una vida entera admirando y potenciando cualidades en “tu gente” con las que nunca supiste ver que tú misma contabas y que, precisamente si alguno de nosotros las teníamos, era porque las habíamos aprendido de ti.
Fui siempre consciente de que tu memoria tenía interés periodístico e histórico para Andalucía, para nuestro país, pero me dio respeto ponerte en la tesitura de tener que contar tus preciadas anécdotas a desconocidos. Demasiadas son las personas que no están dispuestas a escuchar, sino que creen saber qué tienes que decir y se dirigen a ti tan solo buscando ratificar sus ideas. No hubiera soportado verte compartiendo esos trozos de tu vida delante de gente así. Por eso, no sé si por egoísmo o por el respeto y admiración que siempre te he tenido, no quise molestarte para que prestaras tus historias a quien no pudiera valorarlas como se merecían. Yo misma intenté siempre estar a la altura y tampoco sé si lo llegué a lograr alguna vez.
Sé que no te voy a ver más martes, pero aún no sé exactamente cómo se lleva eso. Si vieras que te he escrito esto, sé que me dirías “Anda ya, no es menester”, pero yo sí lo sentía necesario, abuela. Lo único a lo que aspiro ahora, es a ser, siempre, sin importar la edad o la circunstancia, la mitad de auténtica de lo que tú fuiste hasta el final. Con dejar una quinta parte de la luz que tú dejabas a tu paso y que hacía este mundo más llevadero, habré triunfado con creces.
Gracias por cada recuerdo. Te quiero muchísimo.
Nerea