Bilbao
El “inminente” derribo de dos pabellones en Zorrotzaurre supondría el desalojo ilegal de unas 80 personas

Las excavadoras esperan, a pie de ribera, listas para derribar los pabellones de Lancor y Consonni, hoy refugio de unas 80 personas. El Ayuntamiento de Bilbao maneja plazos breves y un mensaje inequívoco: quienes no abandonen el lugar por su cuenta serán desalojados. Sin embargo, hasta la fecha los moradores no han recibido notificación oficial ni se ha hecho pública la fecha del operativo. Organizaciones sociales y juristas advierten que, en esas condiciones, el desalojo podría ser ilegal, ya que estos pabellones funcionan como morada. La legislación vigente reconoce que incluso una chabola o una tienda de campaña constituyen domicilio a efectos de protección, lo que exige notificación y autorización judicial previa.
El dispositivo institucional se ha intensificado en la ribera de Deusto con cámaras de vigilancia y mayor presencia policial. El Ayuntamiento lo justifica como una medida para “garantizar la convivencia”, aunque en la práctica se traduce en más presión sobre personas que ya sobreviven en condiciones extremas. La madrugada del miércoles al jueves, a las cuatro de la madrugada, un amplio despliegue policial identificó a quienes pernoctaban en los pabellones de Lancor y Consonni y contabilizó a las personas presentes. Según la policía, eran unas 60, los propios jóvenes que allí residen elevan la cifra a entre 80 y 90.
En los primeros planes de regeneración de Zorrotzaurre, los pabellones de Lancor y Consonni figuraban entre los edificios que iban a conservarse y ser restaurados como parte del esfuerzo por preservar la memoria industrial de la isla. Sin embargo, el Ayuntamiento de Bilbao y la Comisión Gestora han dado un giro al justificar ahora su derribo alegando “graves daños estructurales”. En paralelo, ya se ha anunciado que las parcelas pasarán a manos de la Corporación Mondragón, que proyecta ubicar allí el nuevo centro Bilbao Bizkaia Digital Faktory. La propuesta presentada hace apenas unas semanas habla de una “reconstrucción” de los inmuebles, de propiedad municipal, lo que en la práctica implica sustituir los edificios existentes por una reedificación al servicio de este polo tecnológico.
Vecindarios invisibles en la ciudad escaparate
Los edificios amenazados por el derribo no son solo estructuras abandonadas, en su interior se han tejido comunidades precarias en riesgo de exclusión, que funcionan como hogares. Allí conviven personas que llegaron tras perder el empleo, migrantes en busca de una oportunidad en la ciudad y jóvenes que están fuera de los circuitos de vivienda cada vez más inaccesibles. La vida cotidiana se sostiene entre lo mínimo: cocinas improvisadas, ropa tendida en rincones húmedos y economías informales que permiten, a duras penas, mantener un plato en la mesa. El lugar encarna la paradoja de ser al mismo tiempo refugio y condena: un espacio que protege del frío y la intemperie, pero que carece de las garantías mínimas de habitabilidad.
Según los datos oficiales, más de 600 personas duermen hoy en las calles de Bilbao, un número elevado que supone el 67% de todas las personas identificadas en Bizkaia.
El vínculo entre las personas que viven en estos pabellones se ha convertido en una forma de resistencia frente a la soledad y el abandono institucional. Compartir alimentos, turnarse para vigilar la entrada o sostener el ánimo cuando la amenaza del desalojo se intensifica, son gestos que reafirman que, pese a la precariedad de la situación, se ha formado algo parecido a un vecindario. Es esta red de cuidados informales la que corre riesgo de fragmentarse de manera irreversible cuando entren las máquinas.

Mientras la isla se reconfigura, renovando su apariencia a golpe de derribo, la otra orilla de Bilbao afronta cifras récord de sinhogarismo y cuenta con unos servicios sociales saturados, incapaces de absorber estas nuevas emergencias. Según los datos oficiales, más de 600 personas duermen hoy en las calles de Bilbao, un número elevado que supone el 67% de todas las personas identificadas en Bizkaia. Desde 2019, las solicitudes de alojamiento se han duplicado y aunque el consistorio ha ampliado las plazas de los albergues nocturnos, este incremento continúa siendo insuficiente para atender el volumen de demanda actual.
