Coronavirus
Infancia, crianza y pandemia: malos tiempos para ser niñx

La infancia es el sur del virus, como ha visibilizado la pandemia de COVID-19: un mundo donde el cuidado no es un valor escogido desde el deseo, y donde la voz infantil es silenciada en virtud de una injusticia epistémica ancestral.

Infancia y coronavirus
Dos niños con un patinete en la plaza del reina Sofía, Madrid. Álvaro Minguito
Profesora de filosofía moral en la Universidad de Granada (España). Colectivos ESPACyOS & FiloLab
21 nov 2020 12:17

Hace poco tiempo leí en un artículo divulgativo cómo un profesor se lamentaba sobre los efectos del confinamiento en los currículos académicos de los progenitores, para criticar el aumento de la brecha de género en el ámbito científico a raíz de la pandemia COVID-19: “Cuando acabe esto los investigadores sin hijos tendrán escritos dos artículos o un capítulo de libro. Los padres, nuestro nombre con macarrones de colores”.

Hacía mucho tiempo que no leía una frase tan fea. Triste y ofensiva, pese a (seguro) las mejores intenciones de su autor. En concreto, la parte fea del mensaje es que ese profesor (padre a la sazón, hemos de entender) se lamente justamente de eso, y que los términos de la vindicación no aparezcan invertidos: las personas que viven el privilegio libremente escogido de cuidar de sus criaturas disfrutarán de tamaño regalo en forma de arte doméstico —en lugar de, tal vez, uno o dos artículos más en su currículo académico que, no nos engañemos, en la mayoría de los casos tampoco van a cambiar el mundo.

Pero no, el mundo no parece un lugar donde las cosas sean así, ¿verdad?

En la base de un mundo como el que tenemos, en la base de su imposibilidad para contemplar el cuidado (escogido, nadie nos obliga ya a tener hijxs) como un delicado, complejo y precioso privilegio humano, debe prevalecer, rugir como un seísmo remoto pero cada vez más cercano, la crítica a este sistema-mundo patriarcal-capitalista en el que habitamos.

Si la niñez pudiera ser abolida, el capitalismo la aboliría. Sin temblarle el pulso. Naceríamos ya adultxs, con la oportuna edad, listxs para producir.

Si la niñez pudiera ser abolida, el capitalismo la aboliría. Sin temblarle el pulso. Naceríamos ya adultxs, con la oportuna edad, listxs para producir. O, como ocurre ahora, mientras eso no sea viable se procura que se note lo menos posible que hay infancia a nuestro alrededor. En cuanto una mujer ha parido (o mejor si no pare, si puede evitarlo, si puede subrogarlo (1) en mujeres menos favorecidas, vientres de alquiler, fábricas para infantes si recordamos tantas clásicas distopías…), se debe notar lo menos posible… en su cuerpo, a su alrededor, en su familia. En su empleo. Guardería a las escasas semanas, insultantemente pocas, de que haya nacido la criatura. Y la mujer, “como nueva”, estupenda y habiendo recuperado la línea como si nada hubiera pasado. Que no haya leche, que no se note en la carne, en el fluido, que ha habido embarazo, parto y acaso lactancia.

Lo que más me duele de aquella frase, tan lesiva universalmente para la infancia y su cuidado, entre otras fealdades, es que sigue transmitiendo de forma acrítica el mensaje de que criar es una carga y lo bueno es investigar y publicar; y que esa carga se acrecienta en confinamiento, porque nosotras, las mujeres y los hombres que participen de ello, perdemos al estar “en casa”, criando más y publicando menos. Y, por desgracia, eso es un hecho constatable en lo financiero: vivimos en un mundo donde, por lo general, la maternidad nos empobrece en términos económicos y de prestigio social. De ello nos estamos ocupando en movimientos feministas sobre la maternidad, como el que aúna PETRA, aunque estas reclamaciones se vengan haciendo ya hace tiempo desde la economía feminista. Y la culpa no es de la maternidad, sino del mundo, de la estructura social, entiéndase. Es como si, cuando la sexualidad oprimía sistemáticamente a las mujeres —y aún lo hace, a menudo—, hubiéramos resuelto que el problema era de la sexualidad misma (y no del patriarcado, entre otros) y que la solución era no practicarla, erradicarla para las mujeres.

