Universidad
La financiación de la investigación o el dedo que señala la luna

La mercantilización de la academia no se puede reducir al negocio de las editoriales de revistas académicas, la evaluación de la investigación por medio de métricas, y los rankings de universidades… el mayor problema es otro

Universidad de Sevilla.

22 jun 2023 06:00

La academia y el sistema de publicación de artículos científicos ha generado numerosos titulares en la prensa española durante los últimos meses, situación que no suele ser habitual. La investigación periodística nos ha revelado cuánto pagan las universidades y el CSIC a las grandes editoriales de revistas científicas. También nos ha contado acerca del químico ‘estajanovista’ capaz de publicar un paper cada 37 horas, amén de otros patrones anómalos de publicación. Incluso se ha conocido el contubernio entre científicos españoles y universidades saudíes, con el que estas últimas buscaban subir escaños en los famosos rankings internacionales de universidades. De manera algo menos escandalosa, la Universidad de Castilla-La Mancha pretende hacer otro tanto.

Aunque nada de esto resulta completamente desconocido para quienes están más o menos involucrados en el mundillo académico, se ha vuelto a poner el grito en el cielo a raíz de que estos desmanes salieran a la luz. No sin razón, se ha planteado que todo es culpa de la perniciosa lógica del ‘publica o perece’. Pero algunos han ido más allá, y han querido señalar como responsable último a la mercantilización de la universidad y de la ciencia académica.

Hay quienes han convertido a la tríada ‘editoriales científicas – métricas de impacto – rankings de universidades’ en el principal causante de todos los males de la academia

No es la primera vez que se formula la asociación entre mercantilización de la academia y sistema de publicación científica. De hecho, es un planteamiento recurrente. Hay quienes han convertido a la tríada ‘editoriales científicas – métricas de impacto – rankings de universidades’ en enemigo público nº1 y en el causante de todos los males que acucian a la academia.

Que algo de esto hay, queda fuera de toda duda. No voy a ser yo quien ahorre críticas contra un sistema de publicación y evaluación de méritos académicos que tiene por principal premisa el sospechar de los trabajadores académicos y el asumir que son poco menos que vagos y maleantes. Pero la crítica se hace necesaria cuando todo el problema de la mercantilización de la academia se reduce a los beneficios de las empresas editoriales , al uso de métricas para la evaluación de los académicos, y a las comparativas internacionales de universidades.

Porque hay un riesgo en el hecho de poner tanto énfasis en aspectos parciales de la mercantilización de la academia. Y no sólo el de pérdida de precisión terminológica, que también. Es, sobre todo, un problema de perder de vista o pasar por alto fenómenos mucho más relevantes y más directamente relacionados con las transformaciones de los sistemas de universidades y de ciencia académica de todo el mundo.

Reza el refrán que ‘cuando el dedo señala a la luna, el tonto/a mira al dedo’. Pero son casos como este los que hacen que valga la pena detenerse por un momento a observar el dedo que señala. Aunque tilden a uno/a de perfecto imbécil.

Un sistema de publicación viciado, pero…

Cargar las tintas en el negocio de las revistas científicas es fácil y cómodo. Demasiado cómodo. Tanto, que hasta los burócratas en Bruselas (que son poco sospechosos de bolchevismo) están propulsando iniciativas para sortear a Elseveier, Taylor & Francis, y el resto de compañías del mundillo editorial académico. Hay en esto un hecho incontrovertible: durante siglos, las revistas académicas habían pertenecido a sociedades científicas, departamentos de universidades, etcétera. Con el boom de producción científica posterior a la II Guerra Mundial, empresas dedicadas a la edición de libros vieron el filón y se lanzaron a comprar revistas académicas. Felizmente o con resignación, los investigadores se sacaron de encima los costes de edición de las mismas, que no dejaban de crecer debido al ingente volumen de textos que había que editar, mandar a revisar por otros académicos, y demás.

Es lógico que se hable de mercantilización de la academia a tenor de la transformación de las revistas científicas en mercancías producidas por capitales privados

La vida académica ha girado hasta fechas recientes en torno al artículo científico. Porque el artículo científico es el principal producto del trabajo académico. Como tal, constituye un elemento indispensable para poder seguir haciendo ciencia, un medio de producción de conocimiento científico. No se puede desarrollar investigación si no se está al día con la literatura, si se desconoce lo que otros investigadores han concluido sobre la materia, los métodos de investigación que han utilizado, y los resultados que han obtenido. Entonces, es lógico que se hable de mercantilización de la academia a tenor de la transformación de las revistas científicas en mercancías producidas por capitales privados.

Pero, en realidad, lo más que se podría inferir de esta situación es un proceso de ‘mercantilización de la comunicación científica’. Y ello, siendo generosos. Porque habría que partir de la premisa de que por mercantilización sólo ha de entenderse la transformación de cualquier bien o servicio, cualquier objeto de utilidad, en un producto transable, que se compra y vende. De ahí en más, las bibliotecas universitarias también pagaban por las revistas cuando éstas eran editadas por las sociedades científicas. De hecho, hay autores que estiman que es entonces, y no ahora, cuando las revistas se pagaban a precios inflados, pues su venta había de servir para cubrir gastos de las sociedades académicas no directamente relacionados con su edición.

