Opinión
Un año de protesta y cariño: en defensa de politizar el duelo producido por la dana

Quienes critican las convocatorias porque provienen de una politización del dolor, aunque lo hagan con la intención de deslegitimarlas, en el fondo están describiendo su característica más importante.
Dana cuidados - 3
Manos en la fachada de un edificio. Paiporta, Comunidad Valenciana. Fotografía: Marina Moreno Añón, 24/10/2025.
Psicólogo, autor de ‘El malestar es otra cosa’ (Bellaterra)
4 nov 2025 13:18

Ha pasado un año desde que una dana arrastrara las vidas de 229 personas en las poblaciones del sur de Valencia, las cuales, sumadas a las ocho de otras provincias, dejaron un total de 237 muertes. Un año en el que los nudos en la garganta han desembocado en llanto abierto, imitando el eterno diálogo entre el río y el mar. En esta parte del mundo, por mucha pólvora que gastemos, y mucho fuego que prendamos, es el agua la que nos destruye y constituye.

Pero aún así, no hay agua suficiente para diluir el dolor de víctimas y supervivientes, las horas de horror no se borran y el malestar es tan intenso y extenso que no se deshace. Se están dando muchas iniciativas para paliarlo: las que las propias personas afectadas llevan a cabo en su fuero interno, las que provienen del ámbito de la salud mental o las que tienen lugar entre los lazos comunitarios y familiares, por poner algunos ejemplos. Todas ellas son importantes. Sin embargo, aquí me gustaría centrarme en las que difuminan las fronteras entre la reivindicación social y el cuidado, en las que el duelo se cruza con lo político. 

Es el caso de la actividad de asociaciones y colectivos surgidos a raíz de la riada, las cuales, en paralelo a la organización de manifestaciones, homenajes públicos o concentraciones, despliegan un amplio conjunto de espacios y tiempos para dar salida tanto a las heridas particulares, como a las colectivas. Un ejemplo de esto son las manifestaciones mensuales, convocadas siempre alrededor del día 29, y cuyo doble fin es tanto ejercer una presión política, como abrir un espacio de encuentro afectivo. Quienes acudimos a ellas tenemos la oportunidad de proporcionar un acompañamiento emotivo, indistinguible del reivindicativo.

En su actividad cotidiana los colectivos dan cabida a conversaciones entre asambleas, espacios de escucha e iniciativas de acompañamiento a quienes tienen días difíciles, formando una red de cuidados que se ve amplificada, simbólicamente, por las miles de personas que secundamos las manifestaciones. Allí donde protesta y cariño son una sola cosa, miles de personas quieren contribuir con lo que tienen: la presencia, el grito, el calor.

Y no se trata de un acto colectivo menos importante o efectivo que otros a la hora de rehacerse tras un gran daño. Si comparamos estas manifestaciones con los funerales —por poner un ejemplo de rito ampliamente utilizado—, podremos observar que ambos cumplen dos grandes funciones: por una parte, implican un reconocimiento del ser fallecido, al homenajearlo y celebrar su paso por el mundo, por otra parte, espolean el proceso de duelo, proporcionando un espacio para la expresión pública de emociones y las muestras de apoyo del entorno. Ambos son organizados y protagonizados por las personas cercanas a quienes han fallecido, dando la oportunidad de participar a un círculo más amplio de gente, entendiendo que la vida de las personas fallecidas no solo era importante para ellas, sino que hay una comunidad que también las tiene presentes. Ambos, en definitiva, nos convocan para llevar la experiencia de dolor a otro lugar.

La politización puede cristalizar de muchas maneras distintas. No siempre implicará protesta o movilización, ni tendrá lugar en el espacio público, ni estará respaldada por miles

La principal diferencia estriba en que las manifestaciones ponen el peso en lo político, mientras que los funerales —y otro tipo de iniciativas— lo ponen en lo emocional. Pero cuando se trata de un daño que se reparte entre ambos ámbitos, ¿tiene sentido abordar solamente uno de ellos? Quienes critican las convocatorias porque provienen de una politización del dolor, aunque lo hagan con la intención de deslegitimarlas, en el fondo están describiendo su característica más importante. Si víctimas y supervivientes, llevadas por su malestar, necesitan poner en el espacio público un discurso político, ¿por qué no permitir al dolor afectar a nuestra sociedad? ¿Por qué no escucharlo y aprender de él? Politizar el malestar significa situarlo en el entramado social, invitar a un diálogo público que promueva cambios en las formas de vida y colectivizar la responsabilidad sobre el mundo que compartimos. Hay ocasiones en las que, sin esta politización, algo oscuro se queda clavado; tanto para las personas afectadas, como para quienes compartimos ciudad, pueblo o sociedad con ellas. En este sentido, las manifestaciones mensuales no solo articulan una queja legítima, sino que también se hacen cargo de nuestra necesidad de ser convocados y convocadas para contribuir a una reparación transformativa. Son el abrazo de una sociedad que dice “estamos aquí, a vuestro lado”. El hecho de que sean masivas demuestra que todos y todas necesitamos dar ese abrazo, y lo que tiene que ver con todos y todas es el ámbito de lo político. 

