El problema del compañerismo en el cuidado de los hijos

La crianza de los hijos plantea un problema tanto personal como político. Frente a nuestras tradiciones políticas que solo entienden la igualdad de una manera identitaria, el cuidado de los hijos implica el aprendizaje de una diferencia, y de un compañerismo en el interior de esa diferencia.

John Everett Millais, "Mariana"
John Everett Millais: "Mariana" (1851) detalle
Filósofo
1 oct 2020 10:00

“No les importa, no les importa;
Aunque a muchos la guerra no les importa
se ponen como fieras cuando una aborta.
Van por las crías
para hacerlas soldados y policías.”

Chicho Sánchez Ferlosio y Rosa Jiménez, Coplas retrógradas


Las experiencias vitales, y especialmente las más extremas, cuando son vividas hasta el final en primera persona, enseñan algo que no se aprende con profesores, manuales, expertos, coachers, wikipedias o tutoriales de youtube. Por eso no basta con dejar de “romantizarlas”, como se repite hoy en día de manera tan poco feliz que da hasta un poco de vergüenza, especialmente si se tiene presente lo poco que edulcoraban las cosas escritores como Hölderlin, Novalis o Kleist ―o incluso ese joven y romántico escritor de panfletos incendiarios llamado Karl Marx. También es importante intentar pensarlas, aprender de ellas, pues si no es como si uno no viviese del todo, o como si se viviese al lado de la propia vida y no se llegase a saborearla y extraerle la esencia.

Algo así ocurre con todo el proceso tan complejo, ese verdadero trabajo de amor que implica concebir, gestar, traer al mundo y criar a un niño o una niña. Ciertamente, nuestra cultura ha envuelto esa experiencia tan cruda y vital en una bruma color de rosa que no permite adivinar toda la serie de tensiones y sufrimientos de carácter variado y muy intenso que la acompañan, ni la transformación realmente inimaginable que ocasiona en la vida individual y de pareja, empezando desde la huella que deja en los propios cuerpos. También es fácil ver cómo la idealización de la maternidad, como maravilloso destino de la existencia femenina, esconde la brutalidad de la dominación patriarcal, que tradicionalmente ha tratado de impedir por todos los medios que las mujeres tengan una vida por su propia cuenta. Pero no basta con criticar la cultura heredada, si al mismo tiempo no se crean nuevas prácticas y costumbres que puedan ser transmitidas en lugar de ella. No basta con denunciar las brumas e idealizaciones que la recubren, si al mismo tiempo no tratamos de entrar en el corazón de la experiencia, y pensar eso que solo se puede aprender con ella.

Un aprendizaje de la diferencia

En esta perspectiva, el proceso de concebir y criar a un nuevo ser entraña cierto aprendizaje de la diferencia. Y este aprendizaje, a su vez, puede hacernos reflexionar sobre cómo nuestra cultura política es incapaz de hacerse cargo de tal diferencia. Queremos que la comunidad política sea una comunidad de iguales, lo que es una muy loable pretensión, pero a menudo únicamente logramos entender esa igualdad como una identidad, y creemos que solo llegaremos a ser iguales cuando por fin nos volvamos completamente idénticos, viviendo la misma vida, teniendo y haciendo las mismas cosas, pensando lo mismo sobre ellas. Tendemos a considerar que solo nos comprenden quienes son como nosotros, y que por eso deberíamos hacer comunidad y compartir la vida únicamente con los nuestros. Con respecto a esas convicciones tan profundamente arraigadas en nuestra cultura democrática, el proceso de traer un niño al mundo supone un choque brutal. Pues precisamente en esa experiencia es imposible ser iguales, no hay ninguna unidad en ella sino que se divide irreversiblemente, resultando en realidad dos experiencias heterogéneas, la de la maternidad y la de la paternidad. Sin embargo, esas experiencias heterogéneas se comparten, se vinculan a través de eso común que nace, y que viene a situarse entre los dos: el hijo. Ese es el problema, planteado en sus términos más generales.

Los derechos son propiedad de un sujeto, de un sujeto propietario, entre otras cosas, de derechos. En cambio, la obligación se tiene con respecto a alguien o algo que no es el yo, alguien o algo que no poseo sino que es libre y común.

Antes de que naciese el niño, aparte de ser amantes, podíamos tratar de ser amigos. Desde la Antigüedad, la relación política entre ciudadanos se entiende fundamentalmente desde cierto tipo de amistad. El amigo, escribe Aristóteles, es el otro yo. Por eso la diferencia real (encarnada por el niño, la mujer, el esclavo, el extranjero, el enemigo...) excluye de la relación de amistad, y en consecuencia también de la relación política, que a fin de cuentas solo existe en la comunidad mayor de los idénticos (varones, adultos, blancos, propietarios...). Nuestro tiempo se diferencia de la Antigüedad, a este respecto, en que ha pretendido incluir en esta misma comunidad a diferentes identidades subalternas, de dos maneras distintas: bien tratando de conseguir que las condiciones de partida de los excluidos se aproximen a las de la mayoría, bien ampliando los criterios de identidad que permiten acceder a la comunidad de los amigos. Sin embargo, aunque la extensión cambie, el género de comunidad no varía, esa comunidad de la amistocracia, como dice Rodrigo Karmy, que define a la política tradicional. Las nuevas gobernabilidades algorítmicas de las redes sociales no han hecho más que exacerbar estas tendencias amistocráticas, que solo saben hacer comunidad a partir de lo semejante, que son incapaces de tratar la diferencia.