Pero ello es otra cuestión y lo que aquí deseamos vindicar es algo de fondo, de estructura: lo que aquí señalamos, denunciamos, es que nunca siquiera se insinúa que esos hombres-padres que no crían, o lo hacen menos, se estén perdiendo también algo grande (sin entrar en el tema de que estén además haciendo dejación de una responsabilidad crucial), en realidad algo mucho más grande; que por esas jornadas enteras dedicadas al empleo remunerado, se están perdiendo algo inmenso. Algo, además, que ya es (o debería ser) elegido en nuestra sociedad, como es generar una criatura humana, no desde el mandato, sino desde el deseo.

No: eso ni se insinúa, ni se atisba. El mundo aún no es un lugar preparado para ello. Ni siquiera, o menos que nunca, en tiempos de pandemia. Un tiempo gutural, encrespado, arisco, que no va a dejar el mundo ileso. El mundo nunca queda ileso, pero ahora menos que nunca.

Claro que hay que reclamar, de una vez por todas, que se financie el cuidado, porque es algo grande, algo insustituible (no, la institucionalización y la externalización del cuidado no son lo mismo), algo radical para el ser humano y su devenir. Si se financia públicamente la ciencia, si se financia escribir un artículo, ¿por qué no el cuidado, en su puridad?

¿Por qué el cuidado no vende, está devaluado, desprestigiado? Más concretamente, aquí, el cuidado de criaturas, de la infancia. Y la casa se quedó sola o lo que es peor o, como mucho, no mejor, ahora con progenitores teniendo que teletrabajar a la vez que coordinan el telecole de sus criaturas, mientras que el día sigue teniendo sus habituales 24 horas, hasta nueva orden.

Como recuerda el filósofo Jordi Carmona: “Los derechos son propiedad de un sujeto, de un sujeto propietario, entre otras cosas, de derechos. En cambio, la obligación se tiene con respecto a alguien o algo que no es el yo, alguien o algo que no poseo sino que es libre y común”. Así, hemos de reclamar la condición ética en esa forma de “obligación” en el cuidado que, insisto, no es en realidad tal, o no debiera ser, ya que el mandato social de la progenitura se ha disuelto y, por tanto, elegir la crianza es un camino de libertad (comprometida, como todas las libertades reales).

Cuidados
El problema del compañerismo en el cuidado de los hijos
Frente al modo tradicional de entender la igualdad de modo identitario, el cuidado de los hijos implica aprendizaje de la diferencia y del compañerismo

El problema es que si no subvertimos escalas de valores, estamos siempre en lo mismo: las mujeres, para demostrar que valemos (tanto como un hombre), tenemos que hacer-participar de todos esos mandatos/placeres, y eso, hasta cierto punto y si lo queremos, es bueno… Pero nunca llega el que los hombres, para demostrar que valen (tanto como una mujer), quieran participar de ciertas tareas…, no como una condena sacrificial que hay que compartir, insisto, sino como un valor no menos fundamental (para mí, para tantxs, mucho más fundamental) que escribir dos artículos más o menos cuando acaece una pandemia desconocida.

Para no dar una sensación de enfrentamiento diádico (mujeres versus hombres) que estoy muy lejos de pretender, matizaré todavía más: nunca llega un mundo que haga hospitalario el hecho de que los hombres reclamen, activa y formalmente, participar de ciertas tareas. (No me estoy refiriendo a la cuestión de los permisos intransferibles en España, que es notablemente diferente y que ha constituido mucho más una forma de nueva discriminación hacia las mujeres-madres que una atribución de derechos a los hombres o a las criaturas; pero ello, de nuevo, es otro tema inabordable aquí.)