Incluido en el mismo pack de críticas por la situación mercantilizada de la academia, suele aparecer también el complot que editoriales académicas, empresas proveedoras de métricas de impacto, y empresas que generan rankings de universidades habrían supuestamente orquestado. Se afirma, en este sentido, que todo forma parte de un plan perfectamente trazado por el que unas empresas se ayudan a otras, de modo que sus beneficios se retroalimentan: las empresas de indicadores (Clarivate Analytics, por ejemplo) persiguen que sus métricas se empleen en la evaluación de los académicos; esto lo logran, entre otros, a través de las comparativas de universidades, que toman tales métricas como indicadores de referencia. Además, las métricas se construyen con base en las publicaciones de las revistas de las grandes editoriales científicas (Elsevier, Sage, Springer-Nature,…). Y se cierra así el círculo.

Nadie ha aportado evidencia de que existan acuerdos entre las editoriales científicas, las empresas que crean métricas y las empresas que proveen comparativas de universidades

Si todo esto fuese el resultado de un ejercicio consciente y coordinado entre todas las empresas, estaríamos ante un thriller digno de Hollywood. Nadie ha aportado evidencia de que existan acuerdos entre las editoriales científicas, las empresas que crean métricas y las empresas que proveen comparativas de universidades. Así que, hasta el momento, tales planteamientos no han abandonado el terreno de las conspiraciones; las cuales, por cierto, sí encuentran eco en la prensa rigurosa y progresista. Aun admitiendo el hecho real de que estas empresas generan beneficios vendiendo productos y servicios a las universidades, ello sólo de manera muy tangencial podría relacionarse con la mercantilización de la academia y del trabajo académico como un todo. Quien señala con su dedo al mundillo de las revistas académicas cuando habla de mercantilización, sigue sin poder explicar la transformación estructural de la ciencia académica en los últimos tiempos.

Colaboraciones entre universidad e industria

Mucho más importante que el negocio en torno a los papers es todo cuanto concierne a la denominada ‘tercera misión de la universidad’ y los imperativos en términos de ‘valorización’ del conocimiento y las infraestructuras de investigación académica. Pero, claro, luego de tanto insistir en los beneficios de las empresas editoriales, las métricas de evaluación y los rankings, esta otra realidad de la mercantilización de la academia cae fuera del radar. Y no sólo es que no se preste atención a estas políticas y prácticas; es que no se duda en cantar las alabanzas de la comercialización de resultados de investigación por parte de las universidades y todo lo que ello comporta.

Pero, ¿qué supone la ‘tercera misión de la universidad’? Básicamente, que las universidades han de contribuir a la competitividad de los capitales nacionales; que han de hacer esto por medio del uso de vehículos de transferencia de conocimiento (patentes, empresas spin-off) y formalización de una colaboración estrecha con las empresas (mediante parques científico-tecnológicas, centros de investigación mixtos, etcétera); y que, por medio de estos vínculos con la industria, las universidades han de generar ingresos y lograr una mayor autonomía económica respecto de gobiernos y estados. En neolengua, se utilizan términos rimbombantes y expresiones grandilocuentes, como ‘innovación’ o ‘economía del conocimiento’; pero al traducir al Román paladino encontramos que se está aludiendo a la mercantilización de la investigación académica simple y llanamente. Para facilitar la deglución de esta nueva realidad, mucho patriotismo y marca España.

La clave del proceso de mercantilización reside precisamente en la modificación substancial de las condiciones de financiación de las universidades

La ‘tercera misión de la universidad’ y las ‘colaboraciones universidad – industria’ (UIRs, por sus siglas en inglés) tienen repercusiones a múltiples niveles; glosar las principales sería objeto de un artículo diferente. Lo que cabe destacar es que, vía las UIRs y la ‘tercera misión de la universidad’, la investigación académica queda directamente supeditada a los intereses y necesidades de valorización del capital nacional. La clave de bóveda del proceso de mercantilización reside precisamente en la modificación substancial de las condiciones de financiación de las universidades, obligadas como están a generar ingresos vía UIRs, vía ‘valorización’ de la investigación y, en definitiva, vía los intercambios mercantiles con empresas privadas y con el estado. Y aquí entra en escena la financiación pública.

Mercantilización de la academia y financiación pública

El dedo y la luna. Es fácil señalar a las editoriales académicas como responsables de la mercantilización de la academia para desviar la atención respecto del papel central que el estado y la financiación pública de la I+D juegan en todo este proceso. Función que trasciende, con mucho, el que las iniciativas en términos de UIRs y emprendimiento académico han sido y son sufragadas con dinero público. Como también va más allá de la creación de una legislación o marco normativo particularmente propicios para el establecimiento y desarrollo de esos vínculos universidad – industria. La flamante Ley Orgánica del Sistema Universitario promulgada por el gobierno ‘más progresista de la historia’, sólo se dedica a profundizar disposiciones ya recogidas en la LOU de Aznar en lo que a esta cuestión concierne. En la LOSU, la transferencia del conocimiento (léase, UIRs) aparece como una función de las universidades y es un componente de su autonomía; al tiempo que dedica un artículo (Art. 61) a desarrollar el marco normativo para la formación de ‘empresas basadas en conocimiento’ (empresas spin-off) por parte de las universidades.

