Con techo, pero sin hogar. ¿Cómo es la experiencia de sinhogarismo para las mujeres?

Un sábado cualquiera, entre el olor a cuscús y el frío que se cuela por las ventanas rotas, Um Aisha cuida de sus hijos bajo un techo que no se puede llamar del todo hogar. Su historia revela una realidad invisibilizada: la del sinhogarismo oculto. La violencia residencial, el racismo inmobiliario y la falta de políticas con perspectiva de género empujan a muchas mujeres a vivir sin hogar, aunque no siempre sin techo.
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Sara Aminiyan Llopis Alejandra en los alrededores del edificio en el que está ubicada su vivienda.
25 dic 2025 05:27

Es mediodía de un sábado de noviembre en casa de Um Aisha, vecina de Vilassar de Dalt. En la cocina, una amiga suya, embarazada, y su hermana, ambas acogidas en casa, están cocinando cuscús para comer. Un agradable olor a caldo de pollo inunda la habitación. En el salón suena la televisión con dibujos animados. Aisha (8) y Noj (11) juegan sobre una alfombra. Los otros dos hijos de Um Aisha, de 14 y 16 años, están limpiando el patio de entrada.

Um Aisha se sienta en uno de los sofás que amueblan el salón, frente a una chimenea parcialmente tapiada y claramente inutilizable. “Hace muchísimo frío aquí dentro”, dice tapándose con una manta. Sobre el ventanal que da al patio, se abre el hueco de lo que algún día fue una persiana. Ahora está roto y abierto a la intemperie. “Lo llenamos de mantas y toallas para que no entre el viento, pero aún así, en esta época ya empieza a entrar el frío”.

Una vez tapada y cómoda, empieza a hablar. “Llegamos de Marruecos hace un año y tres meses. Vinimos porque mis dos hijos pequeños sufren de asma grave y allí no conseguíamos la atención médica que necesitábamos. No teníamos papeles para trabajar y alquilar un piso, así que un amigo nos recomendó comprar una llave y nos dio un contacto. Por la llave de esta casa pagué inicialmente 1800 euros y luego, para que me acompañaran el día que entramos, otros 1000. En un principio, no había muebles, ni electrodomésticos, ni luz, ni agua, ni nada. Lo hemos ido acondicionando poco a poco nosotros, con la ayuda de Cáritas, de servicios sociales, y de los vecinos y amigos que hemos ido conociendo en el pueblo”.


Um Aisha vive en una casa okupada con su familia. Y es que esta escena, un sábado en familia, cocinando, jugando y charlando, con un techo sobre la cabeza, aunque con frío, también forma parte de las múltiples y diversas experiencias de una vida sin hogar.

Eeste mes de diciembre de 2025 el Departament de Drets Socials i Inclusió de la Generalitat de Catalunya ha publicado el informe Estratègies Contra el Sensellarisme, que contabiliza en 2022 un total de 6.501 personas sin techo y 6.057 personas sin hogar en Catalunya, con un 58% de hombres, la mayoría extranjeros. El sinhogarismo es el último recurso de aquellos a quienes la violencia residencial, la ley de extranjería y el racismo inmobiliario expulsa del mercado oficial del alquiler.

Elena Sala, directora del Área Social en ASSÍS corrobora que los centros de atención al sinhogarismo no suelen ser espacios percibidos como seguros por las mujeres

La pasada semana, en Badalona, se ha desalojado a más de 400 personas que vivían en el antiguo instituto B9, sin ningún tipo de alternativa de alojamiento a la vista. Pero el propio estudio reconoce sus límites: los datos proceden de la Encuesta sobre Sinhogarismo del INE, basada únicamente en centros y servicios para personas sin hogar en ciudades de más de 20.000 habitantes. Espacios mayoritariamente masculinos donde la participación de las mujeres es residual.