A menudo insto a mi alumnado a que piense por qué hubo un movimiento sociopolítico de mujeres reclamando poder “trabajar” (desempeñar empleos remunerados en espacios públicos, reconocidos como tales, etc.) o, incluso, poder usar pantalones, y nunca hubo un movimiento sociopolítico de hombres reclamando formal y activamente cambiar pañales, acunar bebés o usar faldas. Lo más parecido, y ni se acerca, son los actuales movimientos de nuevas masculinidades, que bienvenidos sean y que proliferen. Pero nada que ver con eso que llamamos feminismos. La obra ya antigua (1977) de la feminista noruega Gerd Brantenberg, Las hijas de Egalia, de tremendísima vigencia y que también recomiendo mucho a mi (abnegado) alumnado, trata precisamente de ello e ilustra la desigualdad radical a través de una metáfora atroz y poderosa, que muestra con nítida intuición lo que explican las grandes teorías feministas.

Defendemos aquí una visión ampliada del feminismo que comprenda, con Casilda Rodrigáñez, el androcentrismo como un ejercicio de supremacía simbólico-práctica no solo sobre mujeres, sino también sobre la infancia (reino infantil) y sobre lo no-humano natural (reinos animales y vegetales, ecosistémicos); esas fustas de los amos que someten en el secarral de Carrasco, en su Intemperie, a niños, mujeres y perros.

Los factores de corrección que tengan en cuenta labores de cuidado (crianza entre ellas, aunque se trate de un cuidado singularmente distinto a otros) son sin duda irrenunciables e inaplazables. El cuidado, sin que lleve aparejado un correlato de apoyo económico, de política pública constituida como tal, conllevará siempre discriminación y exclusión. Será una burla, un trampantojo de derechos.

Como tantos otros.

Acciones, parques… y mucho más que parques

Diversos movimientos ciudadanos, vindicaciones, peticiones de firmas destinadas a instituciones varias por parte de distintas plataformas se vienen sucediendo sin descanso desde el inicio de los confinamientos, reclamando empatía y respeto a los derechos y necesidades de la infancia en la crisis pandémica. Las propuestas políticas de PETRA, por ejemplo, incluyen específicamente campañas por prestaciones regulares por menor a cargo, y ahora reclama que sean en función del cuidado si el principal cuidador trabaja fuera del hogar o teletrabaja.

De este movimiento contestatario destaca en España, por diferentes motivos, la queja concreta por los cierres de parques. Pese a los muchos intentos de desmentir falsas creencias sobre infancia y coronavirus, también en relación a los espacios al aire libre, vuelven a cerrar los parques.

Lo de los parques no tiene nombre. Bueno, sí, tiene uno: despropósito. Social, humano, universal. Ya se ha probado no solo que no suponen un riesgo sino que habría que animar a ir a ellos, como afirma el médico Javier Padilla, según toda la evidencia científica disponible hasta el momento.

Coronavirus
Invisibilidad de la infancia durante el confinamiento

¿Será este el momento para incorporar en las políticas públicas españolas la merecida prestación universal por menor a cargo implementada en casi la totalidad de Europa para reconocer la dimensión monetaria de los trabajos de cuidados invisibles en la cuantificación capitalista? 

Y esta no es una cuestión baladí: los parques son de los pocos espacios municipales y gratuitos (no contamos parques de bolas en centros comerciales o similares, que no son municipales ni mucho menos gratuitos) destinados específicamente a la infancia, a su recreo, al aire libre, donde las criaturas pueden libremente serlo, jugar, gritar, patalear y, en definitiva, ejercer, como reclama el pobre Miguelito, el más chiquito y levantisco de les amigues de Mafalda. Así que cerrarlos, no, no es trivial: es práctica y simbólicamente importante. Es político. Afirma con lucidez la divulgadora científica Deborah García, en su reflexión a favor de la apertura de parques: “Así que esto no va de política, sino de ciencia”. Y tiene razón. El problema es que la política es todo, lo inunda todo, es la atmósfera hasta (o sobre todo) para la ciencia. La política entendida en su sentido fuerte, claro, como asunto de la polis, de la res publica, la cosa pública. Así que tenemos que repolitizar el asunto hasta sus confines, hasta sus últimas consecuencias.

