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Capitalismo
Araba frente a la nueva fiebre verde: cuando la transición energética amenaza a la tierra común

No son aún las nueve de la mañana de un domingo a finales de marzo cuando decenas de personas ya se agrupan en Izarra (Araba). Forman una de las cinco columnas que recorrerán los municipios de Urkabustaiz y Zuia con el objetivo de llegar a Murgia al atardecer. La comarca, a los pies del monte Gorbeia, resplandece en verdes que, a pesar de los árboles aún desnudos, anuncian la primavera. Hay gente de todo tipo: mayores, criaturas, baserritarras, montañeras veteranas, neorrurales recién llegados... Les une una mezcla de reivindicación —el amor por la tierra— y de protesta —la oposición a los megaproyectos que la amenazan—.
Las columnas atraviesan bosques, pastos y caminos comunales para encontrarse en el pequeño pueblo de Apregindana. Allí comerán en el pasto, junto a la iglesia y la bolera, espacios comunales por excelencia. Suena música euskaldun y ska, se comparte comida y risas. También circulan rumores sobre nuevos proyectos energéticos, centros de datos y torres de alta tensión que, en nombre de la transición verde y digital, devastarán robledales y hayedos, tierras de pasto y cultivo, y partirán en dos el territorio. Todo ello provocará graves afecciones tanto en los espacios naturales protegidos como en la sociedad rural que habita estas tierras. Esta no es una anécdota ni una excepción: es una de las muchas luchas socioambientales que atraviesan Araba.
Bajo el pretexto de la transición verde y digital, este territorio histórico está siendo sometido a una ofensiva extractivista sin precedentes. Se acumulan proyectos que amenazan miles de hectáreas de suelos agrícolas y espacios naturales, así como las formas de vida que los sostienen.
Más del 70% de los montes de Araba son públicos, y muchos de ellos siguen gestionados de forma comunal por la población rural. Para estos pueblos, términos como transición energética son parte viva de su historia y de su presente.
Cerca del 75% de los montes de Araba son públicos, buena parte de ellos están gestionados comunalmente por población rural para la que conceptos como transición energética o revolución verde son parte viva de su historia y presente. El caso de Araba es singular y crítico. Sus montes comunales representan el 65% de todo el monte público vasco, algo sin equivalente en ninguna otra región. Y no es solo cuestión de cantidad. Araba conserva buena parte de los bosques originarios vascos —robledales y hayedos—, hogar de ecosistemas ya perdidos en otros rincones de Euskal Herria.
A ello se suma una vasta red de infraestructuras comunales, enraizadas en prácticas sostenibles de conservación forestal. Es un territorio extenso que ha logrado mantener amplios espacios comunales, pero que sigue estando muy escasamente poblado. El 85% de sus habitantes se concentra en solo tres municipios: Gasteiz, Amurrio y Llodio. Más de la mitad de sus pueblos no alcanza el millar de habitantes.
La abundancia de recursos y la escasez de población convierten a los territorios comunales de Araba en un objetivo codiciado por esta nueva oleada privatizadora y extractivista. La especulación ya está provocando cambios en los precios y en los usos del suelo, poniendo en riesgo al sector primario, clave para la supervivencia de las zonas rurales alavesas.
Araba, en el punto de mira: la nueva ofensiva energética que amenaza su tierra y su gente
A día de hoy, más de 80 macroproyectos energéticos de más de 20 MW acechan el Territorio Histórico de Araba. La mayoría, curiosamente, con una potencia de 49,9 MW: justo por debajo del umbral que obliga a que la tramitación se haga a nivel estatal y no en manos del Gobierno Vasco. No es la primera vez que este territorio se enfrenta a amenazas de este calibre. Hace 15 años, los valles alaveses, como el de Kuartango, se levantaron en masa contra el fracking. Aquella lucha consiguió unir al mundo rural alavés y, gracias a la movilización popular, se pararon todos los proyectos y se legisló para proteger el territorio de futuras agresiones.
La abundancia de recursos y la escasa población convierten a los territorios comunales de Araba en un objetivo codiciado por la nueva oleada privatizadora y extractivista, con empresas como Solaria al frente de esta ofensiva.
Hoy, el peligro regresa disfrazado de verde. Grandes empresas, con la complicidad del Estado y del Gobierno Vasco, han abierto la veda para especular con el territorio alavés, hipotecando su futuro y el de sus habitantes. Es el caso de Solaria, la compañía del Ibex-35, que pretende sembrar Araba con 27 parques fotovoltaicos de 49,9 MW, ocupando suelos de alto valor estratégico y atravesando corredores ecológicos. A esto se suma una línea de Muy Alta Tensión (400 kV), de más de 100 kilómetros y torres de hasta 110 metros, que conectará dos zonas industriales en expansión: Arasur, en la frontera con Castilla, y Zierbena, en la costa vizcaína. La burbuja energética y de datos que ahora se infla se parece demasiado a la del fracking de antaño, con las mismas falsas promesas de desarrollo rápido, energía limpia y creación de empleo.
Esta nueva oleada extractivista avanza sin debate democrático y sin un Plan Territorial Sectorial (PTS) de Energías Renovables que ponga orden. La indefinición institucional está siendo aprovechada por las corporaciones para multiplicar sus proyectos. Y lo que viene no augura mejora: el PTS que pretende aprobar el neoliberal Gobierno Vasco no blindará ni protegerá el territorio. Al contrario: será una carta blanca que permitirá instalar proyectos “renovables” en casi cualquier rincón. Muestra de ello es que, según una de sus cláusulas, todos los proyectos que ya estén en tramitación seguirán adelante aunque no cumplan con los requisitos establecidos a posteriori.