Elena Sala, directora del Área Social en ASSÍS, especializada en sinhogarismo con perspectiva de género y responsable del programa Dones Amb Llar, corrobora que los centros de atención al sinhogarismo no suelen ser espacios percibidos como seguros por las mujeres, en parte porque el propio sector ha hecho muy poco trabajo para identificar y adaptarse a las necesidades específicas. “Antes de que empezáramos a trabajar con perspectiva de género en 2016, ni siquiera había un espacio de duchas no mixto en el centro abierto. Las mujeres eran usuarias residuales, por debajo del 10%. Las que venían, usaban los servicios y se marchaban, no se vinculaban fácilmente con el espacio o con el equipo”, matiza Sala.

Pero algo no cuadraba al equipo de ASSÍS. “Resulta como mínimo curioso que en un contexto en el que todos los indicadores marcan una feminización de la pobreza, las mujeres estén tan infrarrepresentadas en lo que seguramente es la expresión máxima de la exclusión social: el sinhogarismo. Nos preguntamos: ¿si las mujeres sin hogar no están en los centros especializados, entonces, dónde están?”, continúa.

Si nos alejamos del retrato robot estereotípico de la ‘persona sin hogar’ por antonomasia como un hombre extranjero por encima de los 50 años que duerme en la calle, enseguida se dibuja una situación de sinhogarismo oculto donde las mujeres son protagonistas.

“Compartir los espacios comunes de un piso y vivir con las criaturas dentro de una sola habitación, sin contrato y sin garantía de permanencia, es hoy muy común”, describe Sabaté

Irene Sabaté, antropóloga y autora de Un lugar donde volver, mujeres en lucha por una habitación propia, lo explica así: “Hoy en día, la norma es que para una mujer migrante, en un contexto en que la ley de extranjería la relega a trabajar en la economía sumergida, sin papeles, con trabajos precarios sin contrato y con hijos a cargo, acceder al mercado formal del alquiler sea casi excepcional”. El resultado, pues, es un desplazamiento automático hacia formas de tenencia precaria, especialmente el realquiler de habitaciones. “Compartir los espacios comunes de un piso y vivir con las criaturas dentro de una sola habitación, sin contrato y sin garantía de permanencia, es hoy muy común”, describe Sabaté. “Son acuerdos verbales, situaciones inestables”.

De hecho, el estudio citado anteriormente recomienda abrir la definición de sinhogarismo usando la Tipología Europea de Sinhogarismo y Exclusión Residencial (ETHOS, por sus siglas en inglés), que distingue entre las situaciones de ‘sin techo’ y las situaciones de ‘sin hogar’ (‘rooflessness’ ante ‘houselessness’, en inglés). Las mujeres aparecen poco en la primera categoría, pero están sobrerrepresentadas en la segunda.

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Más pancartas para la protesta por la no renovación del contrato y contra la especulación inmobiliaria. Sara Aminiyan Llopis


“Las mujeres, en general, evitan a toda costa vivir en la calle. Antes, están dispuestas a hacer muchas otras cosas”, describe Sabaté. “Lugares donde no tienes garantía de estabilidad. Lugares donde vives violencia. Recurrir a familia, amigos, circular por casas de conocidos o soportar situaciones de explotación sexual o de violencia. Esto sucede especialmente en el caso de las madres que, además de no querer acabar en la calle con las criaturas, tienen miedo al retiro de la custodia. En nombre de tener un techo, de evitar la inclemencia exterior, las mujeres aceptan situaciones inaceptables. Entonces, la inclemencia es interior”.

Es en este contexto en el que surgen estas ‘economías de la miseria’, como las describe Sabaté, como este mercadeo con llaves de casas okupadas. Es el caso de Um Aisha. Actualmente, trabaja sin contrato cuidando a una señora mayor y cobra 600 euros mensuales, en efectivo. Con eso, paga comida, ropa y material para la escuela y para mantener una familia de seis personas. “Yo querría alquilar esta casa, asegura”. Pero le piden unos 1500 euros mensuales, más del doble de sus ingresos. “Yo eso no lo puedo pagar y, además, creo que es desproporcionado. La casa está toda rota, hay goteras por todas partes, la mayoría de ventanas están rotas, hemos tenido que cerrarlas con cartones y tapar agujeros con mantas y, además, hay ratas”.