Y es que esto va de parques, pero de mucho más. En esta forma de exclusión, de segregación, tan antigua como el ser humano, hay que conquistar mucho más que los parques (aunque también estos). “La infancia será siempre el estado subversivo del hombre”, escribe el grandioso Sánchez Piñol en su novela Victus. “Donde hay niños, existe la edad de oro”, canta el inefable Novalis. Ambos tienen razón, una razón profana, no sagrada, una razón carnal y trascendente al tiempo. Y, sin embargo, ese estado “dorado” y “subversivo”, en la práctica resulta políticamente desposeído, sin atributos. Esa patria gozosa y originaria no se escucha. Es objeto, entre otras, de una injusticia epistémica. Este concepto, prodigiosamente acuñado en 2017 por Miranda Fricker, apenas ya desde su albor ha reproducido notables vástagos hermenéuticos. Vástagos mestizos e insólitos: su alcance y su aplicación hoy han rebasado fronteras de todo tipo.

Una injusticia epistémica se produce cuando se anula la capacidad de un sujeto para transmitir conocimiento y dar sentido a sus experiencias sociales. Si esto sucede en algún grupo social de forma paradigmática (del todo acrítica y normalizada dicha anulación), es proverbialmente en la infancia. De hecho, resulta notoria la ausencia que aún hallamos (una especie de metainjusticia epistémica) en los estudios con este enfoque sobre su aplicación precisamente a la infancia, a las voces infantiles.

Esta forma de injusticia se está visibilizando de una forma deslumbrante con la crisis generalizada por la pandemia de COVID-19. Marta Plaza lo enuncia con dura nitidez: “El trato habitual que se da a la infancia supone quitarles voz, usurpar su discurso en aras de una supuesta mayor protección, condenar a la invisibilización social y la falta de credibilidad, y asumir sin siquiera denuncia social la vulneración cotidiana de sus derechos individuales y colectivos”. Todo para el pueblo pero sin el pueblo. Adultocracia, adultocentrismo y, entre otras etiquetas posibles para abastecer de comprensión esta cuestión, injusticia epistémica, sí, también.

Porque hay que darle nombres, conferirle rostros, “ponerle playas” como decía el poeta. “A veces basta cambiar las palabras para comprender mejor las cosas, para que el mundo aparezca de otra manera”, cavila el gran Larrosa. Hay un gran poder en la enunciación, en la narración, en cómo contamos los cuentos, que son siempre la poesía de la memoria.

Coronavirus
La infancia pide la vez

Durante varias horas de la tarde del 21 de abril las redes sociales ardían tras el anuncio del Gobierno de que las medidas de “alivio” al confinamiento de la infancia adelantadas el sábado por el presidente consistirían en dejar a niñas y  niños  acompañar a sus madres o padres a tareas ya permitidas, como ir a los supermercados o los bancos. Finalmente, el Ejecutivo ha rectificado. 

Hasta que la dignidad se haga costumbre

“Los niños deben ser muy indulgentes con las personas mayores […] nunca pueden comprender algo por sí solas y es muy aburrido para los niños tener que darles una y otra vez explicaciones […]” (El Principito, Antoine de Saint Exúpery).


Lo que Boaventura de Sousa Santos llama la “cruel pedagogía del virus” facilita atisbar con más lucidez o, al menos, más luz, algo que siempre ha estado ahí, que lleva mucho tiempo ahí: la infancia ha sido y es una de las grandes maltratadas, simbólica y prácticamente, desde los orígenes de esta pandemia, a causa de su discriminación esencial. In-fancia significa, literalmente, “ausencia de habla”, como recuerda Jorge Larrosa en su magnífico ensayo P de Profesor. Desde los albores de la filosofía política, la infancia es abordada como ámbito reflexivo íntimamente ligado al problema de la vida humana en común, pese a su escasa problematización en la teoría contemporánea. Así, sin duda, complejizar, pluralizar la infancia (las infancias) como concepto en disputa, es hoy importante; pero sobre todo y en primera instancia, hay que considerarla.