No obstante, es cierto que la politización puede cristalizar de muchas maneras distintas. No siempre implicará protesta o movilización, ni tendrá lugar en el espacio público, ni estará respaldada por miles. No siempre aportará avances constructivos, ni incluirá momentos de cariño, ni discernirá de manera clara las verdaderas alianzas y las falsas enemistades. Y por supuesto, no siempre estará fundamentada en las necesidades reales de quienes están padeciendo; caso habitual cuando son instituciones o partidos quienes la lideran. Un ejemplo de esto último fue el funeral de Estado. Es cierto que el reconocimiento institucional puede contribuir enormemente a la reparación, y que muchas de las personas que acudieron señalaron posteriormente que se habían sentido arropadas y que había sido un acto necesario.

Las familias de las víctimas mortales que consideraron importante acudir tenían buenas razones, y de hecho, durante la ceremonia, se vivieron momentos que sin duda contribuirán a cerrar la herida. Sin embargo, esto no debería impedirnos señalar que el funeral de Estado también provenía de una politización del malestar, una muy distinta de la que veníamos explicando, y que no tenía que ver con poner a dialogar el dolor con el entramado social, sino con mostrarlo dentro de una vitrina para cubrir el cupo humanitario. Muestra de ello es que, pese a que se había insistido una y otra vez en que las protagonistas iban a ser las víctimas, no se escuchó su petición más importante: que no acudiese Carlos Mazón.

Lógicamente, no se puede presentar respeto a una persona damnificada si al mismo tiempo está presente el responsable de su daño o de su muerte. Esta petición, razonable para cualquiera, sonó totalmente incomprensible para las lógicas institucionales, enzarzadas en una visión burocrática de la gestión social y con una gran dificultad para comprender las experiencias de sufrimiento subjetivas. En consecuencia, el protocolo estuvo por encima del respeto, la institución consideró que el sufrimiento derivado de la presencia del político no era motivo suficiente para impedir su asistencia. 

“Malparit”, “asesino”, “cobarde”… los insultos, gritos y protestas no provenían de una desobediencia deliberada al protocolo del funeral, sino de la aplicación de una politización del malestar opuesta y centrada en lo importante. Al no considerar sacrosantos los protocolos ni las normas de etiqueta, tampoco inamovibles los puestos y jerarquías, los gritos de las víctimas nos hicieron recordar que la existencia de las instituciones no es un fin en sí mismo, situado por encima nuestro, sino un medio al servicio de la población. Que Mazón estuviese allí por deber –sin quererlo él, ni los familiares de las víctimas, ni la gran mayoría de la sociedad valenciana–, demuestra que las jerarquías están invertidas y que importan más las ficciones burocráticas que respetar las legítimas necesidades de un proceso de duelo. Las familias de las personas fallecidas hicieron confluir su rechazo al político con las muestras de tristeza, convirtiendo un funeral de Estado cuyo objetivo era cerrar heridas y que se pudiese pasar a otro tema, en una muestra palpitante de indignación y pérdida profundas. Pero esta política no se redujo a las increpaciones. Los familiares levantaron fotos de sus seres queridos, enunciaron los únicos discursos que no estuvieron vacíos, su presencia obedeció a una sincera voluntad de rendir homenaje y reconocimiento. Al final las víctimas fueron las protagonistas, pero no por el modo en que se quiso que lo fueran, sino porque se apropiaron de la ceremonia y la hicieron suya. La vitrina se quedó pequeña. 

“Malparit”, “asesino”, “cobarde”… los insultos, gritos y protestas no provenían de una desobediencia deliberada al protocolo del funeral, sino de la aplicación de una politización del malestar opuesta y centrada en lo importante

Carlos Mazón, por su parte, también ha dado muestra de una politización del malestar. Como decíamos, estuvo ahí por deber. A nadie se le ocurrió pensar que realmente sintió culpabilidad, ni que acudió con una sincera condolencia. La ligera incomodidad que mostró en el funeral no se debió a una verdadera comprensión del dolor, sino a la mala imagen mediática que estaba dando. Su misión era sobrevivir al funeral escondido en tercera fila y apostar por un aliado confiable: el olvido. Las increpaciones lo impidieron, y la frustración producida tras truncarse el plan fue su única emoción.