También la han amenazado con violencia para intentar ahuyentarla. “Aquí han venido ya unas cuatro o cinco personas distintas diciendo que son los propietarios de la casa, todavía no he logrado tener un contacto claro con la propiedad. Una vez vinieron a las 2:30 de la madrugada, tiraron piedras a las ventanas y despertaron a los niños. Cuando pude hablar con ellos, me ofrecieron dinero para irme, al principio 5.000 euros y, luego, hasta 20.000. Pero ¿dónde voy con ese dinero? Para un piso lo que me piden es que presente un contrato de trabajo y tres nóminas, y eso sin papeles no lo puedo tener. Yo quiero alquilar una casa, pero ¿dónde? ¿por cuánto? No hay nada. Yo no he venido a España a ser ladrona, he venido a sacar a mis hijos adelante. Yo quiero ser buena vecina, trabajar, pagar un alquiler. Pero, de momento, no he encontrado otra alternativa”, lamenta Aisha.

“Cuando una habitación es una estrategia de supervivencia no estamos hablando de gente que comparte un piso. Estamos hablando de infravivienda, de violencia residencial”, destaca Sala

¿Qué políticas habría que aplicar para hacer frente a esta situación? Elena Sala destaca la visibilización y el reconocimiento de estas formas de sinhogarismo: “la línea entre una habitación realquilada que pueda dar estabilidad a una familia y una situación de sinhogarismo oculto es muy fina, y no siempre es fácil de identificar”. Alerta de que servicios sociales muchas veces no reconoce estos casos como sinhogarismo, se tratan como casos económicos, o casos de migración. “Pero cuando una habitación es una estrategia de supervivencia no estamos hablando de gente que comparte un piso. Estamos hablando de infravivienda, de violencia residencial”. Nombrar estas situaciones como lo que son, sinhogarismo oculto, es el primer paso para hacerlas visibles, escucharlas y dejar de minimizar una exclusión que, aunque no siempre se vea en la calle, es igual de real. “El tópico de ‘al menos tienes un techo’ hace muchísimo daño”, insiste Sala.

Irene Sabaté subraya que incorporar de verdad la perspectiva de género en las políticas de vivienda también pasa por reconocer los abandonos del hogar por violencia de género como una pérdida efectiva de vivienda, equiparable a un desahucio. De lo contrario, las mujeres quedan expulsadas de su casa sin que esa expulsión genere derechos, y se sitúan automáticamente en situaciones de riesgo de exclusión residencial y sinhogarismo. “Abandonar el hogar por violencia de género supone la pérdida del hogar igual que un desahucio y debería estar garantizado el acceso, como mínimo, a la lista de espera para la mesa de emergencia”, reclama. Sin esto, la caída en el vacío institucional es casi inmediata.


Algo así vivió Alejandra, una mujer ecuatoriana que lleva en Barcelona más de 20 años. Vino huyendo de un marido violento en Ecuador, pero por miedo a la precariedad y la soledad, terminó viviendo con él otra vez en España. Al final, acabó huyendo de su hogar en 2006 con sus hijos y fue alojada en un centro de acogida de servicios sociales: “para mí fue duro salir de la casa con dos niños y sin nada más de lo que llevaba puesto. Pero los servicios sociales me presionaron, me dijeron que si no me marchaba me quitarían la custodia”. Aunque, en el piso de acogida, nunca se acabó de sentir del todo cómoda, confiesa. “Había gente muy problemática en la casa y teníamos que compartir comedor y cocina, no había respeto por la presencia de niños en el espacio. Yo quería que mis hijos tuvieran su espacio, su privacidad, y un buen ambiente, así que hice todo lo posible para encontrar un trabajo y salir de ahí cuanto antes”.

