Bilbao
Vidas en ruinas: crónica de los pabellones de Consonni y Lancor

A las cuatro de la tarde, con un calor sofocante y casi 35 grados cayendo a plomo, llegamos a la plazuela de la Ribera de Deusto, en uno de los últimos días de sol del verano. A pocos metros de las canchas donde antes se celebraba el Mundialito Antirracista de Bilbao, cuando los chavales corrían tras el balón como si la vida se midiera en goles, hoy solo queda el polvo levantado por las excavadoras. Hace un año irrumpieron para abrir paso a las carreteras que, según los planos, llevarán a los futuros habitantes de la isla mágica de Zorrotzaurre del garaje a la oficina, de la oficina al colegio concertado, y de allí al gimnasio de crossfit que coronará el barrio. Urbanismo de manual, paraíso de las clases medias. En el centro de la plaza resiste aún la iglesia, que durante décadas fue el corazón de la vida vecinal. A un costado, un mural que recuerda a Yolanda González, asesinada por la extrema derecha en 1980. Todo en ese rincón de Bilbao parece recordarnos que la memoria y el olvido compiten cada día por el mismo suelo.

Nos encontramos allí con Hamza y Youssef, que nos reciben con hospitalidad y un punto de timidez. Son ellos quienes, con paciencia, nos explican la situación de los pabellones, de los asentamientos improvisados en las naves industriales abandonadas, de las vidas que se juegan entre las paredes húmedas y los hierros oxidados. Hamza, con un castellano aprendido a velocidad de supervivencia, se ofrece a acompañarnos hasta los edificios que a estas alturas todo el mundo sabe han sido señalado como los próximos en ser demolidos: las viejas instalaciones de Consonni y Lancor. Caminamos juntos y, poco antes de llegar, nos topamos con una media docena de chavales que se refrescan en la fuente. Lo que a primera vista podría parecer un juego veraniego —torsos desnudos, caras salpicadas de agua, risas juveniles— esconde en realidad una verdad más dura. Y es que esa fuente es la única ducha a la que tienen acceso inmediato. Nos acercamos, levantamos la mano y nos devolvieron saludos y sonrisas, miradas donde se mezclaban la curiosidad y la cautela, a sabiendas de que llegar para escuchar no es lo más habitual.
“Por la noche es mucho peor, es imposible dormir”, nos dice Youssef con un gesto resignado. “Arriba, en las plantas altas, algo mejor. Pero abajo, si no tienes tienda de campaña, las ratas te muerden”
La primera impresión golpea fuerte. Los datos que circulaban en despachos municipales hablaban de unas 60 personas identificadas en las últimas redadas policiales. Pero basta entrar para ver que esas cifras se quedan cortas. Son más de 80, quizá 90, quienes viven en estas naves. El segundo golpe llega por la nariz; un olor persistente a basura en descomposición, a humedad y polvo acumulado durante años. Y el tercero corre por el suelo; enormes ratas que se mueven con familiaridad, acostumbradas ya a la presencia humana. “Por la noche es mucho peor, es imposible dormir”, nos dice Youssef con un gesto resignado. “Arriba, en las plantas altas, algo mejor. Pero abajo, si no tienes tienda de campaña, te muerden. Incluso con tienda, no dejas de escucharles alrededor toda la noche. Es muy duro dormir aquí”. Cuando ve que me sacudo un mosquito de la pierna, añade con media sonrisa: “Los mosquitos también son un problema, enormes, miles. Ni dormir, ni descansar”.

Y sin embargo, por precario e insalubre que sea, este espacio es todo lo que tienen. Una ducha improvisada, un rincón donde guardar las pocas pertenencias, una cama compartida o un colchón recogido de la calle, un candado que al menos da la sensación de intimidad. “Aquí somos más de 80 o 90 personas. Hay una toma de agua para lavar la ropa, para beber, un lugar donde dormir y guardar las cosas”, explica Samir (nombre ficticio), uno de los jóvenes que nos abre la puerta de su rutina. Y enseguida matiza: “La mayoría aquí estudiamos. Yo voy a un curso de castellano y otro de formación para poder presentar papeles. Pero si mañana viene la policía y me echa, no puedo seguir la clase. No puedo ducharme, no puedo dormir, no puedo guardar mis cosas”. Y continua, “es una mierda, una faena, sí, una faena“. Lo que para cualquiera serían gestos cotidianos —asearse, guardar los apuntes, ir a clase— aquí se convierten en excepciones frágiles que dependen de que la próxima redada no los arrase.
“La mayoría aquí estudiamos. Pero si mañana viene la policía y me echa, no puedo seguir la clase. No puedo ducharme, no puedo dormir, no puedo guardar mis cosas”. Y continua, “es una mierda, una faena, sí, una faena”
Lo cierto es que cada uno de estos chavales —la mayoría parecen ser críos— carga con una dignidad que no se enseña en ninguna escuela. Están acostumbrados a soportar miradas torcidas, a escuchar las conversaciones de bar que repiten como un mantra “ten cuidado, que están robando mucho”, a ser señalados tras cada crónica de sucesos redactada desde el parte policial. Están habituados a los cacheos de madrugada, al “algo habrán hecho” que legitima la represión, a vivir bajo sospecha permanente. Pero por cada puñalada, pelea o tirón de bolso que se airea en titulares, hay miles de gestos invisibles que sostienen la vida: despertarse tras una noche húmeda e incómoda, preparar café para los amigos que aún duermen, volver al centro educativo donde se aprende castellano, llamar a la madre al otro lado del Mediterráneo y sostener con voz quebrada la mentira piadosa de que todo va bien, de que pronto habrá dinero para mandar a casa. Son esos pequeños gestos —estrechar la mano, llevarse la mano al pecho mientras se inclina la cabeza en señal de respeto— los que mantienen la dignidad en medio del derrumbe.