La crianza en común

Frente a este igualitarismo identitario propio de nuestra tradición democrática, resulta muy significativo el modo en que muchas mujeres, entre las más emancipadas, afrontan el acontecimiento de la maternidad. Sin idealizarlo en absoluto, se disponen a vivirlo plenamente. No quieren el camino rápido y artificial de la igualdad, que pasa por alimentar a los bebés con sucedáneos y que el médico tenga el control de la crianza. Pues con las leches de fórmula ocurre que un recurso humano, femenino y común, como la leche materna, resulta sustituido por una mercancía: la crianza, así, de ser un proceso en común, se vuelve un proceso capitalista. La mujer que alimenta a su hijo con leche de fórmula se “libera” de su capacidad natural de amamantar, pero a cambio debe vender su fuerza de trabajo en el mercado, para poder pagar esa mercancía sustitutiva.

Pero la llamada “crianza de apego”, aparte de fundamentarse en ese recurso común que es la leche materna, que ni se vende ni se compra, también rechaza someterse a la regulación estatal y patriarcal encarnada por la figura del médico. Si a través de las leches de fórmula el mercado penetra en el proceso de crianza, a través del médico lo hace el Estado. Y el Estado solo sabe tratar a sus súbditos con esa desconfianza básica que han señalado teóricos clásicos como Hobbes o Maquiavelo, incluso a sus súbditos bebés. Esa desconfianza se traduce en el modo en que el niñito resulta contemplado por el saber médico, como una forma de vida indócil e irregular que debe ser disciplinada lo antes posible, con el fin de volverla apta para entrar en la sociedad adulta normal. Así surge esa visión paranoide de los bebés tan corriente, en la que serían como una especie de pequeños y expertos manipuladores a los que hay que dejar llorar hasta que se resignen, a los que no hay que abrazar demasiado, no sea que se malacostumbren y piensen que la vida puede ser algo hermoso, a los que hay que imponer toda una serie de horarios y regulaciones arbitrarias que no tienen nada que ver con ellos, pues provienen del mundo de los adultos.

Sin embargo, el proceso de crianza en común no renuncia completamente a la institución, sino que la pelea, la habita y la usa, para abrir espacios en ella a lógicas no estatales. La institución se vuelve necesaria para que las crianzas en común sean lo más populares, públicas y amplias de miras posibles, y no acaben confinadas en guetos privados y elitistas, en burbujas sectarias. Esto supone una auténtica minorización de la institución: frente a la autoridad del médico y su ciencia patriarcal, cobra un nuevo protagonismo la figura tradicionalmente subordinada de la matrona, y con ella todo una serie de saberes y técnicas disidentes, más cuidadosas y menos invasivas. También se lucha así por des-patologizar y des-medicalizar el conjunto del proceso, y devolverlo al control de las mujeres mismas, a las que la autoridad médica moderna ha tratado de convencer tantas veces de que eran incapaces tanto de parir por sí mismas como de alimentar a sus propias crías.

Heteronomía autónoma

Pero en estas maternidades feministas el aprendizaje de esa capacidad también pasa por el aprendizaje de una dependencia, de una no disposición del propio tiempo y del propio cuerpo, que puede llegar a ser extremadamente difícil de sobrellevar. Lo que así decide vivirse de forma autónoma resulta ser, paradójicamente, una de las experiencias más radicales de heteronomía que puedan encontrarse. Esta experiencia tiene que ver con la entrega de buena parte de la propia vida y del propio tiempo para cuidar otra vida, una nueva vida que se tiene en común, que crece y se desarrolla entre. La crianza es una experiencia del darse, del entregarse a lo común. Y esto es algo, de nuevo, que en nuestras tradiciones políticas, basadas en el concepto de Derecho, de derechos iguales para sujetos idénticos, resulta inconcebible. Por eso Simone Weil pensó cierto comunismo desde la categoría de obligación, en lugar de la de derecho, especialmente en su libro Echar raízes, cuyo subtítulo reza Prélude à une déclaration des devoirs envers l’être humain (Preludio a una declaración de los deberes hacia el ser humano). Los derechos son propiedad de un sujeto, de un sujeto propietario, entre otras cosas, de derechos. En cambio, la obligación se tiene con respecto a (envers) alguien o algo que no es el yo, alguien o algo que no poseo sino que es libre y común. Además, los derechos son iguales, pero las obligaciones son diferentes. Frente a lo común que es el niño no hay derechos iguales, sino obligaciones diferentes.