Sinhogarismo, colapso asistencial y aumento de la brecha social
Esta cifra oficial de sinhogarismo, tan elevada y al alza, apunta a una cifra real aún mayor, porque los registros tienden a infraestimar el problema excluyendo del cómputo a quienes viven en chabolas y otros espacios invisibles. El año pasado, los colectivos sociales Ongi etorri errefuxiatuak!, SOS Racismo Bizkaia y ASETU iniciaron una recogida de firmas para exigir al Ayuntamiento de Bilbao que el SMUS (Servicio de Urgencias Municipales) no deje desatendidas a todas estas personas mientras consiguen cita. Publicaron un comunicado conjunto denunciando que se trata de una situación crítica que aumenta las desigualdades, aumentando la polarización social.
Diversos colectivos sociales, entre ellos los ya mencionados, advierten de que el actual modelo de ciudad incrementa la desigualdad y deja fuera a sectores cada vez más amplios de la población. Señalan la especulación con el alquiler y el elevado número de viviendas vacías como factores que agravan la exclusión. Reclaman que el Servicio Municipal de Urgencias Sociales (SMUS) cumpla con sus obligaciones legales y garantice a todas las personas unas condiciones y recursos mínimos para un trato digno.
“Como vimos en el confinamiento de la pandemia, cuando se ofreció alojamiento esta cifra se triplicó, dándonos una imagen más real de la situación. Desgraciadamente, convivimos con vecinos y vecinas que duermen en la calle y vemos cómo este número no deja de crecer”. Un creciente número de personas viviendo en la calle y unos servicios sociales cada día más famélicos, incapaces de absorber situaciones de emergencia urgentes como la que ahora se abre en Zorrotzaurre. A las personas amenazadas con el desalojo, se les ofrecen estancias temporales que no reúnen condiciones para iniciar un proyecto de vida y dependen de derivaciones a otros municipios.
Una persona trabajadora de los servicios sociales municipales, que prefiere mantener el anonimato, explica que los recursos de exclusión están diseñados para un perfil muy específico de sinhogarismo severo: personas a las que hay que convencer incluso de ducharse, dormir en una cama o aceptar puntualmente una plaza en un albergue como forma de recuperar las ganas de vivir. “En cambio, la mayoría de las personas migrantes que acaban en estos recursos tienen ganas de todo: de vivir, de trabajar, de estudiar, de tener una casa digna”, señala. La dificultad no está en la falta de voluntad, sino en que el sistema no les brinda la asistencia que necesitan para subvertir una situación de extrema vulnerabilidad.
Personas sin hogar, ley de extranjería y exclusión
El problema es que los dispositivos actuales no responden a ese perfil. No ofrecen itinerarios adaptados, sino plazas temporales que encajan mal con sus proyectos vitales. Lo que estos jóvenes demandan no es una cama de paso, sino habitaciones estables, formación, orientación laboral y un ámbito de enganche profesional que les permita empezar a construir autonomía. Si esa base no existe, el deseo inicial se apaga con el tiempo y aparecen problemas que se cronifican: consumos problemáticos, conflictos legales, deterioro de la salud física y mental. Revertir esos procesos cuesta mucho más que haberlos prevenido.
La paradoja es que, en los pabellones de Zorrotzaurre, por precarios que sean, logran construir algo parecido a la comunidad y a la intimidad: cuatro paredes y un candado permiten sentir que el espacio es propio, algo imposible en un albergue con ochenta camas.
La saturación de los servicios sociales agrava el bloqueo. Aunque la ley reconoce derechos como el padrón social o la atención temprana, en la práctica las citas con trabajadores sociales se dilatan meses —hasta marzo del año próximo, según denuncia—. Ese empadronamiento es la llave para acceder a tarjeta sanitaria, ayudas o regularizar la residencia, pero sin acompañamiento real se convierte en otro callejón sin salida. “La gente más autónoma va tirando, pero quienes necesitan apoyo se quedan atrapados en la espera”, advierte.
Este desajuste entre perfiles y recursos genera además un efecto perverso: si se abren los albergues a jóvenes con otro tipo de necesidades, las plazas se llenan rápidamente y los más cronificados vuelven a quedarse fuera. “Se convierten en los excluidos de los excluidos”, resume. La paradoja es que, en los pabellones de Zorrotzaurre, por precarios que sean, logran construir algo parecido a la comunidad y a la intimidad: cuatro paredes y un candado permiten sentir que el espacio es propio, algo imposible en un albergue con ochenta camas.
Lo que se presenta como “alternativa”, termina, en muchos casos, agudizando la situación de vulnerabilidad que pretendía paliar. Mediante ciclos de entradas y salidas de albergues, traslados forzosos, protocolos y burocracias, que imposibilitan construir un proyecto vital en la ciudad. El desamparo de personas vulnerables que las instituciones deberían proteger, se agrava y profundiza con el tiempo, aumentando la brecha entre arriba y abajo en la pirámide social.
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