Youssef (nombre que elige sonriente, para mantener el anonimato) nos habla en francés y al borde las lágrimas de un dolor desbordante. “En esta ciudad vivimos una mala situación, una mala vida. Hace poco pasamos tres o cuatro días sin comer algo caliente. Dormimos rodeados de ratas, es serio, es peligroso para la salud”, relata. Enferma a menudo, pero no tiene tarjeta sanitaria ni acceso real al servicios sanitarios. “Me tomo alguna medicación, como lo que puedo, y nada más”.
Youssef es huérfano de padre. Su madre en Marruecos cree que en Bilbao ha encontrado un futuro. Una mentira que se convierte en un acto de amor, prefiere cargar solo con el dolor antes que hacerlo viajar hasta su casa.
Lo que más pesa no es el hambre o el desamparo, sino el silencio forzado: huérfano de padre, su madre en Marruecos cree que en Bilbao ha encontrado un futuro. Youssef sostiene esa mentira como un acto de amor, prefiere cargar solo con el dolor antes que hacerlo viajar hasta su casa: “No hay servicios, no hay instituciones interesadas en mí. Todo está en contra”. Prácticamente su único contacto, o al menos el más cotidiano, con las administraciones son las redadas policiales: “Ayer, a las cuatro de la madrugada, llegó la policía y nos pidieron los pasaportes. Se los dimos. Y ya está”.

Karim (que gustoso acepta el juego que le proponemos de buscarse un nombre ficticio) tiene 19 años y lleva apenas ocho meses en Bilbao. Nos mira con esa mezcla desconcertante de inocencia y temor propia de un adolescente, pero también con los ojos profundos de alguien que ha visto demasiado para su edad. Aunque tímido, se atreve a responder algunas preguntas. De su boca brota apenas un hilillo de voz que entre el miedo y la necesidad de ser escuchado nos cuenta: “Nunca viene un médico, nunca viene un trabajador social. Solo policía municipal y Ertzaintza”. La incertidumbre le atenaza cada vez más, a medida que se acerca el derribo: “No sé qué pasará, da miedo. Yo intento estudiar, trabajar, pero lo cierto es que es todo muy frágil”. A miles de kilómetros, su madre cree que estudia, que avanza, que poco a poco se asienta. Karim la protege como buenamente puede de una realidad mucho más despiadada. “Prefiero que no sepan cómo estoy, no quiero provocarles más dolor”. Y, sin embargo, rescata una certeza en medio del derrumbe: “Nos apoyamos entre nosotros. La situación es difícil, pero al menos aquí nos tenemos unos a otros”.