Por eso solo la obligación, la heteronomía autónoma del amor, es capaz de cultivar, cuidar y alimentar lo común, y hacer que crezca, se desarrolle y viva lo más libre y felizmente. El derecho ya supone un mundo en que no hay común, solo propiedad o su ausencia. Pero la importancia del modelo de la crianza en común reside en que nos hace ver también que lo común no es algo que aparezca del mismo modo a los sujetos que se sienten obligados y comprometidos por él. El amor al hijo no implica las mismas obligaciones en el padre y la madre, por eso la maternidad es algo fundamentalmente diferente de la paternidad, aunque esa idea no acabe de entrar en las sanas mentes progresistas, que solo saben pensar en términos de derechos idénticos. La justicia en la crianza no puede calcularse en términos de “lo mismo”, de hacer las mismas cosas, pues, por ejemplo, el padre no puede amamantar a su hijo. Por eso los conflictos en el proceso de crianza son de un tipo que no puede resolverse, nunca hay veredicto final más allá del que impone el Estado en los juicios de divorcio, y esto ya implica el fracaso del proceso. Pero si queremos que la crianza siga siendo asunto común no importa tanto resolver nada como “seguir con el problema”, como diría Donna Haraway.

Las sociedades actuales tienden a multiplicar las relaciones de amistad hasta la banalidad virtual, mientras vuelven imposible cualquier compañerismo.

También Haraway defendió que el feminismo epistemológico consistía en entender que solo hay conocimientos situados, y que esto no implicaba ningún vulgar relativismo, sino una concepción más sofisticada de la objetividad: pues solo la visión parcial consigue ser objetiva. Si quiero llegar a entender cuáles son las obligaciones de la paternidad, es inútil querer calcarlas de las de la maternidad, y no puedo partir de otro lugar que no sea interrogar mi situación concreta como hombre, mi relación con mi compañera, mi lugar en la sociedad... De igual modo que muchas mujeres emancipadas redescubren la maternidad, muchos hombres hoy en día se plantean qué significa la paternidad. Y eso es muy bueno, pues significa que no lo saben, que no lo sabemos, que la paternidad ha dejado de ser un mandato heredado de la masculinidad, como diría Rita Segato, y ha empezado a ser un problema.

El misterio del compañero

Este tipo de problema, que no solo se plantea en el proceso de pater/maternidad, sino en el del cuidado de cualquier común, es de esos que resultan al mismo tiempo absolutamente íntimos y personales y directamente políticos. Rodrigo Karmy lo ha definido decisivamente, desde la faz más marcadamente política, como el problema del compañerismo. Ya no se trataría tanto de ser amigos, aunque también ―y todas las parejas que crían a su hijo conocen la importancia de robar momentos de amistad y seducción a la crianza―, sino sobre todo de aprender a ser compañeros. La palabra “compañero” procede, según relata Karmy, de otro filósofo chileno, Patricio Marchant, que a su vez piensa con ella la experiencia de la vía revolucionaria inaudita liderada por Salvador Allende, y aplastada por el golpe de Estado imperialista de 1973. La entera experiencia de la Unidad Popular, según dice bellamente Marchant, “se revela, se condensa y se oculta en el misterio de la palabra ‘compañero’”.

El compañero no es el amigo, no es el otro yo. No solo es que la palabra sea misteriosa, sino que el compañero mismo es un misterio, hay algo en él que resulta vano pretender penetrar, hay entre nosotros experiencias radicalmente diferentes, que no se pueden compartir del todo, sino como mucho adivinar. Si el amigo es claro y distinto, como los amigos de las redes sociales, todos con su perfil, el compañero, como diría Deleuze, es distinto pero confuso. No nos confundimos con él en absoluto, pero tampoco nos identificamos con él. Somos diferentes, pero precisamente esa diferencia permite que algo común viva entre nosotrxs. El compañerismo no solo consiste en respetar la diferencia, sino en acompañar en lo común desde la diferencia misma. No sabemos cuáles son las obligaciones de la paternidad, del mismo modo que no sabemos qué significa políticamente ser compañero, y es imposible saberlo, y hay que inventarlo cada vez. Pero sí sentimos claramente, cada vez, cuándo actuamos como compañeros y cuándo no lo hacemos.

Las sociedades actuales tienden a multiplicar las relaciones de amistad hasta la banalidad virtual, mientras vuelven imposible cualquier compañerismo. A este respecto, aunque no sepamos qué significa ser compañero, sí sabemos que para que pueda siquiera llegar a plantearse el problema del compañerismo debe darse también el proceso de cuidado de un común, sea un niñito o una niñita, una huerta urbana, un edificio o una plaza ocupada, un barrio, un río o un bosque, una lucha o un movimiento revolucionario, un sistema de salud o de educación pública.

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