Por ese entonces encontrar un contrato de alquiler de larga duración aún era concebible. De hecho, Alejandra lo consiguió. Tal como indica Sabaté, “antes de 2008 había familias monomarentales, incluso mujeres migradas y en situaciones precarias, que accedían al alquiler formal con cierta facilidad, e incluso a la propiedad”. Pero incluso aquellas, como Alejandra, para quienes hace 20 años esto era posible, se encuentran relegadas a los márgenes ante la tensión del mercado inmobiliario de hoy día. Ellas también entran en situación de riesgo.

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Alejandra de camino a una de las manifestaciones del Sindicat de Llogateres, espacio donde milita. Sara Aminiyan Llopis


Hoy, el contrato de alquiler de larga duración que Alejandra consiguió en 2008 y que fue renovando hasta 2021, pende de un hilo. Lo ha pagado religiosamente todos estos años, haciendo malabarismos con la conciliación y varios contratos –primero en hostelería y luego en el sector de los cuidados. Pero desde 2018, la propietaria del edificio ha ido sustituyendo todos los contratos de larga duración por contratos temporales, y le ha ido aplicando a Alejandra cláusulas abusivas como cargarle el IBI o seguros de impago y tratando de subirle el alquiler para echarla. Desde que Alejandra acudió al Sindicat de Llogateres, ya no le contesta a las llamadas. Le puso una demanda en marzo de este año y, en junio, Alejandra perdió el juicio. El abogado de oficio no quiso recurrir. “Ahora mi futuro está en sus manos”, lamenta Alejandra. “Si ella quiere, me puede mandar la carta de desahucio, de hecho no sabemos como no me la ha mandado aún”. Con el precio actual de los pisos en su zona, no podría permitirse un piso con dos habitaciones para alojar también a su hijo menor que apenas tiene 18 años y a quien, cuenta, la situación le está causando problemas de ansiedad y salud mental.


Si miramos una situación como la de Alejandra bajo el marco ETHOS, estamos ante una de las tipologías de sinhogarismo: la de la vivienda insegura. De hecho, 32% de las personas sin hogar según la encuesta del INE declaran como causa de su situación un desahucio, es la causa más frecuente. Tal como señalan los autores del informe Estratègies Contra el Sensellarisme, la prevención a los desahucios debería estar en el centro de las políticas de mitigación del sinhogarismo: provisión de representación legal, asesoramiento en vivienda y ayudas al alquiler son medidas que reducen significativamente los desahucios y aumentan la probabilidad de que las personas puedan permanecer en su vivienda.

El contexto, sin embargo, sigue marcado por la subida de precio de la vivienda, la precariedad laboral y la exclusión social de la población migrante, un sistema que alimenta todas las formas de exclusión residencial. Tal como indica el informe, está claro que la solución real sería una política que aborde las causas estructurales: aumento de la provisión de vivienda asequible, mejora de los ingresos de las familias vulnerables y de las protecciones legales al alquiler, además del aumento del parque público de vivienda, algo que, en España parece una utopía imposible, con un 3,7% destinado a ello.


Entre tanto, ante la violencia residencial creciente, las mujeres que viven en diversas situaciones de sinhogarismo oculto aplican todas sus capacidades para la resistencia. Como señala Irene Sabaté, resulta casi contraintuitivo que, cargando con la crianza, la búsqueda y el mantenimiento del empleo y una enorme presión cotidiana, sean a la vez “las que más están presentes en algunos movimientos por la vivienda, y que sean el perfil mayoritario en la solicitud de ayudas y recursos públicos, haciendo auténticos malabarismos para sostener la vida”. Junto a estas formas más visibles y organizadas de lucha, Sabaté reivindica también las otras formas, más calladas, más silenciosas de resistencia, esfuerzos cotidianos por mantener la dignidad y dar sentido al día a día. Resistencias que no hacen titulares, pero que mitigan la precarización y sostienen, silenciosamente, la posibilidad de futuro.

Reportaje en colaboración con Yemayá Revista: Proyecto periodístico centrado en narrar los procesos migratorios y las vulneraciones de derechos humanos bajo una perspectiva de género interseccional.
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