Un trabajador social que conoce de primera mano la situación en Zorrotzaurre describe un sistema incapaz de responder a la realidad de los pabellones. Tal y como recogimos en un reportaje anterior, los recursos municipales de exclusión están diseñados para un perfil clásico de sinhogarismo severo, pero no se ajustan a la situación de las personas migrantes que hoy viven en la isla. Cuando hacen uso de estos recursos, el resultado es perverso: ocupan plazas pensadas para otros perfiles y, al mismo tiempo, no encuentran nada adaptado a sus necesidades reales y terminan convertidos en “los excluidos de los excluidos”.
“Lo que demandan no es una cama de paso, sino habitaciones estables, formación, orientación laboral y un ámbito de enganche profesional que les permita empezar a construir autonomía”. Sin ese horizonte, los recursos existentes se convierten en un callejón sin salida. La saturación no es nueva y lo que se ha cronificado es un modelo político que no invierte en exclusión porque no da réditos electorales. “Se acaba imponiendo un discurso de meritocracia: atender al que se esfuerza y dejar atrás al que no llega. En muchos alojamientos ya se piden requisitos añadidos —formación, cursos— que dejan fuera a los más vulnerables.”
“No van a desaparecer. Igual acaban en otros municipios o en lugares todavía más inseguros. La conclusión es demoledora: “Si lo único que conocen del sistema es a la policía entrando a echarles, ¿cómo se van a fiar de nadie? Están indefensos al cien por cien.”
Los asentamientos son, para este trabajador social, la muestra más clara de la paradoja. En los pabellones la vida se abre paso a su manera: huertas improvisadas, corrales con gallinas, tiendas de campaña que se convierten en hogares. “Cuando alguien levanta una chabola y la convierte en casa, es porque ha aceptado que esa va a ser su vida. No es lo mismo dormir una noche en un cajero que construir un espacio estable”, reflexiona. La respuesta institucional, sin embargo, ha sido siempre la misma: derribar. Ocurrió en Artxanda, en Mallona y, advierte, volverá a suceder en Zorrotzaurre. Con las 60 personas, que según datos policiales, están ahora amenazadas por el desalojo, la pregunta es qué pasará después. “No van a desaparecer. Igual acaban en otros municipios o en lugares todavía más inseguros. Eso provoca situaciones de riesgo muy grave”. La conclusión es demoledora: “Si lo único que conocen del sistema es a la policía entrando a echarles, ¿cómo se van a fiar de nadie? Están indefensos al cien por cien.”

El contraste con la vida en los pabellones de la Ribera de Deusto es evidente. “Allí, aunque sea precario, logran construir una comunidad, algo parecido a la seguridad y, sobre todo, cierta intimidad”, explica un trabajador municipal. “Tener cuatro paredes y un candado ya te permite sentir que el espacio es tuyo, algo imposible en un albergue con ochenta camas.” Esa red de convivencia, reconoce, “se construye para lo bueno y para lo malo” y también tiene un lado más duro: “han existido conflictos, incendios, incluso una agresión sexual”.
La paradoja es brutal. Mientras en la ribera avanzan las promociones inmobiliarias que transformarán la isla en un barrio dormitorio de clase media, a pocos metros decenas de chavales se preguntan dónde dormirán cuando entren las excavadoras.
La denuncia alcanza también al modo en que se ejecutan los desalojos. “Lo que pasa en esos pabellones no existe a ojos de la ciudad. La policía entra, desaloja, y a menudo se salta protocolos básicos. Incluso una tienda de campaña es una morada y debería respetarse, pero no lo hacen. Ha habido detenciones ilegales, registros sin garantías, vulneraciones de derechos humanos constantes.” El vecindario lo sabe bien. “El barrio muchas veces ha sentido que el Ayuntamiento prefería tener a esa población concentrada allí, como un contenedor. Eso ha generado tensiones y percepción de inseguridad. Pero quienes viven en los pabellones también participan de la dinámica del barrio, forman parte de él.”
El miedo, la incertidumbre y la dignidad conviven cada día en Zorrotzaurre. Nadie en el Ayuntamiento ha explicado qué ocurrirá con las 80 o 90 personas que perderán su refugio cuando caigan los muros de Consonni y Lancor. No existe un plan público de reubicación y la información llega con cuentagotas, como si esas vidas fueran un daño colateral de la regeneración urbana. Lo que está en juego no es únicamente la demolición de unas naves o la pérdida de patrimonio industrial, sino el derecho mismo a permanecer en la ciudad. La paradoja es brutal. Mientras en la ribera avanzan las promociones inmobiliarias que transformarán la isla en un barrio dormitorio de clase media, a pocos metros decenas de chavales se preguntan dónde dormirán cuando entren las excavadoras. El vecindario lo sabe y a menudo ha sentido que el Ayuntamiento prefería mantenerlos concentrados allí, como en un contenedor social. La amenaza del derribo deja a la vista el plan, urbanizar para unos pocos y expulsar a los que sobran.
En la calle, se imponen los rumores de barra que alertan de robos, los ecos de las crónicas policiales redactadas como partes de guerra y los continuos cacheos que funcionan como un control de fronteras móvil en plena ciudad. Ese relato del miedo funciona como un algoritmo. Cada pelea, cada tirón de bolso, cada navaja alimenta un discurso que parece explicarlo todo y en realidad no explica nada. Porque por cada incidente que llega al teleberri son cientos los gestos invisibles y de escenas sin épica que sostienen vidas enteras. Sí, hay ratas y mosquitos, hay miedo, pero también hay un código de vecindad y una dignidad que ni la primera línea policial ni la prensa asustaviejas parecen dispuestos a mirar.

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El “inminente” derribo de dos pabellones en Zorrotzaurre supondría el desalojo ilegal de unas 80 personas
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