Más allá de todo esto, decimos, la financiación pública juega un papel determinante en la mercantilización de la academia. De hecho, puede aseverarse que es precisamente la financiación pública de la I+D en universidades la que está auspiciando y consolidando la transformación de la ciencia académica en una mercancía. ¿Cómo es esto posible? A través de la financiación competitiva de la investigación.

El dinero que las universidades reciben del estado sólo sirve para cubrir gastos corrientes. Con ese dinero no se puede hacer investigación

El dinero que las universidades reciben del estado (vía las comunidades autónomas) sólo sirve para cubrir gastos corrientes —incluyendo los sueldos del personal estabilizado o permanente. Con ese dinero no se puede hacer investigación. Porque no es una partida destinada a ello y porque, de hecho, no alcanza. Para investigar y, por tanto, poder progresar en la carrera académica, los investigadores han de elaborar proyectos de investigación con los que han de concurrir a convocatorias competitivas de financiación, organizadas por entidades de financiación internacionales, nacionales o regionales. La gracia de todo el asunto es que la mayoría de estas entidades son públicas, como la Agencia Estatal de Investigación española, o la propia Comisión Europea, que es el mayor agente de financiación de la I+D por presupuesto del mundo.

El dinero que antes se entregaba directamente a las universidades para que éstas lo gestionaran y lo asignaran entre departamentos, laboratorios, ramas de investigación, etcétera; es ahora canalizado a través de agencias de financiación que ponen a los proyectos (y, por tanto, a los académicos y a las universidades) a competir entre sí. Pero hablar de financiación aquí es un eufemismo, porque las agencias de financiación están en realidad comprando los resultados de investigación que los académicos esperan obtener, porque los requisitos que el proyecto ha de cumplir son fijados por la agencia de financiación, y sirven como punto de referencia para determinar qué proyecto es ‘mejor’ y por tanto merece financiación. Y no hablamos sólo de producir tecnologías e investigación que pueda tener un ulterior potencial comercial. También se compra evidencia científica que pueda ayudar en la toma de decisiones. Vaya, se compra la ciencia que está contenida en un artículo científico.

Si dos o más proyectos son considerados como de calidad similar por los evaluadores, venderá su ciencia el equipo que esté en condiciones de hacer más con menos

Pero la competición que los académicos (y las universidades, a través de ellos) mantienen entre sí en las convocatorias de financiación competitiva de proyectos, no sólo contempla el qué de la ciencia. También es importante el cómo, entendido como el uso del dinero que el equipo investigador pretende hacer para obtener los resultados esperados. Se trata de obtener la mejor ciencia, sí, pero de una manera ‘coste-eficiente’. Si dos o más proyectos son considerados como de calidad similar por los evaluadores, venderá su ciencia (los productos de su trabajo de investigación) el equipo que esté en condiciones de hacer más con menos.

La financiación competitiva de la investigación supone la canalización de dinero público (sobre todo) para la I+D conforme a una transacción puramente mercantil: las agencias de financiación compran la ciencia que los académicos (y sus universidades) producen y venden; cuando dos o más proyectos son considerados de una calidad similar, el equipo investigador que logrará obtener financiación (vender los productos de su trabajo) será aquel que ofrezca su ciencia más barata, o sea, que suponga un desembolso menor al organismo en cuestión que haya organizado la convocatoria de financiación.

Fue en el mundo anglosajón donde este modelo de financiación pública de la ciencia comenzó a desarrollarse. Pero no hace falta viajar a los EEUU para hacerse una idea de su importancia y dimensión en la academia actual. En países europeos como Bélgica, Portugal o Irlanda, la financiación competitiva representa más de la mitad de los ingresos de las universidades. Porcentaje que asciende hasta el 80% en el caso de Eslovenia, al igual que ocurre en Chile o Australia. En España, la proporción es significativamente menor. Pero no hay que perder de vista que uno de los propósitos principales que llevaron a la constitución de la Agencia Estatal de Investigación fue, de hecho, el contar con un organismo a nivel nacional que canalizara financiación pública para proyectos de investigación asignada en forma competitiva, hasta entonces gestionada por los diversos ministerios y, por consiguiente, más fragmentada.

La mercantilización de la academia tiene relativamente poco que ver con empresas editoriales de revistas académicas, métricas de impacto y rankings de universidades; y mucho, en cambio, con UIRs y financiación competitiva de la investigación. Pero el dedo que apunta a la luna sólo señala lo primero, y no lo segundo. Entonces, ¿quién es el tonto/a, quién mira al dedo o quién señala a la luna?

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