Pocos días después, en el discurso que acompañó a su dimisión, confirmó de manera implícita que el dolor de las víctimas no había jugado un papel relevante en su decisión, les dedicó apenas una sola frase y condensó en unos pocos segundos las miles de experiencias de sufrimiento. De hecho, el tono emocional de la comparecencia estuvo más cercana al enfado que a la culpabilidad o la tristeza. Quizás, en su fuero interno, Mazón odie a las víctimas y no les perdone la insolencia de mostrar las vísceras que precipitaron su dimisión. Quizás por eso quiere robarles el momento de relativa victoria, negándose a reconocer sus experiencias de sufrimiento y a hacer una de las pocas cosas que están en su mano para ayudarles en su proceso de duelo: pedir un perdón sincero. En lugar de esto, trata de devolver el golpe sufrido en el funeral mediante una maniobra ridícula: competir con su padecimiento, utilizando frases tales como “ha habido momentos insoportables” o “ya no puedo más”. Pero no se trata únicamente de una muestra de cinismo y desvergüenza, sino también de una estrategia deliberada para instrumentalizar el dolor a su favor, un intento fútil de sustituir la politización del malestar de las personas damnificadas por la politización de su propio malestar, una apuesta por la exageración y el dramatismo muy habitual en los sectores conservadores o reaccionarios cuando se hace evidente que la realidad no les respalda. No ha funcionado porque las víctimas han mantenido un diálogo con el entramado social mucho más coherente y porque sus experiencias ha arraigado con fuerza en la población, sin embargo, no hay que olvidar que no hubiesen expresado su indignación en el funeral si no lo hubiesen expresado antes en la calle. Sabían que habían millares respaldándolas.

En el discurso que acompañó a su dimisión, confirmó de manera implícita que el dolor de las víctimas no había jugado un papel relevante en su decisión, les dedicó apenas una sola frase

Por otra parte, el proceso de duelo va más allá de el funeral de Estado y de lo que suceda con Mazón. En el día del aniversario se llevaron a cabo actos en los que se mezclaron el recuerdo cariñoso y la rabia, la reivindicación incendiaria y la caricia, y no por ser periféricos a nivel mediático fueron menores para quienes los necesitaban. Un ejemplo significativo es que en las poblaciones afectadas una larga marcha de miles de personas, convocada por los CLER (Comités Locales de Emergencia y Reconstrucción) y Acord Social Valencià, recorrió parte de las zonas afectadas, encendió velas en recuerdo de las muertes e hizo sonar el sonido de la alerta a las 20:11 –la misma hora a la que llegó un año antes, cuando mucha gente ya había fallecido–. La ciudad fue, durante todo el día, una polifonía de malestar y rabia, de tristeza y solidaridad, tejiendo un telón de fondo también para quienes prefirieron pasar ese día en el espacio íntimo y recogido de su casa. En definitiva, pese a que el funeral de Estado recibió la mayor parte de la atención mediática, no hay que olvidar que lleva realizándose todo el año un funeral colectivo, que ese mismo día tuvo continuidad fuera de la ceremonia oficial y que va a seguir desarrollándose durante el tiempo que sea necesario.

Las manifestaciones mensuales, los múltiples actos del aniversario y las movilizaciones que han tenido lugar, así como lo sucedido en el funeral de estado y en otras muchas situaciones que no podemos enumerar, evidencian que, en ocasiones, lo político está profundamente imbricado con dolor. Los marcos terapéuticos individuales y psicológicos encuentran aquí un límite, abordan la parte individual, emocional o íntima –de hecho muchas de las víctimas están encontrando en ellos un apoyo imprescindible–, pero no sirven para los puntos en los que tiene lugar la imbricación descrita. Como tampoco sirve lo puramente institucional. El malestar tiene una parte política sensible a la relación entre nuestra vida y los modos de organización social, una parte que solo encuentra paz en la transformación de estos últimos, en moldear la forma en que vivimos y nos organizamos. Son momentos en los que el dolor quiere estar presente en el entramado social, no como consecuencia pasiva, sino como agente activo. Si no se le estuviese dando voz a esta parte, las personas que sufrieron la dana se encontrarían limitadas a terapias individuales y las expresiones de sufrimiento estarían desconectadas de la vida colectiva. La politización y movilización que están desarrollando contribuyen a conseguir justicia, a la reconstrucción subjetiva de las zonas afectadas y a proclamar la importancia de reforzar los lazos colectivos allí donde las instituciones no pueden –o no quieren– llegar. El ejemplo de dignidad que están dando, junto a la ola de solidaridad vivida los meses posteriores a la tragedia, aportan mucho más a la sociedad que buena parte de las iniciativas institucionales. Es lógico, tienen 237 motivos clavados en el estómago.

València
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Un año después de la tragedia siguen impactando las fotografías de la destrucción que provocó la fatídica barrancada que se llevó por delante 230 víctimas mortales.
VV.AA.
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