Ecologismo
TIERRA DE SACRIFICIO Solaria y la transición energética vasca: los buitres se visten con piel de cordero
Las otras transiciones que ya existen: frente al modelo corporativo verde
Mientras el Gobierno Vasco se afana en defender un modelo corporativo, centralista y extractivista de transición energética como si fuera la única vía posible, la realidad en Araba —y especialmente en sus zonas rurales— demuestra que otras transiciones no solo son posibles, sino que ya están en marcha. Son formas de gestión comunitaria de los recursos naturales, exitosas y arraigadas, que, a diferencia de las que representan gigantes como Solaria, ponen en el centro a las personas y no a los fondos de inversión ni a los socios capitalistas.
Un ejemplo claro es la gestión histórica de los bosques, la fuente de energía primaria que durante siglos ha permitido construir casas, refugios y calentar los hogares en las tierras alavesas. Esta gestión se ha realizado siempre de forma comunitaria, mediante sistemas como las suertes de leña o fogueras, donde las talas y podas controladas limpian los bosques y aseguran su regeneración. Estas tareas son asignadas a los habitantes locales, que así cuidan su entorno y acceden a un recurso energético verdaderamente local, renovable y sostenible.
Frente al asalto especulativo que amenaza Araba, las experiencias comunitarias son prueba viva de que la gestión de los recursos pueden y deben construirse desde abajo, en manos de quienes habitan y cuidan la tierra
Y no es el único caso. También destaca el uso ganadero-forestal de los roturos y las dehesas. Los roturos son parcelas de monte público de titularidad compartida entre varias juntas administrativas o concejos, y cualquier residente puede solicitarlos para su aprovechamiento. Las dehesas, situadas en bosques autóctonos, se destinan al pasto de ganado —caballos, ovejas, cabras, vacas—, lo que contribuye a mantener limpias las masas forestales, conservar su biodiversidad y protegerlas frente al fuego.
Todavía más reveladora es la gestión que realizan las distintas comunidades de montes, como las de Basaude, Gibijo o Sierra Salvada. Estas comunidades, formadas por varias juntas administrativas, gestionan de manera integral sus montes públicos, manteniendo su valor agrario y natural. Cualquier residente puede aprovechar los pastos, siempre respetando los períodos de descanso y las normas comunes, asegurando así la sostenibilidad del territorio.
Frente al asalto especulativo que amenaza Araba, estas experiencias comunitarias son la prueba viva de que la transición energética y la gestión de los recursos pueden y deben construirse desde abajo, en manos de quienes habitan y cuidan la tierra.
Estos ejemplos desmontan la mitología capitalista que insiste en que solo el egoísmo y la gestión privada —o estatal— de los recursos pueden garantizar la conservación del medio natural. Los bosques que hoy vemos en esta zona —los mejor conservados de Euskadi— son, en realidad, fruto de un manejo sostenible y comunitario que se ha practicado durante generaciones.
Otro caso ejemplar es el del agua. En los años 90, varios pueblos del municipio de Urkabustaiz crearon la Hermandad de Aguas, una alianza entre juntas administrativas que construyó y gestiona, hasta hoy, la infraestructura pública necesaria para garantizar agua potable a la población: canalizaciones, depósitos, bombas. Esta tradición de explotación realmente sostenible ha moldeado no solo el paisaje, sino también las relaciones sociales, dejando un rastro de infraestructuras comunes que, a veces, pasan desapercibidas, pero que siguen vivas.
Quizá la transición energética y ecológica que tanto necesitamos no esté tan lejos como pensamos. Tal vez resida en el saber-hacer de los pueblos que siguen manteniendo vivas y habitables palabras como comunidad, territorio y autonomía
Hoy, siguiendo esta lógica de cuidado y adaptación, y ante el reto de la crisis climática, han surgido nuevas iniciativas que apuestan por una transición energética comunitaria. En Urkabustaiz, por ejemplo, funcionan ya varias comunidades energéticas, como las de Goiuri o Uzkiano, y otras están en marcha en Untza, Beluntza o Abornikano. En todas ellas, son los propios pueblos quienes deciden, de forma participativa y democrática, desde la ubicación de las instalaciones hasta el precio final del kilovatio que pagan.
Y en cuanto a autoconsumo, las experiencias se multiplican, incluso en un municipio que apenas suma 1.500 habitantes. En Izarra, el mayor pueblo de la zona, ya hay dos instalaciones solares en la ikastola, otra en el pabellón Landaberde y una más en el tejado del espacio hostelero Doña Lola, todas dedicadas al autoconsumo municipal o concejil. En Apregindana, la casa rural Ullegorri se autoabastece gracias a sus placas solares, y en Oiardo, la lechería Azkorra alimenta su sistema robotizado de ordeño con energía generada en su propio tejado.
El caso de Araba muestra con claridad que la única gestión realmente sostenible, democrática y justa de los recursos naturales es la que nace en los entornos rurales, desde lo local, comunitario y participativo. Un modelo ahora amenazado por el capitalismo centralizador, que prioriza el beneficio rápido y ajeno a las realidades territoriales, y que nos arrastra al colapso ecológico global.
Pero la defensa de los comunales sostenibles de Araba no es nostalgia por un mundo perdido. Es, más bien, una alternativa real y vigente frente al capitalismo extractivista, un modelo que ya ha demostrado su fracaso. Tal vez la tan urgente transición energética y ecológica no esté tan lejos como nos quieren hacer creer. Tal vez resida en el saber-hacer de los pueblos que, todavía hoy, mantienen vivas y habitables palabras como comunidad, territorio y autonomía.