Todo esto nos ha permitido pensar, una vez más, en la infancia como valor y como política (no esa infancia despolitizada, comercializada, institucionalizada) y en el confinamiento como desafío político. Igual que se habla del “sur geográfico” (metafórico de tantas cosas) del virus, podemos hablar del mismo modo sobre la infancia. La infancia es el sur del virus. Como siempre, ellxs, les niñxs, no pueden pronunciarse. Tampoco en esto. No tienen voz pública política reconocida, no votan, no ganan dinero, no se sindican, no trabajan. Se habla por ellxs, cada cual como mejor considera o juzga. “Esos ciudadanos pequeños, pero ciudadanos”, que dice Tonucci, a quienes habría que escuchar porque “escuchar significa tener necesidad de la contribución del otro” y, como bien recuerda Plaza: “No se pueden construir sociedades, espacios, políticas… preguntando y aprendiendo solo del mundo adulto”.

Igual que se habla del “sur geográfico” del virus, podemos hablar del mismo modo sobre la infancia. La infancia es el sur del virus.

¿Qué queremos decir cuando denunciamos que algo nos “infantiliza”, y no debiera? La voz popular lo usa pretendiendo significar un trato ilegítimo, despectivo, dispar del correspondiente a un adulto. Hasta Nelson Mandela habla en sus tremendas memorias de cómo se rebelaron en Robben Island frente a la “infantilización” que suponía verse obligados a usar pantalones cortos en la cárcel, “como los niños”. (Dejemos a un lado que todos merecían llevar pantalones largos, por otros motivos ajenos a una comparación etaria, y recordemos sobre todo que el Largo camino a la libertad, del revoltoso Madiba, debería ser lectura obligada como manual de buenas costumbres.)

Mientras el término infantilizar siga teniendo las connotaciones negativas que posee hoy en el imaginario popular (y que no necesariamente se corresponden con su definición “objetiva” en el diccionario de la RAE), la infancia seguirá siendo ese estado subversivo y romantizado que, sin embargo y como tantas otras subversiones, deviene en verdad subalterno y domesticado por la supremacía etaria de la adultez.

Así, frente a las lógicas edadistas, frente a la adultocracia y el adultocentrismo, hay que descolonizar, también y por último, la infancia (sí, la interseccionalidad también era esto). Hasta que la dignidad se haga costumbre, como gritaron desde México al mundo las tres mujeres ñöhñö, porque una disculpa no era suficiente.

Hasta que llegue el día en que no esté normalizado (pese a que fue desterrado definitivamente de la legislación española en 2007) que un progenitor golpee a su hijx en la vía pública, en la cola de un supermercado… y nadie haga nada, hasta entonces, la dignidad infantil no será costumbre.

Y esa dignidad, esa justicia, también debieran ser más que un sueño.

________

(1) No deseo aquí entrar en la polémica de la maternidad subrogada; me refiero aquí para esta crítica en exclusiva a las formas de subrogación de embarazo que suponen menoscabo patente e incluso ilegal de derechos para madres y criaturas, y como es tan habitual. Para la lectora interesada en un abordaje crítico, este monográfico concita distintas perspectivas y enfoques al respecto.

* Una versión preliminar y más sintética del presente artículo fue publicada en The Conversation.

Sobre este blog
La filosofía se sitúa en un contexto en el que el poder ha buscado imponerse incluso en los elementos más básicos de nuestro pensamiento, de nuestras subjetividades, expulsando así de nuestro campo de visión propuestas teóricas y prácticas diversas que no son peores ni menos interesantes sino ajenas o directamente contrarias a los intereses del sistema dominante.

En este blog trataremos de entender los acontecimientos del presente surcando –en ocasiones a contracorriente– la historia de la filosofía, con el objetivo de poner al descubierto los mecanismos que utiliza el poder para evitar cualquier tipo de cambio o de alternativa en la sociedad. Pero también de producir lo que Deleuze llamó líneas de fuga, movimientos concretos tanto del presente como del pasado que, escapando del espacio de influencia del poder, trazan caminos hacia otros mundos posibles.
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